Una brisa tenue susurraba entre los árboles, y Tom temía que pudieran ser las ánimas de los muertos, que se quejaban de que no se los dejase tranquilos. Los dos chicos hablaban poco, y eso entre dientes, porque la hora y el lugar y el solemne silencio en que todo estaba envuelto oprimía sus espíritus. Encontraron el montoncillo recién hecho que buscaban, y se escondieron bajo el cobijo de tres grandes olmos que crecían, casi juntos, a poco trecho de la sepultura.
Después esperaron callados un tiempo que les pareció interminable. El graznido lejano de una lechuza era el único ruido que rompía aquel silencio de muerte. Las reflexiones de Tom iban haciéndose fúnebres y angustiosas. Había que hablar de algo. Por eso dijo, en voz baja:
—Huck, ¿crees tú que a los muertos no les gustará que estemos aquí?
Huckleberry murmuró:
—¡Quién lo supiera! Está esto de mucho respeto, ¿verdad?
—Ya lo creo que sí.
Hubo una larga pausa, mientras los muchachos controvertían el tema interiormente. Después, quedamente, prosiguió Tom:
—Dime, Huck ¿crees que Hoss Williams nos oye hablar?
—Claro que sí. Al menos, nos oye su espíritu.
Tom, al poco rato:
—Ojalá hubiera dicho el señor Williams. Pero no fue con mala intención. Todo el mundo le llamaba Hoss.
—Hay que tener mucho ojo, en como se habla de esta gente difunta, Tom.
Esto era un jarro de agua fría y la conversación se extinguió otra vez. De pronto Tom asió del brazo a su compañero.
—¡Chist…!
—¿Qué pasa, Tom? —Y los dos se agarraron el uno al otro, con los corazones sobresaltados.
—¡Chitón…! ¡Otra vez! ¿No lo oyes?
Yo…
—¡Allí! ¿Lo oyes ahora?
—¡Dios mío, Tom, que vienen! Vienen, vienen de seguro. ¿Qué hacemos?
—No sé. ¿Crees que nos verán?
—Tom, ellos ven a oscuras, lo mismo que los gatos. ¡Ojalá no hubiera venido!
—No tengas miedo. No creo que se metan con nosotros. Ningún mal estamos haciendo. Si nos estamos muy quietos, puede ser que no se fijen.
Ya lo haré, Tom; pero ¡tengo un temblor!
—¡Escucha!
Los chicos estiraron los cuellos, con las cabezas juntas, casi sin respirar. Un apagado rumor de voces llegaba desde el otro extremo del cementerio.
—¡Mira! ¡Mira allí! —murmuró Tom—. ¿Qué es eso?
—Es un fuego fatuo. ¡Ay, Tom, qué miedo tengo!
Unas figuras indecisas se acercaban entre las sombras balanceando una antigua linterna de hojalata, que tachonaba el suelo con fugitivas manchas de luz. Huck murmuró, con un estremecimiento:
—Son los diablos, son ellos. ¡Tom, es nuestro fin! ¿Sabes rezar?
—Lo intentaré, pero no tengas miedo. No van a hacernos daño. «Acógeme, Señor, en tu seno…».
—¡Chist!
—¿Qué pasa, Huck?
—¡Son
humanos
! Por lo menos, uno. Uno tiene la voz de Muff Potter.
—No…; ¿es de veras?
—Le conozco muy bien. No te muevas ni hagas nada. Es tan bruto que no nos ha de notar. Estará bebido, como siempre, el condenado.
—Bueno, me estaré quieto. Ahora no saben dónde ir. Ya vuelven hacia acá. Ahora están calientes. Fríos otra vez. Calientes. Calientes, que se queman. Esta vez van derechos. Oye, Huck, yo conozco otra de las voces…: es la de Joe el Indio.
—Es verdad…, ¡ese mestizo asesino! Preferiría mejor que fuese el diablo. ¿Qué andarán buscando?
Los cuchicheos cesaron de pronto, porque los tres hombres habían llegado a la sepultura y se pararon a pocos pasos del escondite de los muchachos.
—Aquí es —dijo la tercera voz; y su dueño levantó la linterna y dejó ver la faz del joven doctor Robinson.
Potter y Joe el indio llevaban unas parihuelas y en ellas una cuerda y un par de palas. Echaron la carga a tierra y empezaron a abrir la sepultura. El doctor puso la linterna a la cabecera y vino a sentarse recostado en uno de los olmos. Estaba tan cerca que los muchachos hubieran podido tocarlo.
—¡De prisa, de prisa! —dijo en voz baja—. La luna va a salir de un momento a otro.
Los otros dos respondieron con un gruñido, sin dejar de cavar. Durante un rato no hubo otro ruido que el chirriante de las palas al arrojar a un lado montones de barro y pedruscos. Era labor pesada. Al cabo, una pala tropezó en el féretro con un golpe sordo; y dos minutos después los dos hombres lo extrajeron de la tierra. Forzaron la tapa con las palas, sacaron el cuerpo y lo echaron de golpe en el suelo. La luna apareció saliendo de entre unas nubes, a iluminó la faz lívida del cadáver. Prepararon las parihuelas y pusieron el cuerpo encima, cubierto con una manta, asegurándolo con la cuerda. Potter sacó una larga navaja de muelles, cortó un pedazo de cuerda que quedaba colgado, y después dijo:
—Ya está hecha esta condenada tarea, galeno; y ahora mismo alarga usté otros cinco dólares, o ahí se queda eso.
—Así se habla —dijo Joe el Indio.
—¡Cómo!, ¿qué quiere decir esto? —exclamó el doctor—. Me habéis exigido la paga adelantada, y ya os he pagado.
—Sí, y más que eso aún —dijo Joe, acercándose al doctor, que ya se había incorporado—. Hace cinco años me echó usted de la cocina de su padre una noche que fui a pedir algo de comer, y dijo que no iba yo allí a cosa buena; y cuando yo juré que me lo había de pagar aunque me costase cien años, su padre me hizo meter en la cárcel por vagabundo. ¿Se figura que se me ha olvidado? Para algo tengo la sangre india. ¡Y ahora le tengo a usted cogido y tiene que pagar la cuenta!
Para entonces estaba ya amenazando al doctor, metiéndole el puño por la cara. El doctor le soltó de repente tal puñetazo que dejó al rufián tendido en el suelo. Potter dejó caer la navaja y exclamó:
—¡Vamos a ver! ¿Por qué pega usted a mi socio? —y un instante después se había lanzado sobre el doctor y los dos luchaban fieramente, pisoteando la hierba y hundiendo los talones en el suelo blando. Joe el Indio se irguió de un salto, con los ojos relampagueantes de ira, cogió la navaja de Potter, y deslizándose agachado como un felino fue dando vueltas en torno de los combatientes, buscando una oportunidad. De pronto el doctor se desembarazó de su adversario, agarró el pesado tablón clavado a la cabecera de la tumba de Williams, y de un golpe dejó a Potter tendido en tierra; y en el mismo instante el mestizo aprovechó la ocasión y hundió la navaja hasta las cachas en el pecho del joven. Dio éste un traspiés y se desplomó sobre Potter, cubriéndolo de sangre, y en aquel momento las nubes dejaron en sombra el horrendo espectáculo y los dos muchachos, aterrados, huyeron veloces en la oscuridad.
Poco después, cuando la luna alumbró de nuevo, Joe el Indio estaba en pie junto a los dos hombres caídos, contemplándolos. El doctor balbuceó unas palabras inarticuladas, dio una larga boqueada y se quedó inmóvil. El mestizo murmuró:
—Aquella cuenta ya está ajustada.
Después registró al muerto y le robó cuanto llevaba en los bolsillos, y en seguida colocó la navaja homicida en la mano derecha de Potter, que la tenía abierta, y se sentó sobre el féretro destrozado. Pasaron dos, tres, cuatro minutos y entonces Potter comenzó a removerse, gruñendo. Cerró la mano sobre la navaja, la levantó, la miró un instante y la dejó caer estremeciéndose. Después se sentó, empujando al cadáver lejos de sí y fijó en él los ojos, y luego miró alrededor aturdido. Sus ojos se encontraron con los de Joe.
—¡Cristo! ¿Cómo es esto, Joe? —dijo.
—Es un mal negocio —contestó Joe sin inmutarse—. ¿Para qué lo has hecho?
—¿Yo? ¡No he hecho tal cosa!
—¿Cómo? ¿Ahora sales con ésas?
Potter tembló y se puso pálido.
Yo creía que se me había pasado la borrachera. No debía haber bebido esta noche. Pero la tengo todavía en la cabeza…, peor que antes de venir aquí. No sé por dónde me ando; no me acuerdo casi de nada. Dime, Joe… palabra honrada, ¿lo he hecho yo? Nunca tuve tal intención; te lo juro por la salvación de mi alma, Joe: no fue tal mi intención. Dime cómo ha sido. ¡Da espanto…! ¡Y él, tan joven, y que prometía tanto!
—Pues los dos andabais a golpes, y él te arreó uno con el tablón, y caíste despatarrado; y entonces vas y te levantas, dando tumbos y traspiés, y coges el cuchillo y se lo clavas, en el momento justo en que él te daba otro tablonazo más fuerte; y ahí te has estado, mismamente como muerto, desde entonces.
—¡Ay! ¡No sabía lo que me hacía! ¡Que me muera aquí mismo si me di cuenta! Fue todo cosa del whisky y del acaloramiento, me figuro. Nunca usé un arma en mi vida. He reñido, pero siempre sin armas. Todos pueden decirlo. Joe…, ¡cállate, no digas nada! Dime que no has de decir nada. Siempre fui parcial por ti, Joe, y estuve de tu parte, ¿no te acuerdas? ¿No dirás nada? —Y el mísero cayó de rodillas ante el desalmado asesino, suplicante, con las manos cruzadas.
—No; siempre te has portado derechamente conmigo, y no he de ir contra ti. Ya está dicho; no se me puede pedir más.
—Joe, eres un ángel. Te he de bendecir por esto mientras viva —dijo Potter, rompiendo a llorar.
—Vamos, basta ya de gimoteos. No hay tiempo para andar en lloros. Tú te largas por ese camino y yo me voy por ese otro. Andando, pues, y no dejes señal detrás de ti por donde vayas.
Potter arrancó con un trote que pronto se convirtió en carrera. El mestizo le siguió con la vista, y murmuró entre dientes:
—Si está tan atolondrado con el golpe y tan atiborrado de la bebida como parece, no ha de acordarse de la navaja hasta que esté ya tan lejos de aquí que tenga miedo de volver a buscarla solo y en un sitio como éste…; ¡gallina!
Unos minutos después el cuerpo del hombre asesinado, el cadáver envuelto en la manta, el féretro sin tapa y la sepultura abierta sólo tenían por testigo la luna. La quietud y el silencio reinaban de nuevo.
Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.
—¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! —murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento—. Ya no podré aguantar mucho.
El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior. Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo:
—Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará esto?
—Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca.
—¿De veras?
—Lo sé de cierto, Tom.
Tom meditó un rato, y prosiguió:
—¿Y quién va a decirlo? ¿Nosotros?
—¿Qué estás diciendo, Tom? Suponte que algo ocurre y que no ahorcasen a Joe el Indio: pues nos mataría, tarde o temprano; tan seguro como que estamos aquí.
—Eso mismo estaba yo pensando, Huck.
—Si alguien ha de contarlo, deja que sea Muff Potter, porque es lo bastante tonto para ello. Y, además, siempre está borracho.
Tom no contestó, siguió meditando. Al cabo, murmuró:
—Huck: Muff Potter no lo sabe. ¿Cómo va a decirlo?
—¿Por qué no va a saberlo?
—Porque recibió el golpazo cuando Joe el Indio lo hizo. ¿Crees tú que podía ver algo? ¿Se te figura que tiene idea de nada?
—Tienes razón. No había yo caído.
—Y, además, fíjate: puede ser que el trompazo haya acabado con él.
—No; eso no, Tom. Estaba lleno de bebida; bien lo vi yo, y además lo está siempre. Pues mira: cuando papá está lleno, puede ir uno y sacudirle en la cabeza con la torre de una iglesia, y se queda tan fresco. Él mismo lo dice. Pues lo mismo le pasa a Muff Potter, por supuesto. Pero si se tratase de uno que no estuviese bebido, puede ser que aquel estacazo lo hubiera dejado en el sitio. ¡Quién sabe!
Después de otro reflexivo silencio, dijo Tom:
—Huck, ¿estás seguro de que no has de hablar?
—No tenemos más remedio. Bien lo sabes. A ese maldito indio le importaría lo mismo ahogarnos que a un par de gatos, si llegásemos a soltar la lengua y a él no lo ahorcasen. Mira, Tom, tenemos que jurarlo. Eso es lo que hay que hacer: jurar que no hemos de decir palabra.
—Lo mismo digo, Huck. Eso es lo mejor. Dame la mano y jura que…
—¡No, hombre, no! Eso no vale para una cosa como ésta. Eso está bien para cosas de poco más o menos; sobre todo, para con chicas, porque, de todos modos, se vuelven contra uno y charlan en cuanto se ven en apuros; pero esto tiene que ser por escrito. Y con sangre.
Nada podía ser más del gusto de Tom. Era misterioso, y sombrío, y trágico; la hora, las circunstancias y el lugar donde se hallaban, eran los más apropiados. Cogió una tablilla de pino que estaba en el suelo, en un sitio donde alumbraba la luna, sacó un tejo del bolsillo y garrapateó con gran trabajo las siguientes líneas, apretando la lengua entre los dientes a inflando los carrillos en cada lento trazo hacia abajo, y dejando escapar presión en los ascendentes:
Huck Fin y
Tom Sawyer juran
que no han de decir
nada de esto y que
si dicen algo caigan
allí mismo muertos
y fenezcan.
No menos pasmado quedó Huckleberry de la facilidad con que Tom escribía que de la fluidez y grandiosidad de su estilo. Sacó en seguida un alfiler de la solapa y se disponía a pincharse un dedo, pero Tom le detuvo.
—¡Quieto! —le dijo—. No hagas eso. Los alfileres son de cobre y pueden tener cardenillo.
—¿Qué es eso?
—Veneno. Eso es lo que es. No tienes más que tragar un poco… y ya verás.
Tom quitó el hilo de una de sus agujas, y cada uno de ellos se picó la yema del pulgar y se la estrujó hasta sacar sendas gotas de sangre.
Con el tiempo, y después de muchos estrujamientos, Tom consiguió firmar con sus iniciales, usando la propia yema del dedo como pluma. Después enseñó a Huck la manera de hacer una H y una F, y el juramento quedó completo. Enterraron la tablilla junto al muro, con ciertas lúgubres ceremonias y conjuros, y el candado que se habían echado en las lenguas se consideró bien cerrado y la llave tirada a lo lejos.