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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (9 page)

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Juan Carlos, siempre animado por sus consejeros franquistas, tampoco ahorraba esfuerzos. Tenía claro que, en aquel momento, le interesaba ganarse a la derecha. Después de obtener el puesto de alférez de fragata y pasar a la Academia de Aviación de San Javier en Murcia, en 1958 se decidió a participar por primera vez en las celebraciones del día de Victoria, y desfiló delante del Caudillo como cadete. Pero no fue un camino de rosas. Por primera vez el recorrido se llenó de pancartas: «¡No queremos reyes idiotas!», «¡Franco sí, el principito no!». Eran los falangistas y los carlistas quienes, en los alrededores del desfile, provocaron barullos en la calle, frente a juancarlistas y también juanistas, que había para todos los gustos y de todos los colores. Debió de ser desagradable para él, pero Juan Carlos, como su padre, tampoco estaba dispuesto a tirar la toalla.

Con este ansia de aproximarse al poder que siempre le había caracterizado, continuó insistiendo con los falangistas, y pocos días después acudió a depositar una corona de flores a la prisión de Alicante, donde en 1936 había sido fusilado José Antonio, fundador de la Falange.

A continuación le tocaba mover ficha a Don Juan. Cuando Juan Carlos acabó los estudios militares (de manera poco brillante desde el punto de vista académico, como era habitual en él), el conde de Barcelona quiso demostrar que seguía teniendo autoridad sobre su hijo. Así pues, le retiró de España, esperando que Franco aceptara una nueva entrevista pública. Se abría la fase de negociación en torno a los estudios universitarios del chico.

En principio estaba previsto que estos estudios se llevaran a cabo en Salamanca, para lo cual se había buscado piso al príncipe, porque a Don Juan el palacio de Monterrey que le ofrecían los duques de Alba le pareció excesivo. Se había configurado un programa semi-privado de dos años de duración para el que no pensaban hacer venir a profesores de otras universidades, porque las asignaturas que cursaría eran básicas en todos los casos y no hacía falta especialistas.

Pero Don Juan sólo jugaba a aflojar la cuerda para volver a dar breves tirones. De pronto todo se complicó en el último momento, con Don Juan encabronado por una reunión que Franco y su hijo habían tenido el 15 de diciembre, muy afectuosa, en la que Franco había comentado al príncipe las dificultades que encontraría en la universidad, acostumbrado como estaba al ambiente militar.

Don Juan dijo «no» a Salamanca cuando faltaban 15 días para que empezaran los cursos programados. Y dando bandazos a izquierda y derecha, puso como excusa que era intolerable la presencia de ayudantes militares (bandazo a la derecha), a la vez que consideraba un inconveniente grave la presencia de profesores como Tierno Galván en Salamanca (bandazo a la izquierda). Al duque de La Torre, que entonces era el preceptor del príncipe, aquello no le gustó ni un pelo. Se quejó del hecho de que Don Juan le hiciera quedar como un idiota, como si hubiera engañado a todo el mundo: se habían hecho gastos, los profesores ya estaban contratados, los programas hechos, la organización de actividades establecida… Después de una agria entrevista con el conde y sus colaboradores en Estoril, dimitió el diciembre de 1959, lamentándose con amargura por el hecho de le habían dejado a un lado tras «conseguir los tres despachos oficiales para el príncipe», cosa que, por el tono en que lo dijo, no le había resultado fácil.

Tras perder un curso entero, en marzo de 1960 Don Juan consiguió tener un nuevo encuentro con el dictador en Las Cabezas, un encuentro tan deseado como breve. Duró poco más de una hora, tiempo durante el cual debieron hablar sin cesar, yendo al grano con discreción para establecer que Juan Carlos residiría en la Casita de Arriba del Escorial. Algunas personas, como hacía falta esperar, habían apostado decididamente por la Universidad de Navarra, la del Opus Dei. Pero no ganaron.

Al final se adoptó una solución intermedia: estudiaría cursos especiales, sólo para él, con un equipo de profesores universitarios dirigido por Torcuato Fernández Miranda. El equipo base era un conglomerado con un cierto equilibrio entre hombres del Opus Dei, de Franco y de Don Juan, entre los cuales estaban Jesús Pabón, Antonio Fontán y García Valdecasas; y, para algunas clases ocasionales, Martí de Riquer, Laureano López Rodó y Enrique Fuentes Quintana, entre otros.

Además, para revestir de oficialidad el plan de estudios, el príncipe asistiría a algunas clases en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense.

Tras el comunicado oficial sobre la entrevista en Las Cabezas, Don Juan se volvió a enfadar momentáneamente y amenazó con la Universidad de Lovaina. Pero sólo fue un golpe de efecto y Juan Carlos se trasladó a la Casita de Arriba de El Escorial según lo acordado. Era un palacete que Franco se había hecho construir por si le hacía falta refugiarse durante la Segunda Guerra Mundial.

Tenía un salón, un comedor, tres dormitorios y un despacho. Eso era todo, pero contaba con una red de comunicaciones ultramodernas y estaba construida a prueba de bombas.

Torcuato Fernández Miranda era el más asiduo visitante. Iba a la Casita todos las mañanas para darle clases de Derecho Político. Se sentaba delante de Juan Carlos sin papeles, sin notas, y le hablaba durante horas. «¿No me vas a traer libros?», le preguntaba el príncipe. «Vuestra Alteza no los necesita», le explicó Fernández Miranda. Y entre ellos fue naciendo una gran amistad. También fue una calurosa etapa con respecto a las relaciones entre Franco y el príncipe. Se veían con asiduidad, sólo para hablar, y Franco le miraba con ternura y le contaba batallitas de África.

Pero fuera de la Casita del Escorial, el mundo seguía girando. Juan Carlos lo comprobó un poco más tarde, cuando tuvo que representar el papel de estudiante en la Complutense. Desde finales de los años cincuenta las luchas estudiantiles se habían recrudecido en las universidades, que muchas veces eran focos de grandes agitaciones. Y el príncipe fue acogido como era de esperar. Cuando el 19 de octubre de 1960 entró por primera vez en el vestíbulo de la Facultad de Derecho, lo recibieron con gritos ensordecedores de «¡Fuera el principe Sissí!, ¡Abajo el príncipe tonto!, ¡No queremos reyes idiotas!». En este contexto, no se trataba tan sólo de grupos de falangistas y carlistas. Juan Carlos tuvo que irse por donde había venido, y volvió a su Casita del Escorial. Durante varios días, en lugar de disminuir, la tensión fue creciendo. Encontrar una solución al problema no era sencillo.

Entonces se recurrió a las JUME (Juventudes Monárquicas Españolas). Su líder, Luis María Ansón, consiguió negociar con la Falange Universitaria que presidía Alberto Martínez Lacaci. E incluso, dice Ansón, con la ASU (Asociación Socialista Universitaria), y con la célula comunista clandestina, aunque con estos «negociaban» directamente los grises de Franco a base de estacazos y detenciones. Fuera como fuese, las JUME alcanzaron un acuerdo con los falangistas, unos cuantos meses después, para que dejaran asistir al príncipe a clase como un estudiante más. Y con los más reticentes, sobre todo un grupo minoritario de carlistas irreductibles, se probaron otras técnicas: el 31 de octubre los jóvenes monárquicos desplegaron todos sus efectivos en la Universidad y rodearon a los alborotadores. Al final, consiguieron que Juan Carlos entrara en la Facultad sin gritos ni alborotos. De todos modos, los 39 estudiantes de la oposición de izquierdas (entre cuyas filas —hace ya tantos años— estaban gente como Nicolás Sartorius y Pilar Miró) continuaron saliendo del aula en el momento en que entraba Juan Carlos, en señal de protesta.

Pero las protestas en la Ciudad Universitaria, con grises o con monárquicos actuando como fuerzas del orden público, no eran la única fuente de preocupación para los franquistas en aquellos años, por mucho que Juan Carlos no se enterase prácticamente de nada. También se habían puesto en marcha proyectos nacionalistas renovados en Cataluña y el País Vasco, que desafiaban directamente la tradición centralista secular del franquismo. Y, lo más importante en cuanto a los conflictos sociales, las luchas obreras, en febrero de 1961, celebraron por primera vez desde 1939 una huelga prolongada en la cuenca minera de Asturias, de proporciones masivas y reprimida duramente por el Gobierno, del cual era entonces ministro Manuel Fraga.

Todo aquello preocupaba mucho a Washington. España continuaba siendo una de las dictaduras protegidas por los Estados Unidos (junto con la de Salazar en Portugal, Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Chiang Kai-shek en Taiwan y «potencialmente» en Vietnam).

Pero en lugar de plantearse una «intervención paramilitar indirecta», cosa que de hecho le pasó por la cabeza en estos años agitados, la CIA empezó a pensar, para este rincón del planeta, en una pequeña apertura democratizadora calculada. Por aquí iban precisamente los tiros de los tecnócratas del Opus y de esto trataban los miembros del Gobierno franquista con los representantes del centro de inteligencia norteamericano en sus reuniones en Madrid, tras las cuales le transmitieron a Franco el interés de la institución yanqui por conseguir que nuestro Estado tolerara primero, y después legalizara, al menos dos partidos: uno socialdemócrata y otro demócrata-cristiano. El hecho de que uno fuera demócrata y el otro republicano, a imitación del modelo yanqui, tampoco era el caso, puesto que se trataba de mantener el control sobre el poder. La CIA creía que con estas actividades cumplía el deber de prever el futuro, porque si no era así, tras el Régimen débil vendría el caos y después de éste el comunismo.

Los planes de reforma, sin embargo, aun cuando el mismo Franco se hallaba muy al tanto, todavía estaban muy verdes, y entonces en junio de 1962 la oposición decidió acelerarlos celebrando el IV Congreso del Movimiento Europeo. En el famoso «Contubernio de Múnich», arrastrados por la oleada que anunciaba cambios posibles, se reunieron monárquicos liberales, demócrata-cristianos, socialistas, socialdemócratas, nacionalistas vascos y catalanes.., bajo la autoridad de Salvador de Madariaga que, al acabar la reunión, afirmó: «Hoy ha terminado la Guerra Civil». Uno de los que más se lo creyó fue Don Juan, que ya hacía tiempo que estaba en un segundo plano mientras su hijo ofrecía espectáculos gratuitos en directo a los estudiantes de la Complutense de Madrid. Aquí vio una oportunidad y, aunque no fue a Múnich personalmente, sí envió a representantes para hablar con varios partidos, que le transmitieron —probablemente entre otras novedades que le interesaban— que el PSOE, en concreto, si la Corona conseguía establecer pacíficamente una verdadera democracia, apoyaría lealmente a la monarquía. Franco no estaba preparado para aquello. Tuvo una reacción mucho más agresiva de lo que el conde de Barcelona podría haber esperado. Se le encendió la sangre y se dedicó a enchironar, deportar o exiliar a los asistentes con el mismo encarnizamiento que siempre había demostrado respecto a sus enemigos. El asunto de los planes de apertura había sido una broma, de lo cual Don Juan se dio cuenta demasiado tarde. Rápidamente, el presidente del consejo privado, José Maria Pemán, acompañado del secretario Valdecasas, visitó a Don Juan y, entre todos, redactaron una nota: El conde de Barcelona nada supo de las reuniones de Múnich hasta después de ocurridas … Si alguno de los asistentes formaba parte de su Consejo, había quedado con este acto fuera de él. Una vez más, los coqueteos con la oposición le habían salido mal.

Un Toisón para Franco

Don Juan no quiso hacer enfadar demasiado a Franco y aprovechó su invitación oficial al casamiento de Juan Carlos, en septiembre de 1961, para ofrecerle el Toisón de Oro. Laureano López Rodó le había transmitido sutilmente que al Caudillo le gustaría recibirlo, y era un detalle que en aquel preciso momento le pareció muy oportuno al conde de Barcelona. Le envió una carta en la que le decía que tenía firmemente decidido que el primer español a quien otorgaría el Toisón sería el Generalísimo Franco.

La Orden del Toisón de Oro había sido creada en Bruges por Felipe Bono, duque de Borgoña, en 1426. El documento que la instituyó establecía que se concedería por tres causas: «La primera, para honrar a los antiguos caballeros que por sus altos y nobles hechos son dignos de recomendación. La segunda, a fin de que aquéllos que al presente son fuertes y robustos de cuerpo y se ejercitan cada día en hazañas pertenecientes a la caballería, tengan motivo de continuarlas de bien en mejor; y la tercera a fin de que los caballeros y nobles que vieren quitar la insignia […] se animen a emplearse aún mejor que ellos en nobles hechos». Siguiendo las normas de la tradición, Don Juan explicó por carta a Franco que, a él en concreto, se lo concedía como «expresión del reconocimiento por parte de la Dinastía de los altos servicios prestados por V. E. a España a lo largo de toda su vida de soldado y hombre público», incluyendo expresamente los merecimientos «del General victorioso en una guerra que antes que civil lo fue contra el comunismo internacional» , junto con «la gratitud al gobernante». Era una bajada de pantalones en toda regla por parte del pretendiente al trono, una más de tantas… Pero Franco lo rechazó de manera seca, diciéndole textualmente: «Deberíais pedir información histórica sobre la materia».

La condecoración, que consistía en un gran collar de veinticuatro eslabones dobles entrelazados con piedras preciosas, del cual colgaba el Toisón o Vellón, de oro esmaltado, tiene un origen dudoso sobre el que los historiadores no se ponen de acuerdo. Circulan diversas versiones, que seguro que Franco conocía. Según la más curiosa, Felipe Bono, entrando un día en el secreto excusado de su dama, encontró un rizado y rubio fleco, o mata de cabellos, impensada casualidad que fue motivo para que, ruborizada la dama y notando los presentes que acompañaban al duque su desconcierto, no disimularan la risa. Y por hacer misterio del caso y castigar tácitamente la poca modestia y menos disimulo de los circunstantes, el duque hizo juramento de que, de idéntica manera que había causado tanto rubor y vergüenza a la dama, había de ser el mayor lustre y honor de la más insigne nobleza. Y así instituyó la Orden, cuyo collar representaría el «vellón» de la dama. Aunque también pudiera representar, según otra de las leyendas, los cabellos de sus veinticuatro amantes o amistades (que algunas fuentes mencionan con los nombres completos: Marie van Cronbrugge, Thèrèse Stalports Vander Wiele, Joséphine Henriette, etc), juntos y entrelazados, que él les quitaba a cada una e iba coleccionando, y que solía traer colgado del cuello como lazo de amor.

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