El mayor tabú informativo de España es abordado por primera vez con una dureza sin precedentes en una biografía no autorizada que promete levantar ampollas. Desde la traición a su padre, a su papel en el 23-F, la construcción de una gran fortuna personal mediante dudosos negocios, a sus escándalos sexuales y su interferencia en la independencia de los tribunales.
Se trata de algo más de cuatrocientas páginas demoledoras, repletas de documentación y datos que repasan la historia reciente de España y la implicación Real en todos los oscuros asuntos de nuestro país: Mario Conde, GAL, KIO...
Patricia Sverlo
Un rey golpe a golpe
Biografía no autoriza de Juan Carlos de Borbón
ePUB v2.0
tagus05.07.02
Título original:
Un rey golpe a golpe
Patricia Sverlo
[1]
, 2000.
Editado por:
Ardi Beltza
[2]
Diseño/retoque portada: R. Azaug
Editor original: tagus v1.0, v2.0
ePub base v2.0
A todos los antifascistas que dieron su vida defendiendo la República y el poder surgido de las urnas en 1936, frente a los golpistas de Franco, que, con los años, nombraron como sucesor suyo a Juan Carlos I, actual rey de España
LA DESIGUALDAD COMO PRINCIPIO CONSTITUCIONAL
No hay ninguna excusa mejor que el pueblo. Se le invoca siempre para justificar los abusos de poder, al mismo tiempo que se señala a la soberanía popular como el paradigma a seguir. Pero es un simple juego de palabras demagógico e insultante. El poder actualmente establecido no es sino un botín de guerra —de la última—, que se ha sustanciado no en la lógica del derecho de los ciudadanos, sino en la de las instituciones imperantes que los convierten automáticamente en súbditos, vaciando de contenidos la aludida soberanía popular.
La autodenominada democracia «formal», que sólo tiene de «real» la imposición de la monarquía, es tan injusta, por mucho que ella misma se vista de legalidad, como cualquier sistema que mantenga la polarización del poder y la desigualdad en la sociedad (llámese monarquía, teocracia, república bananera, democracia orgánica o dictadura). Por ello, en la cruda realidad no ven más remedio que apelar al argumento del «menos malo de los sistemas políticos».
A lo largo de la historia los reyes han tenido el monopolio de las riquezas y las guerras; y los pueblos se han visto obligados a la pobreza, los levantamientos y las revoluciones. Puesto que la pobreza existe de manera manifiesta e irrevocable en la vida cotidiana, existen leyes, normas y usos de protocolo que distinguen y polarizan a las clases sociales. Incluso entre los representantes de las diferentes instituciones hay un orden de precedencia inapelable, que se hace ostensible y ejemplar en cada momento. El protocolo español se gestó en tiempos de Carlos I, inspirado en el uso del ducado de Borgoña, que ya era complejo y sofisticado en el siglo XIV. El tercer duque de Alba recibió el encargo de enseñárselo al príncipe de España, que después sería el rey Felipe I. Entre los objetivos de este protocolo estaba la creación «de una atmósfera casi divina en torno al soberano, que obligara a los súbditos a creer en el mito del monarca», cosa que encajaba perfectamente con el derecho divino de los reyes: «Todo poder viene de Dios y Dios lo deposita directamente en la persona regia».
Actualmente, las normas de protocolo que todavía siguen vigentes «obedecen todas, directa o indirectamente, a un mismo fundamento, esto es, a la desigualdad de los hombres». A diferencia de lo que suele acontecer con la generalidad de las normas jurídicas, las de protocolo se fundamentan esencialmente en tales desigualdades. No parece inexacto afirmar que, si todos los hombres fueran iguales, no podrían existir «normas de protocolo», tal como recoge Francisco López-Nieto y Malla, académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, en su libro
Legislación de Protocolo
. Es imposible decirlo más claro, ni con más autoridad. En consecuencia, podemos afirmar que el más desigual de todos los españoles es el rey, a quien además asiste el derecho constitucional de ser un irresponsable absoluto.
Según los artículos 56 y 64 de la Constitución española de 1978, la
norma normarum
, «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». El único responsable de sus acciones es el Gobierno, al margen del asunto del que se trate, ya sean actos públicos o privados («De los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden», dice el artículo 64). Esta norma anacrónica es incompatible con la idea de establecer un Tribunal Penal Internacional, cuyo estatuto de creación fue aprobado en Roma en 1998, y en el que está interesado el Estado español. Es inadmisible que haya sujetos impunes, con privilegios, inmunidades o eximentes de cualquier tipo.
La impunidad del rey recogida en la Constitución va todavía más allá de la inmunidad penal: supone que no se le investigue, que ni siquiera se hable de sus actividades irregulares o que presuntamente estén fuera de la ley, que no tenga que sentarse en procesos judiciales ni en el sitio de los testigos…
El rey Juan Carlos, por el hecho de no estar sometido a la ley, ni siquiera se rige por las mismas normas de la monarquía, que ni siquiera tienen por qué cumplirse: es válido que se siga el orden dinástico de sucesión, o no; aplicar o no la ley sálica, o la norma por la que el rey debe haber nacido en el territorio del Estado… Todo depende de lo que convenga en cada caso.
Pero las desigualdades institucionalizadas no son gratuitas, y sólo se pueden mantener por la violencia y la represión, también institucionales. Tradicionalmente, cuanto más grande es la distancia entre los extremos, más fuertes tienen que ser los medios coercitivos oficiales para perpetuarla. Para apuntalar las desigualdades existen poderes complementarios que, con diferentes argumentos, divinos o humanos, son los ejecutores inmediatos del sistema: la Iglesia, el aparato de propaganda institucional, las autoridades públicas… y, desde luego, las Fuerzas Armadas, que mantienen de manera evidente su propia estratigrafía piramidal de clases y poderes, y la aplican expeditivamente con la contundencia de los argumentos de guerra: a base de prisioneros, heridos y muertos.
En el Estado español, el sistema político establecido es la monarquía parlamentaria (de acuerdo con el artículo 1 de la Constitución), y lo garantizan las Fuerzas Armadas (artículo 8), cuyo mando supremo corresponde al rey (artículo 62). ¿Dónde está la soberanía popular, la libertad para ejercer el pluralismo político, si de cualquiera manera la república no tiene cabida? Si la voluntad popular se expresara en contra de esto, entonces los tres ejércitos, con el rey al frente, se encargarían de decidir con las armas y la Constitución en la mano cuál es el orden legal.
Así pues, el pueblo, o los diferentes pueblos del Estado, ejerce como puede sus supuestas potestades democráticas. ¿Cómo es posible ejercer en estas condiciones la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político a que también hace referencia el artículo 1?
La desigualdad monárquica no es más que una versión moderna de la filosofía del poder. La Constitución reconoce en primer lugar los privilegios reales, y después habla de la igualdad de todo el mundo ante la ley. No tiene ni pies ni cabeza desde el punto de vista lógico. Se puede hacer un paralelismo con algunas palabras del monarca, a veces materializadas en párrafos —quién sabe quién las escribió realmente— dignos de ser recogidos en la antología «nacional» del disparate, como éste del discurso del día de la Hispanidad de 1983, repleto de contradicciones: «Los Reyes Católicos crearon un Estado moderno, fundamentado en las ideas de unidad y de libertad, es decir, del derecho a la diversidad. Para ello no dudaron en reducir a los que alzaban sobre los intereses nacionales sus egoísmos y sus pequeños intereses de campanario, derribando, cuando fuera preciso, sus castillos».
La monarquía como sistema político
El dominio de un rey tiende a lo absoluto por su propia filosofía; por ello, previsoramente, se le fijan límites y símbolos de representación dentro de los cánones establecidos por la oligarquía. Del poder político actual del monarca se dice que sólo tiene un valor representativo, que su papel se limita a ser algo así como un embajador del Estado en el extranjero, con la ventaja de que nos ahorramos las elecciones a presidente de la república… Y, sobre todo, se destaca que el Rey es símbolo de la unidad y permanencia de la patria. Sin embargo, ¿hace falta explicar que la España «una, grande y libre» es anterior a la instauración de la monarquía? La unidad «de la Patria» como principio irrenunciable y sagrado responde a causas que tienen mucho más que ver con el reparto de poderes, que con una monarquía que a lo largo de los siglos ha visto cómo las fronteras del Estado variaban sin que esto la afectara demasiado. La simbología de la Corona, si prestamos atención a lo que establece la Constitución de 1978, se corresponde más con un sistema político concreto, unido con un cemento legal, que en lo fundamental tampoco se diferencia demasiado del Régimen anterior.
La novedad de la instauración de la monarquía de Juan Carlos y su Constitución es que se establecieron nuevos principios de control político interno de la soberanía, más de acuerdo con los tiempos (como el artículo 68, que describe el sistema electoral proporcional para impedir el acceso a las instituciones de grupos no deseados; o el 38, que ensalza la «libertad de empresa» o la «economía de mercado», elevándolas a rango constitucional).
Además, se institucionalizó una España europea, otánica y global. Con la peculiar manera de entender el nacionalismo español por parte de los padres de la Carta Magna, no se hizo caso a las cuestiones que garantizarían la independencia de España frente a influencias o injerencias de otros países o centros de poder. En este sentido, se siguió una línea que sólo es comparable a la de las leyes que los aliados impusieron tras la Segunda Guerra Mundial a los estados vencidos, Alemania e Italia. Se ha dejado al pueblo supuestamente soberano sin derecho de autodeterminación, frente a una mayoría coyuntural del Congreso que podría ceder, a través de tratados internacionales, competencias propias de la soberanía popular en todo lo correspondiente a los ámbitos militar y político, sin que sea obligatoria la aprobación ciudadana (artículo 93). El Parlamento puede aprobar la firma de un tratado que obligue a modificar leyes propias en cualquier materia, y las leyes internacionales siempre prevalecerán sobre las españolas en caso de contradicción. Para los tratados que afecten a cuestiones económicas, incluso se prescinde del trámite de tener que ser aprobados por las Cortes. Un gobierno puede ceder, o abandonar, o dejar en concesión a entidades extranjeras, sectores neurálgicos del patrimonio económico común, sin el menor asomo de problema.