Las aventuras de Tom Sawyer (21 page)

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Authors: Mark Twain

Tags: #Aventuras

BOOK: Las aventuras de Tom Sawyer
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—¡Qué gusto! ¡Ojalá lo fuera yo! ¿A quién robaba?

—Únicamente a los
sheriff
y obispos y a los ricos y reyes y gente así. Nunca se metía con los pobres. Los quería mucho. Siempre iba a partes iguales con ellos, hasta el último centavo.

—Bueno, pues debía de ser un hombre con toda la barba.

—Ya lo creo. Era la persona más noble que ha habido nunca. Podía a todos los hombres de Inglaterra con una mano atada atrás; y cogía su arco de tejo y atravesaba una moneda de diez centavos, sin marrar una vez, a milla y media de distancia.

—¿Qué es un arco de tejo?

—No lo sé. Es una especie de arco, por supuesto. Y si daba a la moneda nada más que en el borde, se tiraba al suelo y lloraba, echando maldiciones. Jugaremos a Robin Hood; es muy divertido. Yo te enseñaré.

—Conforme.

Jugaron, pues, a Robin Hood toda la tarde, echando de vez en cuando una ansiosa mirada a la casa de los duendes y hablando de los proyectos para el día siguiente y de lo que allí pudiera ocurrirles. Al ponerse el sol emprendieron el regreso por entre las largas sombras de los árboles y pronto desaparecieron bajo las frondosidades del monte Cardiff.

El sábado, poco después de mediodía, estaban otra vez junto al árbol seco. Echaron una pipa, charlando a la sombra, y después cavaron un poco en el último hoyo, no con grandes esperanzas y tan sólo porque Tom dijo que había muchos casos en que algunos habían desistido de hallar un tesoro cuando ya estaban a dos dedos de él, y después otro había pasado por allí y lo había sacado con un solo golpe de pala. La cosa falló esta vez, sin embargo; así es que los muchachos se echaron al hombro las herramientas y se fueron, con la convicción de que no habían bromeado con la suerte, sino que habían llenado todos los requisitos y ordenanzas pertinentes al oficio de cazadores de tesoros.

Cuando llegaron a la casa encantada había algo tan fatídico y medroso en el silencio de muerte que allí reinaba bajo el sol abrasador, y algo tan desalentador en la soledad y desolación de aquel lugar, que por un instante tuvieron miedo de aventurarse dentro. Después, se deslizaron hacia la puerta y atisbaron, temblando, el interior. Vieron una habitación en cuyo piso, sin pavimento, crecía la hierba y con los muros sin revocar; una chimenea destrozada, las ventanas sin cierres y una escalera ruinosa; y por todas partes telas de araña colgantes y desgarradas. Entraron de puntillas, latiéndoles el corazón, hablando en voz baja, alerta el oído para atrapar el más leve ruido y con los músculos tensos y preparados para la huida.

A poco la familiaridad aminoró sus temores y pudieron examinar minuciosamente el lugar en que estaban, sorprendidos y admirados de su propia audacia. En seguida quisieron echar una mirada al piso de arriba. Subir era cortarse la retirada, pero se azuzaron el uno al otro y eso no podía tener más que un resultado: tiraron las herramientas en un rincón y subieron. Allí había las mismas señales de abandono y ruina. En un rincón encontraron un camaranchón que prometía misterioso; pero la promesa fue un fraude: nada había allí. Estaban ya rehechos y envalentonados. Se disponían a bajar y ponerse al trabajo cuando…

—¡Chist! —dijo Tom.

—¿Qué? ¡Ay Dios! ¡Corramos!

—Estate quieto, Huck. No te muevas. Vienen derechos hacia la puerta.

Se tendieron en el suelo, con los ojos pegados a los resquicios de las tarimas, y esperaron en una agonía de espanto.

—Se han parado… No, vienen… Ahí están. No hables, Huck. ¡Dios, quién se viera lejos!

Dos hombres entraron. Cada uno de los chicos se dijo a sí mismo:

—Ahí está el viejo español sordomudo que ha andado una o dos veces por el pueblo estos días; al otro no lo he visto nunca.

«El otro» era un ser haraposo y sucio y de no muy atrayente fisonomía. El español estaba envuelto en un sarape; tenía unas barbas blancas y aborrascadas, largas greñas, blancas también, que le salían por debajo del ancho sombrero, y llevaba anteojos verdes. Cuando entraron, «el otro» iba hablando en voz baja. Se sentaron en el suelo, de cara a la puerta y de espaldas al muro, y el que llevaba la palabra continuó hablando. Poco a poco sus ademanes se hicieron menos cautelosos y más audibles sus palabras.

—No —dijo—. Lo he pensado bien y no me gusta. Es peligroso. ¡Peligroso! —refunfuñó el español «sordomudo», con gran sorpresa de los muchachos—. ¡Gallina!

Su voz dejó a aquéllos atónitos y estremecidos. ¡Era Joe el Indio! Hubo un largo silencio; después dijo Joe:

—No es más peligroso que el golpe de allá arriba, y nada nos vino de él.

—Eso es diferente. Tan lejos río arriba y sin ninguna otra casa cerca. Nunca se podría saber que lo habíamos intentado si nos fallaba.

—Bueno; ¿y qué cosa hay de más peligro que venir aquí de día? Cualquiera que nos viese sospecharía.

—Ya lo sé. Pero no había ningún otro sitio tan a la mano después de aquel golpe idiota. Yo quiero irme de esta conejera. Quise irme ayer pero de nada servía tratar de asomar fuera la oreja con aquellos condenados chicos jugando allí en lo alto, frente por frente.

Los «condenados chicos» se estremecieron de nuevo al oír esto, y pensaron en la suerte que habían tenido el día antes en acordarse de que era viernes y dejarlo para el siguiente. ¡Cómo se dolían de no haberlo dejado para otro año! Los dos hombres sacaron algo de comer y almorzaron. Después de una larga y silenciosa meditación dijo Joe el Indio:

—Óyeme, muchacho: tú te vuelves río arriba a tu tierra. Esperas allí hasta que oigas de mí. Yo voy a arriesgarme a caer por el pueblo nada más que otra vez, para echar una mirada por allí. Daremos el golpe «peligroso» después de que yo haya atisbado un poco y vea que las cosas se presentan bien. Después, ¡a Texas! Haremos el camino juntos.

Aquello parecía aceptable. Después los dos empezaron a bostezar, y Joe dijo:

—Estoy muerto de sueño. A ti te toca vigilar.

Se acurrucó entre las hierbas y a poco empezó a roncar. Su compañero le hurgó para que guardase silencio. Después el centinela comenzó a dar cabezadas, bajando la cabeza cada vez más, y a poco rato los dos roncaban a la par.

Los muchachos respiraron satisfechos.

—¡Ahora es la nuestra! —murmuró Tom—. ¡Vámonos!

—No puedo —respondió Huck—: me caería muerto si se despertasen.

Tom insistía; Huck no se determinaba. Al fin Tom se levantó, lentamente y con gran cuidado, y echó a andar solo. Pero al primer paso hizo dar tal crujido al desvencijado pavimento, que volvió a tenderse en el suelo anonadado de espanto. No osó repetir el intento. Allí se quedaron contando los interminables momentos, hasta parecerles que el tiempo ya no corría y que la eternidad iba envejeciendo; y después notaron con placer que al fin se estaba poniendo el sol.

En aquel momento cesó uno de los ronquidos. Joe el Indio se sentó, miró alrededor y dirigió una aviesa sonrisa a su camarada, el cual tenía colgando la cabeza entre las rodillas. Le empujó con el pie, diciéndole:

—¡Vamos! ¡Vaya un vigilante que estás hecho! Pero no importa; nada ha ocurrido.

—¡Diablo! ¿Me he dormido?

—Unas miajas. Ya es tiempo de ponerse en marcha, compadre. ¿Qué vamos a hacer con lo poco de pasta que nos queda?

—No sé qué te diga; me parece que dejarla aquí como siempre hemos hecho. De nada sirve que nos lo llevemos hasta que salgamos hacia el Sur. Seiscientos cincuenta dólares en plata pesan un poco para llevarlos.

—Bueno; está bien…; no importa volver otra vez por aquí.

—No; pero habrá que venir de noche, como hacíamos antes. Es mejor.

—Sí, pero mira: puede pasar mucho tiempo antes de que se presente una buena ocasión para este golpe; pueden ocurrir accidentes, porque el sitio no es muy bueno. Vamos a enterrarlo de verdad y a enterrarlo hondo.

—¡Buena idea! —dijo el compinche; y atravesando la habitación de rodillas, levantó una de las losas del fogón y sacó un talego del que salía un grato tintineo. Extrajo de él veinte o treinta dólares para él y otros tantos para Joe, y entregó el talego a éste, que estaba arrodillado en un rincón, haciendo un agujero en el suelo con su cuchillo.

En un instante olvidaron los muchachos todos sus temores y angustias. Con ávidos ojos seguían hasta los menores movimientos. ¡Qué suerte! ¡No era posible imaginar aquello! Seiscientos dólares era dinero sobrado para hacer ricos a media docena de chicos. Aquello era la casa de tesoros bajo los mejores auspicios: ya no habría enojosas incertidumbres sobre dónde había que cavar. Se hacían guiños a indicaciones con la cabeza: elocuentes signos fáciles de interpretar porque no significaban más que esto: «Dime, ¿no estás contento de estar aquí?».

El cuchillo de Joe tropezó con algo.

—¡Hola! —dijo aquél.

—¿Qué es eso? —preguntó su compañero.

—Una tabla medio podrida… No; es una caja. Echa una mano y veremos para qué está aquí. No hace falta: le he hecho un boquete.

Metió por él la mano y la sacó en seguida.

—¡Cristo! ¡Es dinero!

Ambos examinaron el puñado de monedas. Eran de oro. Tan sobreexcitados como ellos estaban los dos rapaces allá arriba, y no menos contados.

El compañero de Joe dijo:

—Esto lo arreglaremos a escape. Aquí hay un pico viejo entre la broza, en el rincón, al otro lado de la chimenea. Acabo de verlo.

Fue corriendo y volvió con el pico y la gala de los muchachos. Joe el Indio cogió el pico, lo examinó minuciosamente, sacudió la cabeza, murmuró algo entre dientes y comenzó a usarlo.

En un momento desenterró la caja. No era muy grande y estaba reforzada con herrajes, y había sido muy recia antes de que el lento pasar de los años la averiase. Los dos hombres contemplaron el tesoro con beatífico silencio.

—Compadre, aquí hay miles de dólares —dijo Joe el Indio.

—Siempre se dijo que los de la cuadrilla de Murrel anduvieron por aquí un verano —observó el desconocido.

—Ya lo sé —dijo Joe—, y esto tiene traza de ser cosa de ellos.

—Ahora ya no necesitarás dar aquel golpe.

El mestizo frunció el ceño.

—Tú no me conoces —dijo—. Por lo menos no sabes nada del caso. No se trata sólo de un robo: es una venganza —y un maligno fulgor brilló en sus ojos—. Necesitaré que me ayudes. Cuando esté hecho…, entonces, a Texas. Vete a tu casa con tu parienta, y tus chicos, y estate preparado para cuando yo diga.

—Bueno, si tú lo dices. ¿Qué haremos con esto? ¿Volverlo a enterrar?

—Sí.
(Gran júbilo en el piso de arriba)
. No, ¡de ningún modo!, ¡no!
(Profundo desencanto en lo alto)
. Ya no me acordaba. Ese pico tiene pegada tierra fresca.
(Terror en los muchachos)
. ¿Qué hacían aquí esa pala y ese pico? ¿Quién los trajo aquí… y dónde se ha ido el que los trajo? ¡Qué! ¿Enterrarlo aquí y que vuelvan y vean el piso removido? No en mis días. Lo llevaremos a mi cobijo.

—¡Claro que sí! Podíamos haberlo pensado antes. ¿Piensas que al número uno?

—No, al número dos, debajo de la cruz. El otro sitio no es bueno…, demasiado conocido.

—Muy bien. Ya está casi lo bastante oscuro para irnos.

Joe el Indio fue de ventana en ventana atisbando cautelosamente. Después dijo:

—¿Quién podrá haber traído aquí esas herramientas? ¿Te parece que puedan estar arriba?

Los muchachos se quedaron sin aliento… Joe el Indio puso la mano sobre el cuchillo, se detuvo un momento, indeciso, y después dio media vuelta y se dirigió a la escalera. Los chicos se acordaron del camaranchón, pero estaban sin fuerzas, desfallecidos. Los pasos crujientes se acercaban por la escalera… La insufrible angustia de la situación despertó sus energías muertas, y estaban ya a punto de lanzarse hacia el cuartucho, cuando se oyó un chasquido y el derrumbamiento de maderas podridas, y Joe el Indio se desplomó, entre las ruinas de la escalera. Se incorporó, echando juramentos, y su compañero le dijo.

—¿De qué sirve todo eso? Si hay alguien y está allá arriba, que siga ahí, ¿qué nos importa? Si quiere bajar y buscar camorra, ¿quién se lo impide? Dentro de quince minutos es de noche…, y que nos sigan si les apetece; no hay inconveniente. Pienso yo que quienquiera que trajo estas cosas aquí nos echó la vista y nos tomó por trasgos o demonios, o algo por el estilo. Apuesto a que aún no ha acabado de correr.

Joe refunfuñó un rato, después convino con su amigo en que lo poco que todavía queda de claridad debía aprovecharse en preparar las cosas para la marcha. Poco después se deslizaron fuera de la casa, en la oscuridad, cada vez más densa, del crepúsculo, y se encaminaron hacia el río con su preciosa caja.

Tom y Huck se levantaron desfallecidos, pero enormemente tranquilizados, y los siguieron con la vista a través de los resquicios por entre los troncos que formaban el muro. ¿Seguirlos? No estaban para ello. Se contentaron con descender otra vez a tierra firme, sin romperse ningún hueso, y tomaron la senda que llevaba al pueblo por encima del monte. Hablaron poco; estaban harto ocupados en aborrecerse a sí mismos, en maldecir la mala suerte que les había hecho llevar allí el pico y la pala. A no ser por eso, jamás hubiera sospechado Joe. Allí habría escondido el oro y la plata hasta que, satisfecha su «venganza», volviera a recogerlos, y entonces hubiera sufrido el desencanto de encontrarse con que el dinero había volado. ¡Qué mala suerte haber dejado allí las herramientas! Resolvieron estar en acecho para cuando el falso español volviera al pueblo buscando la ocasión para realizar sus propósitos de venganza, y seguirle hasta el «número dos», fuera aquello lo que fuera. Después se le ocurrió a Tom una siniestra idea:

—¿Venganza? —dijo—. ¿Y si fuera de nosotros, Huck?

—¡No digas eso! —exclamó Huck, a punto de desmayarse.

Discutieron el asunto, y para cuando llegaron al pueblo se habían puesto de acuerdo en creer que Joe pudiera referirse a algún otro, o al menos que sólo se refería a Tom, puesto que él era el único que había declarado.

¡Menguado consuelo era para Tom verse solo en el peligro! Estar en compañía hubiera sido una positiva mejora, pensó.

Capítulo XXVII

La aventura de aquel día obsesionó a Tom durante la noche, perturbando sus sueños. Cuatro veces tuvo en las manos el rico tesoro y cuatro veces se evaporó entre sus dedos al abandonarle el sueño y despertar a la realidad de su desgracia. Cuando, despabilado ya, en las primeras horas de la madrugada recordaba los incidentes del magno suceso le parecían extrañamente amortiguados y lejanos, como si hubieran ocurrido en otro mundo o en un pasado remoto. Pensó entonces que acaso la gran aventura no fuera sino un sueño. Había un decisivo argumento en favor de esa idea, a saber: que la cantidad de dinero que había visto era demasiado cuantiosa para tener existencia real. Jamás habían visto sus ojos cincuenta dólares juntos, y, como todos los chicos de su edad y de su condición, se imaginaba que todas las alusiones a «cientos» y a «miles» no eran sino fantásticos modos de expresión y que no existían tales sumas en el mundo. Nunca había sospechado, ni por un instante, que cantidad tan considerable como cien dólares pudiera hallarse en dinero contante en posesión de nadie. Si se hubieran analizado sus ideas sobre tesoros escondidos se habría visto que consistían éstos en un puño de monedas reales y una fanega de otras vagas, maravillosas, impalpables.

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