Todos estaban dispuestos. Se buscaron paquetes de bujías y en seguida todo el mundo se puso en marcha monte arriba. La boca de la cueva estaba en la ladera, y era una abertura en forma de A. La recia puerta de roble estaba abierta. Dentro había una pequeña cavidad, fría como una cámara frigorífica, construida por la Naturaleza con sólidos muros de roca caliza que rezumaba humedad, como un sudor frío. Era romántico y misterioso estar allí en la profundidad sombría y ver allá fuera el verde valle resplandeciente de sol. Pero lo impresionante de la situación se disipó pronto y el alboroto se reanudó en seguida. En el momento en que cualquiera encendía una vela todos se lanzaban sobre él, se tramaba una viva escaramuza de ataque y defensa, hasta que la bujía rodaba por el suelo o quedaba apagada de un soplo, entre grandes risas y nuevas repeticiones de la escena. Pero todo acaba, y al fin la procesión empezó a subir la abrupta cuesta de la galería principal, y la vacilante hilera de luces permitía entrever los ingentes muros de roca casi hasta el punto en que se juntaban a veinte metros de altura. Esta galería principal no tenía más de tres o cuatro metros de ancho. A cada pocos pasos otras altas resquebrajaduras, aun más angostas, se abrían por ambos lados, pues la Cueva de MacDougal no era sino un vasto laberinto de retorcidas galerías que se separaban unas de otras, se volvían a encontrar y no conducían a parte alguna. Se decía que podía uno vagar días y noches por la intrincada red de grietas y fisuras sin llegar nunca al término de la cueva, y que se podía bajar y bajar a las profundidades de la tierra y por todas partes era lo mismo: un laberinto debajo del otro y todos ellos sin fin ni término. Nadie
se sabía la caverna
. Era cosa imposible. La mayor parte de los muchachos conocía sólo un trozo, y no acostumbraba a aventurarse mucho más allá de la parte conocida. Tom Sawyer sabía tanto como cualquier otro.
La comitiva avanzó por la galería principal como tres cuartos de milla, y después grupos y parejas fueron metiéndose por las cavernas laterales, correteando por las tétricas galerías para sorprenderse unos a otros en las encrucijadas donde aquéllas se unían. Unos grupos podían eludir la persecución de los otros durante más de media hora sin salir del terreno conocido.
Poco a poco, un grupo tras otro, fueron llegando a la boca de la cueva, sin aliento; cansados de reír, cubiertos de la cabeza a los pies de goterones de esperma, manchados de barro y encantados de lo que se habían divertido. Se quedaban todos sorprendidos de no haberse dado cuenta del transcurso del tiempo y de que ya la noche se viniera encima. Hacía media hora que la campana del barco los estaba llamando; pero, aquel final de las aventuras del día les parecía también novelesco y romántico y, por consiguiente, satisfactorio. Cuando el vapor, con su jovial y ruidoso cargamento, avanzó en la corriente, a nadie importaba un ardite por el tiempo perdido, a no ser al capitán de la embarcación.
Huck estaba ya en acecho cuando las luces del vapor se deslizaron, relampagueantes, frente al muelle. No oyó ruido alguno a bordo porque la gente joven estaba ya muy formal y apaciguada, como ocurre siempre a quien está medio muerto de cansancio. Se preguntaba qué barco sería aquél y por qué no atracaba en el muelle, y con esto no volvió a acordarse más de él y puso toda su atención en sus asuntos. La noche se estaba poniendo anubarrada y oscura. Dieron las diez, y cesó el ruido de vehículos; luces dispersas empezaron a hacer guiños en la oscuridad, los transeúntes rezagados desaparecieron, la población se entregó al sueño y dejó al pequeño vigilante a solas con el silencio y los fantasmas. Sonaron las once y se apagaron las luces de las tabernas, y entonces la oscuridad lo invadió todo. Huck esperó un largo rato, que le pareció interminable y tedioso, pero no ocurrió nada. Su fe se debilitaba. ¿Serviría de algo? ¿Sería realmente de alguna utilidad? ¿Por qué no desistir y marcharse a acostar?
Oyó un ruido. En un instante fue todo atención. La puerta de la calleja se abrió suavemente. Se puso de un salto en el rincón del almacén de ladrillos. Un momento después dos hombres pasaron ante él rozándole, y uno de ellos parecía llevar algo bajo el brazo. ¡Debía de ser aquella caja! Así, pues, se llevaban el tesoro. ¿Por qué llamar entonces a Tom? Sería insensato: los dos hombres desaparecerían con la caja para no volverlos a ver jamás. No; se iba a pegar a sus talones y seguirlos; confiaba en la oscuridad para no ser descubierto. Así arguyendo consigo mismo, Huck saltó de su escondrijo y se deslizó tras ellos como un gato, con los pies desnudos, dejándoles la delantera precisa para no perderlos de vista.
Siguieron un trecho subiendo por la calle frontera al río y torcieron a la izquierda por una calle transversal. Avanzaron por allí en línea recta, hasta llegar a la senda que conducía al monte Cardiff, y tomaron por ella. Pasaron por la antigua casa del galés, a mitad de la subida del monte, y sin vacilar siguieron cuesta arriba. «Bien está —pensó Huck—, van a enterrarla en la cantera abandonada». Continuaron hasta la cumbre; se metieron por el estrecho sendero entre los matorrales, y al punto se desvanecieron en las sombras. Huck se apresuró y acortó la distancia, pues ahora ya no podrían verle. Trotó durante un rato; después moderó el paso, temiendo que se iba acercando demasiado; siguió andando un trecho y se detuvo. Escuchó, no se oía ruido alguno, y sólo creía oír los latidos de su propio corazón. El graznido de una lechuza llegó hasta él desde el otro lado de la colina… ¡Mal agüero…!; pero no se oían pasos. ¡Cielos!, ¿estaría todo perdido? Estaba a punto de lanzarse a correr cuando oyó un carraspeo a dos pasos de él. El corazón se le subió a la garganta, pero se lo volvió a tragar, y se quedó allí, tiritando como si media docena de intermitentes le hubieran atacado a un tiempo, y tan débil, que creyó que se iba a desplomar en el suelo. Conocía bien el sitio: sabía que estaba a cinco pasos del portillo que conducía a la finca de la viuda de Douglas. «Muy bien —pensó—, que lo entierren aquí; no ha de ser difícil encontrarlo».
Una voz le interrumpió, apenas audible: la de Joe el Indio.
—¡Maldita mujer! Quizás tenga visitas… Hay luces, tan tarde como es.
—Yo no las veo.
Esta segunda voz era la del desconocido, el forastero de la casa de los duendes. Un escalofrío corrió por todo el cuerpo de Huck. ¡Ésta era, pues, la empresa de venganza! Su primera idea fue huir; después se acordó de que la viuda había sido buena con él más de una vez, y acaso aquellos hombres iban a matarla. ¡Si se atreviera a prevenirla! Pero bien sabía que no habría de atreverse: podían venir y atraparlo. Todo ello y mucho más pasó por su pensamiento en el instante que medió entre las palabras del forastero y la respuesta de Joe el Indio.
—Porque tienes las matas delante. Ven por aquí y lo verás. ¿Ves?
—Sí. Parece que hay gente con ella. Más vale dejarlo.
—¡Dejarlo, y precisamente cuando me voy para siempre de esta tierra! ¡Dejarlo, y acaso no se presente nunca otra ocasión! Ya te he dicho, y lo repito, que no me importa su bolsa: puedes quedarte con ella. Pero me trató mal su marido, me trató mal muchas veces, y, sobre todo, él fue el juez de paz que me condenó por vagabundo. Y no es eso todo; no es ni siquiera la milésima parte. Me hizo azotar, ¡azotar delante de la cárcel como a un negro, con todo el pueblo mirándome! ¡Azotado!, ¿entiendes? Se fue sin pagármelo, porque se murió. Pero cobraré en ella.
—No, no la mates. No hagas eso.
—¡Matar! ¿Quién habla de matar? Le mataría a él si le tuviera a mano; pero no a ella. Cuando quiere uno vengarse de una mujer no se la mata, ¡bah!, se le estropea la cara. No hay más que desgarrarle las narices y cortarle las orejas como a una verraca!
—¡Por Dios! ¡Eso es…!
—Guárdate tu parecer. Es lo más seguro para ti. Pienso atarla a la cama. Si se desangra y se muere, eso no es cuenta mía: no he de llorar por ello. Amigo mío, me has de ayudar en esto, que es negocio mío, y para eso estás aquí: quizá no pudiera manejarme yo solo. Si te echas atrás, te mato, ¿lo entiendes? Y si tengo que matarte a ti, la mataré a ella también, y me figuro que entonces nadie ha de saber quién lo hizo.
—Bueno: si se ha de hacer, vamos a ello. Cuanto antes, mejor…; estoy todo temblando.
—¿Hacerlo ahora y habiendo gente allí? Anda con ojo que voy a sospechar de ti, ¿sabes? No; vamos a esperar a que se apaguen las luces. No hay prisa.
Huck comprendió que iba a seguir un silencio aun más medroso que cien criminales coloquios: así es que contuvo el aliento y dio un paso hacia atrás, plantando primero un pie cuidadosa y firmemente, y después manteniéndose en precario equilibrio sobre el otro y estando a punto de caer a la derecha o la izquierda. Retrocedió otro paso con el mismo minucioso cuidado y no menos riesgo; después, otro y otro, y… ¡una rama crujió bajo el pie! Se quedó sin respirar y escuchó. No se oía nada: la quietud era absoluta; su gratitud a la suerte, infinita. Después volvió sobre sus pasos entre los muros de matorrales: dio la vuelta con las mismas precauciones que si fuera una embarcación, y anduvo ya más ligero, aunque no con menos cuidado. No se sentía seguro hasta que llegó a la cantera, y allí apretó los talones y echó a correr. Fue volando cuesta abajo hasta la casa del galés. Aporreó la puerta, y a poco las cabezas del viejo y de sus dos muchachotes aparecieron en diferentes ventanas.
—¿Qué escándalo es ése? ¿Quién llama? ¿Qué quiere?
—¡Ábranme, de prisa! Ya lo diré todo.
—¿Quién es usted?
—Huckleberry Finn… ¡De prisa, ábranme!
—¡Huckleberry Finn! No es nombre que haga abrir muchas puertas, me parece. Pero abridle la puerta, muchachos, y veamos qué es lo que le pasa.
—¡Por Dios, no digan que lo he dicho yo! —fueron sus primeras palabras cuando se vio dentro—. No lo digan, por Dios, porque me matarán, de seguro; pero la viuda ha sido a veces buena conmigo y quiero decirlo; lo diré si me prometen que no dirán nunca que fui yo.
—Apuesto a que algo de peso tiene que decir, o no se pondría así. Fuera con ello, muchacho, que aquí nadie ha de decir nada.
Tres minutos después el viejo y sus dos hijos, bien armados, estaban en lo alto del monte, y penetraban en el sendero de los matorrales, con las armas preparadas. Huck los acompañó hasta allí, se agazapó tras un peñasco y se puso a escuchar. Hubo un postrado y anheloso silencio; después, de pronto, una detonación de arma de fuego y un grito. Huck no esperó a saber detalles. Pegó un salto y echó a correr monte abajo como una liebre.
Antes del primer barrunto del alba, en la madrugada del domingo, Huck subió a tientas por el monte, y llamó suavemente a la puerta del galés. Todos los de la casa estaban durmiendo, pero era un sueño que pendía de un hilo, a causa de los emocionantes sucesos de aquella noche. Desde una de las ventanas gritó una voz:
—¿Quién es?
Huck, con medroso y cohibido tono, respondió:
—Hágame el favor de abrir. Soy Huck Finn.
—De noche o de día siempre tendrás esta puerta abierta, muchacho. Y bienvenido.
Eran estas palabras inusitadas para los oídos del chico vagabundo. No se acordaba de que la frase final hubiera sido pronunciada nunca tratándose de él.
La puerta se abrió en seguida. Le ofrecieron asiento y el viejo y sus hijos se vistieron a toda prisa.
—Bueno, muchacho; espero que estarás bien y que tendrás buen apetito, porque el desayuno estará a punto tan pronto como asome el sol, y será de lo bueno; tranquilízate en cuanto a eso. Yo y los chicos esperábamos que hubieras venido a dormir aquí.
—Estaba muy asustado —dijo Huck— y eché a correr. Me largué en cuanto oí las pistolas, y no paré en tres millas. He venido ahora porque quería enterarme de lo ocurrido, ¿sabe usted?; y he venido antes que sea de día porque no quería tropezarme con aquellos condenados, aunque estuviesen muertos.
—Bien, hijo, bien; tienes cara de haber pasado mala noche; pero ahí tienes una cama para echarte después de desayunar. No, no están muertos, muchacho, y bien que lo sentimos. Ya ves, sabíamos bien dónde podíamos echarles mano, por lo que tú nos dijiste; así es que nos fuimos acercando de puntillas hasta menos de cinco varas de donde estaban. El sendero se hallaba oscuro como una cueva. Y justamente en aquel momento sentí que iba a estornudar. ¡Suerte perra! Traté de contenerme, pero no sirvió de nada: tenía que venir, y cuando estornudé se oyó moverse a los canallas para salir del sendero; yo grité: «¡Fuego muchachos!», y disparé contra el sitio donde se oyó el ruido. Lo mismo hicieron los chicos. Pero escaparon como exhalaciones aquellos bandidos, y nosotros tras ellos a través del bosque. No creo que le hiciéramos nada. Cada uno de ellos soltó un tiro al escapar, pero las balas pasaron zumbando sin hacernos daño. En cuanto dejamos de oír sus pasos, abandonamos la caza y bajamos a despertar a los policías. Juntaron una cuadrilla y se fueron a vigilar la orilla del río, y tan pronto como amanezca va a dar una batida el
sheriff
por el bosque, y mis hijos van a ir con él y su gente. Lástima que no sepamos las señas de esos bribones: eso ayudaría mucho. Pero me figuro que tú no podrías ver en la oscuridad la pinta que tenían, ¿no es eso?
—Sí, sí; los vi abajo en el pueblo y los seguí.
—¡Magnífico! Dime cómo son; dímelo muchacho.
—Uno de ellos es el viejo mudo español que ha andado por aquí una o dos veces, el otro es uno de mala traza, destrozado…
—¡Basta, muchacho, basta!, ¡los conocemos! Nos encontramos con ellos un día en el bosque, por detrás de la finca de la viuda, y se alejaron con disimulo. ¡Andando, muchachos, a contárselo al
sheriff
!…; ya desayunaréis mañana.
Los hijos del galés se fueron en seguida. Cuando salían de la habitación, Huck se puso en pie y exclamó:
—¡Por favor, no digan a nadie que yo di el soplo! ¡Por favor!
—Muy bien, si tú no quieres, Huck; pero a ti se te debía el agradecimiento por lo que has hecho.
—¡No, no! No digan nada.
Después de irse sus hijos el anciano galés dijo:
—Esos no dirán nada, ni yo tampoco. Pero ¿por qué no quieres que se sepa?
Huck no se extendió en sus explicaciones más allá de decir que sabía demasiadas cosas de uno de aquellos hombres y que por nada del mundo quería que llegase a su noticia que él, Huck, sabía algo en contra suya, pues lo mataría por ello, sin la menor duda.