Muy tarde, a más de media noche, un frenético repiqueteo de las campanas de la iglesia puso en conmoción a todo el vecindario, y en un momento las calles se llenaron de gente alborozada y a medio vestir, que gritaba: «¡Arriba, arriba! ¡Ya han aparecido! ¡Los han encontrado!». Sartenes y cuernos añadieron su estrépito al tumulto; el vecindario fue formando grupos, que marcharon hacia el río, que se encontraron a los niños que venían en un coche descubierto arrastrado por una multitud que los aclamaba, que rodearon el coche y se unieron a la comitiva y entraron con gran pompa por la calle principal lanzando hurras entusiastas.
Todo el pueblo estaba iluminado; nadie pensó en volverse a la cama; era la más memorable noche en los anales de aquel apartado lugar. Durante media hora una procesión de vecinos desfiló por la casa del juez Thatcher, abrazó y besó a los recién encontrados, estrechó la mano de la señora de Thatcher, trató de hablar sin que la emoción se lo permitiese, y se marchó regando de lágrimas toda la casa.
La dicha de tía Polly era completa; y casi lo era también la de la madre de Becky Lo sería del todo tan pronto como el mensajero enviado a toda prisa a la cueva pudiese dar noticias a su marido.
Tom estaba tendido en un sofá rodeado de un impaciente auditorio, y contó la historia de la pasmosa aventura, introduciendo en ella muchos emocionantes aditamentos para mayor adorno, y la terminó con el relato de cómo recorrió dos galerías hasta donde se lo permitió la longitud de la cuerda de la cometa; cómo siguió después una tercera hasta el límite de la cuerda, y ya estaba a punto de volverse atrás cuando divisó un puntito remoto que le parecía luz del día; abandonó la cuerda y se arrastró hasta allí, sacó la cabeza y los hombros por un angosto agujero y vio el ancho y ondulante Misisipí deslizarse a su lado. Y si llega a ocurrir que fuera de noche, no hubiera visto el puntito de luz y no hubiera vuelto a explorar la galería. Contó cómo volvió donde estaba Becky y le dio, con precauciones, la noticia, y ella le dijo que no la mortificase con aquellas cosas porque estaba cansada y sabía que iba a morir y lo deseaba. Relató cómo se esforzó para persuadirla, y cómo ella pareció que iba a morirse de alegría cuando se arrastró hasta donde pudo ver el remoto puntito de claridad azulada; cómo consiguió salir del agujero y después ayudó para que ella saliese; cómo se quedaron allí sentados y lloraron de gozo; cómo llegaron unos hombres en un bote y Tom los llamó y les contó su situación y que perecían de hambre; cómo los hombres no querían creerle al principio, «porque —decían— estáis cinco millas río abajo del Valle en que está la cueva», y después los recogieron en el bote, los llevaron a una casa, les dieron de cenar, los hicieron descansar hasta dos o tres horas después de anochecido y, por fin, los trajeron al pueblo.
Antes de que amaneciese se descubrió el paradero, en la cueva, del juez Thatcher y de los que aún seguían con él, por medio de cordeles que habían ido tendiendo para servirles de guía, y se les comunicó la gran noticia.
Los efectos de tres días y tres noches de fatiga y de hambre no eran cosa baladí y pasajera, según pudieron ver Tom y Becky. Estuvieron postrados en casa dos días siguientes, y cada vez parecían más cansados y desfallecidos. Tom se levantó un poco el jueves, salió a la calle el viernes, y para el sábado ya estaba como nuevo; pero Becky siguió en cama dos o tres días más, y cuando se levantó parecía que había pasado una larga y grave enfermedad.
Tom se enteró de la enfermedad de Huck y fue a verlo; pero no lo dejaron entrar en la habitación del enfermo ni aquel día ni en los siguientes. Le dejaron verle después todos los días; pero le advirtieron que nada debía decir de la aventura, ni hablar de cosas que pudieran excitar al paciente. La viuda de Douglas presenció las visitas para ver que se cumplían esos preceptos. Tom supo en su casa del acontecimiento del monte Cardiff, y también que el cadáver del hombre harapiento había sido encontrado junto al embarcadero: sin duda se había ahogado mientras intentaba escapar.
Un par de semanas después de haber salido de la cueva fue Tom a visitar a Huck, el cual estaba ya sobradamente repuesto y fortalecido para oír hablar de cualquier tema, y Tom sabía de algunos que, según pensaba, habían de interesarle en alto grado. La casa del juez Thatcher le pillaba de camino, y Tom se detuvo allí para ver a Becky El juez y algunos de sus amigos le hicieron hablar, y uno de ellos le preguntó, con ironía, si le gustaría volver a la cueva. Tom dijo que sí y que ningún inconveniente tendría en volver.
—Pues mira —dijo el juez—, seguramente no serás tú el único. Pero ya hemos pensado en ello. No volverá nadie a perderse en la cueva.
—¿Por qué?
—Porque hace dos semanas que he hecho forrar la puerta con chapa de hierro y ponerle tres cerraduras. Y tengo yo las llaves.
Tom se quedó blanco como un papel.
—¿Qué te pasa, muchacho? ¿Qué es eso? ¡Que traigan agua en seguida!
Trajeron el agua y le rociaron la cara.
—Vamos, ya estás mejor. ¿Qué era lo que te pasaba, Tom?
—¡Señor juez, Joe el Indio está en la cueva!
En pocos minutos cundió la noticia, y una docena de botes estaban en marcha, y detrás siguió el vapor, repleto de pasajeros. Tom Sawyer iba en el mismo bote que conducía al Juez. Al abrir la puerta de la cueva un lastimoso espectáculo se presentó a la vista en la densa penumbra de la entrada. Joe el Indio estaba tendido en el suelo, muerto, con la cara pegada a la juntura de la puerta, como si sus ojos anhelantes hubieran estado fijos hasta el último instante en la luz y en la gozosa libertad del mundo exterior. Tom se sintió conmovido porque sabía por experiencia propia cómo habría sufrido aquel desventurado. Sentía compasión por él, pero al propio tiempo una bienhechora sensación de descanso y seguridad, que le hacía ver, pues hasta entonces no había sabido apreciarlo por completo, la enorme pesadumbre del miedo que le agobiaba desde que había levantado su voz contra aquel proscrito sanguinario.
Junto a Joe estaba su cuchillo, con la hoja partida. La gran viga que servía de base a la puerta había sido cortada poco a poco, astilla por astilla, con infinito trabajo: trabajo que, además, era inútil, pues la roca formaba un umbral por fuera y sobre aquel durísimo material la herramienta no había producido efecto; el único daño había sido para el propio cuchillo. Pero aunque no hubiera habido el obstáculo de la piedra, el trabajo también hubiera sido inútil, pues aun cortada la viga por completo Joe no hubiera podido hacer pasar su cuerpo por debajo de la puerta, y él lo sabía de antemano. Había estado, pues, desgastando con el cuchillo únicamente por hacer algo; para no sentir pasar el tiempo, para dar empleo a sus facultades impotentes y enloquecidas. Siempre se encontraban algunos cabos de vela clavados en los intersticios de la roca que formaba este vestíbulo, dejados allí por los excursionistas; pero no se veía ninguno. El prisionero los había buscado para comérselos. También había logrado cazar algunos murciélagos, y los había devorado sin dejar más que las uñas. El desventurado había muerto de hambre. Allí cerca se había ido elevando lentamente desde el suelo, durante siglos y siglos, una estalagmita construida por la gota de agua que caía de una estalactita en lo alto. El prisionero había roto la estalagmita y sobre el muñón había colocado un canto en el cual había tallado una ligera oquedad para recibir la preciosa gota, que cala cada veinte minutos, con la precisión desesperante de un mecanismo de relojería: una cucharadita cada veinticuatro horas. Aquella gota estaba cayendo cuando las pirámides de Egipto eran nuevas, cuando cayó Troya, cuando se pusieron los cimientos de Roma, cuando Cristo fue crucificado, cuando el Conquistador creó el imperio británico, cuando Colón se hizo a la vela. Está cayendo ahora; caerá todavía, cuando todas esas cosas se hayan desvanecido en las lejanías de la historia y en la penumbra de la tradición y se hayan perdido para siempre en la densa noche del olvido. ¿Tienen todas las cosas una finalidad y una misión? ¿Ha estado esta gota cayendo pacientemente cinco mil años para estar preparada a satisfacer la necesidad de este efímero insecto humano, y tiene algún otro importante fin que llenar dentro de diez mil años? No importa. Hace ya muchos que el desdichado mestizo ahuecó la piedra para recoger las gotas inapreciables; pero aun hoy día nada atrae y fascina los ojos del turista como la trágica piedra y el pausado gotear del agua, cuando va a contemplar las maravillas de la cueva de McDougal. «La copa de Joe el Indio» ocupa el primer lugar en la lista de las curiosidades de la caverna. Ni siquiera el «Palacio de Aladino» puede competir con ella.
Joe el Indio fue enterrado cerca de la boca de la cueva; la gente acudió al acto en botes y carros desde el pueblo y desde todos los caseríos y granjas de siete millas a la redonda; trajeron con ellos los chiquillos y toda suerte de provisiones de boca, y confesaban que lo habían pasado casi tan bien en el entierro como lo hubieran pasado viéndolo ahorcar.
Este entierro impidió que tomase mayores vuelos una cosa que estaba ya en marcha: la petición de indulto a favor de Joe el Indio al gobernador del Estado. La petición tenía ya numerosas firmas; se habían celebrado multitud de lacrimosos y elocuentes mítines y se había elegido un comité de mujeres sin seso para ver al gobernador, enlutadas y llorosas, a implorarle que se condujese como un asno benévolo y echase a un lado todos sus deberes. Se decía que Joe el Indio había matado a cinco habitantes de la localidad; pero ¿qué importaba eso? Si hubiera sido Satanás en persona no hubieran faltado gentes tiernas de corazón para poner sus firmas al pie de una solicitud de perdón y mojarla con una lágrima siempre pronta a escaparse del inseguro y agujereado depósito.
Al día siguiente del entierro, Tom se llevó a Huck a un lugar solitario para departir con él graves asuntos. Ya para entonces la viuda de Douglas y el galés habían informado a Huck de todo lo concerniente a la aventura de Tom; pero éste dijo que debía de haber una cosa de la cual no le habían dicho nada, y de ella precisamente quería hablarle ahora.
A Huck se le ensombreció el semblante.
Ya sé lo que es —dijo—. Tú fuiste al número dos y no encontraste más que whisky. Nadie me ha dicho que fueras tú; pero yo me figuré que tú eras en cuanto oí hablar de los del whisky; y me figuré que no habías cogido el dinero, porque ya te hubieras puesto al habla conmigo de un modo o de otro, y me lo hubieras contado a mí aunque no se lo dijeses a nadie más. Ya me daba el corazón que nunca nos haríamos con aquel tesoro.
—No, Huck, no acusé yo al amo de la posada. Tú sabes que nada le había ocurrido cuando yo fui a la merienda. ¿No te acuerdas que tú ibas a estar allí de centinela aquella noche?
—¡Es verdad! Parece que ya hace años de eso. Fue la noche en que fui siguiendo a Joe el Indio hasta la casa de la viuda.
—¿La seguiste tú?
—Sí…, pero no hables de eso. Puede ser que Joe haya dejado amigos. No quiero que vengan contra mí y me jueguen malas partidas. Si no hubiera sido por mí estaría a estas horas en Texas, tan fresco.
Entonces contó Huck, confidencialmente, todos los detalles de su aventura, pues el galés sólo le había contado a Tom una parte de ella.
—Bueno —dijo Huck después, volviendo al asunto principal—, quienquiera que cogió el whisky, echó mano también al dinero y, a lo que a mí me parece, ya no lo veremos nosotros, Tom.
—Huck, el dinero no estuvo nunca en el número dos.
—¡Qué! —exclamó Huck examinando ansiosamente la cara de su compañero—. ¿Estás otra vez en la pista de esos cuartos?
—¡Están en la cueva!
Los ojos de Huck resplandecieron.
—¡Vuelve a decirlo, Tom!
—El dinero está en la cueva.
—Tom, ¡di la verdad! ¿Es en broma o en serio?
—En serio, Huck. En mi vida hablé más en serio. ¿Quieres venir a la cueva y ayudarme a sacarlo?
—¡Ya lo creo! Cuando quieras, si está donde podamos llegar sin que nos perdamos.
—Hacerlo es lo más fácil del mundo.
—¡Qué gusto! ¿Y qué te hace pensar que el dinero está allí?
—Espérate a que estemos allí, Huck. Si no lo encontramos me comprometo a darte mi tambor y todo lo que tengo en el mundo. Te lo juro.
—Muy bien. ¿Cuándo quieres que vayamos?
—Ahora mismo, si tú lo dices. ¿Tendrás bastantes fuerzas?
—¿Está muy adentro de la cueva? Ya hace tres o cuatro días que me tengo de pie; pero no podré andar más de una milla, al menos me parece que podría andarla.
Hay cinco millas hasta allí, por el camino que iría otro cualquiera que no fuera yo; pero hay un atajo que nadie sabe más que yo. Huck, yo te llevaré hasta allí en un bote. Voy a dejar que el bote baje con la corriente hasta cierto sitio, y luego lo traeré yo solo remando. No necesitas mover una mano.
—Vámonos en seguida, Tom.
—Está bien; necesitamos pan y algo de comida, las pipas, un par de saquitos, dos o tres cuerdas de cometas y algunas de esas cosas nuevas que llaman cerillas fosfóricas. ¡Cuántas veces las eché de menos cuando estuve allí la otra vez!
Un poco después de mediodía los muchachos tomaron en préstamo un pequeño bote, de un vecino que estaba ausente, y en seguida se pusieron en marcha.
Cuando ya estaban algunas millas más abajo del «Barranco de la Cueva», dijo Tom:
—Ahora estás viendo esa ladera que parece toda igual según se baja desde el «Barranco de la Cueva»: no hay casas, serrerías, nada sino matorrales, todos parecidos. Pero, ¿ves aquel sitio blanco allá arriba, donde ha habido un desprendimiento de tierras? Pues ésa es una de mis señales. Ahora vamos a desembarcar.
Saltaron a tierra.
—Mira, Huck, desde donde estás ahora podías tocar el agujero con una caña de pescar. Anda a ver si das con él.
Huck buscó por todas partes y nada encontró. Tom, con aire de triunfo, penetró en una espesura de matorrales.
—¡Aquí está! —dijo—. Míralo, Huck. Es el agujero mejor escondido que hay en todo el país. No se lo digas a nadie. Siempre he estado queriendo ser bandolero, pero sabía que necesitaba una cosa como ésta, y la dificultad estaba en tropezar con ella. Ahora ya la tenemos, y hay que guardar el secreto. Sólo se lo diremos a Joe Harper y Ben Rogers, porque, por supuesto, tiene que haber una cuadrilla, y si no, no parecería bien. ¡La cuadrilla de Tom Sawyer…! Suena bien, ¿no es verdad, Huck?