Pero los incidentes de su aventura fueron apareciendo con mayor relieve y más relucientes y claros a fuerza de frotarlos pensando en ellos; y así se fue inclinando a la opinión de que quizá aquello no fuera un sueño, después de todo. Había que acabar con aquella incertidumbre. Tomaría un bocado y se iría en busca de Huck.
El cual estaba sentado en la borda de una chalana, abstraído, chapoteando los pies en el agua, sumido en una intensa melancolía. Tom decidió dejar que Huck llevase la conversación hacia el tema. Si así no lo hacía, señal de que todo ello no era más que un sueño.
—¡Hola, Huck!
—¡Hola, tú!
Un minuto de silencio.
—Tom, si hubiéramos dejado las condenadas herramientas en el árbol seco habríamos cogido el dinero. ¡Maldita sea!
—¡Pues entonces no es sueño! ¡No es un sueño! Casi casi quisiera que lo fuese. ¡Que me maten si no lo digo de veras!
¿Qué es lo que no es un sueño?
—Lo de ayer. Casi creía que lo era.
—¡Sueño! ¡Si no se llega a romper la escalera ya hubieras visto si era sueño! Hartas pesadillas he tenido toda la noche con aquel maldito español del parche corriendo tras de mí… ¡Así lo ahorquen!
—No, ahorcarlo no… ¡encontrarlo! ¡Descubrir el dinero!
—Tom, no hemos de dar con él. Una ocasión como ésa de dar con un tesoro sólo se le presenta a uno una vez, y ésa la hemos perdido. ¡El temblor que me iba a entrar si volviera a ver a ese hombre!
—A mí lo mismo; pero, con todo, quisiera verlo, y seguir tras él hasta dar con su «número dos».
—Número dos, eso es. He estado pensando en ello; pero no caigo en lo que pueda ser… ¿Qué crees tú que será?
—No lo sé. Es cosa demasiado oculta. Dime, Huck, ¿será el número de una casa?
—¡Eso es…! No, Tom, no es eso. Si lo fuera no sería en esta población de pito. Aquí no tienen número las casas.
—Es verdad. Déjame pensar un poco. Ya está: es el número de un cuarto… en una posada: ¿qué te parece?
—¡Ahí está el clavo! Sólo hay dos posadas aquí. Vamos a averiguarlo en seguida.
—Estate aquí, Huck, hasta que yo vuelva.
Tom se alejó al punto. No gustaba de que le vieran en compañía de Huck en sitios públicos. Tardó media hora en volver. Había averiguado que en la mejor posada, el número dos estaba ocupado por un abogado joven. En la más modesta el número dos era un misterio. El hijo del posadero dijo que aquel cuarto estaba siempre cerrado y nunca había visto entrar ni salir a nadie, a no ser de noche; no sabía la razón de que así fuera; le había picado a veces la curiosidad, pero flojamente; había sacado el mejor partido del misterio solazándose con la idea de que el cuarto estaba «encantado»; había visto luz en él la noche antes.
—Eso es lo que he descubierto, Huck. Me parece que éste es el propio número dos, tras el que andamos.
—Me parece que sí… Y ahora ¿qué vas a hacer?
—Déjame pensar.
Tom meditó largo rato. Después habló así:
—Voy a decírtelo. La puerta trasera de ese número dos es la que da a aquel callejón sin salida que hay entre la posada y aquel nidal de ratas del almacén de ladrillos. Pues ahora vas a reunir todas las llaves de puertas a que puedas echar mano y yo cogeré todas las de mi tía, y en la primera noche oscura vamos allí y las probamos. Y cuidado con que dejes de estar en acecho de Joe el Indio, puesto que dijo que había de volver otra vez por aquí para buscar una ocasión para su venganza. Si le ves, le sigues; y si no va al número dos, es que aquél no es el sitio.
—¡Cristo!, ¡no me gusta eso de seguirlo yo solo!
—Será de noche, seguramente. Puede ser que ni siquiera te vea, y si te ve, puede que no se le ocurra pensar nada.
—Puede ser que si está muy oscuro, me atreva a seguirle. No lo sé, no lo sé… Trataré de hacerlo.
—A mí no me importaría seguirle siendo de noche, Huck. Mira que acaso descubra que no puede vengarse y se vaya derecho a coger el dinero.
—Tienes razón; así es. Le seguiré…, le he de seguir aunque se hunda el mundo.
—Eso es hablar. No te ablandes, Huck, que tampoco he de aflojar yo.
Tom y Huck se aprestaron aquella noche para la empresa. Rondaron por las cercanías de la posada, hasta después de las nueve, vigilando uno el callejón a distancia y el otro la puerta de la posada. Nadie penetró en el callejón ni salió por allí; nadie que, se pareciese al español traspasó la puerta. La noche parecía serena; así es que Tom se fue a su casa después de convenir que si llegaba a ponerse muy oscuro, Huck iría a buscarle y maullaría y entonces él se escaparía para que probasen las llaves. Pero la noche continuó clara y Huck abandonó la guardia y se fue a acostar en un barril de azúcar, vacío, a eso de las doce.
No tuvieron el martes mejor suerte, y el miércoles tampoco. Pero la noche del jueves se mostró más propicia. Tom se evadió en el momento oportuno con una maltrecha linterna de hojalata, de su tía, y una toalla para envolverla. Ocultó la linterna en el barril de azúcar de Huck y montaron la guardia. Una hora antes de media noche se cerró la taberna, y sus luces —únicas que por allí se veían— se extinguieron. No se había visto al español; nadie había pasado por el callejón. Todo se presentaba propicio. La oscuridad era profunda: la perfecta quietud sólo se interrumpía, de tarde en tarde, por el rumor de truenos lejanos.
Tom sacó la linterna, la encendió dentro del barril envolviéndola cuidadosamente en la toalla, y los dos aventureros fueron avanzando en las tinieblas hacia la posada. Huck se quedó de centinela y Tom entró a tientas en el callejón. Después hubo un intervalo de ansiosa espera, que pesó sobre el espíritu de Huck como una montaña. Empezó a anhelar que se viese algún destello de la linterna de Tom: eso le alarmaría, pero al menos sería señal de que aún vivía su amigo.
Parecía que ya habían transcurrido horas enteras desde que Tom desapareció. Seguramente le había dado un soponcio; puede ser que estuviese muerto; quizá se le había paralizado el corazón de puro terror y sobresalto. Arrastrado por su ansiedad, Huck se iba acercando más y más al callejón, temiendo toda clase de espantables sucesos y esperando a cada segundo el estallido de alguna catástrofe que le dejase sin aliento. No parecía que le pudiera quitar mucho, porque respiraba apenas y el corazón le latía como si fuera a rompérsele. De pronto hubo un destello de luz y Tom pasó ante él como una exhalación.
—¡Corre! —le dijo—. ¡Sálvate! ¡Corre!
No hubiera necesitado que se lo repitiera: la primera advertencia fue suficiente: Huck estaba haciendo treinta o cuarenta millas por hora para cuando se oyó la segunda. Ninguno de los dos se detuvo hasta que llegaron bajo el cobertizo de un matadero abandonado, en las afueras del pueblo. Al tiempo que llegaban estalló la tormenta y empezó a llover a cántaros. Tan pronto como Tom recobró el resuello, dijo:
—Huck, ¡ha sido espantoso! Probé dos llaves con toda la suavidad que pude; pero hacían tal ruido, que casi no podía tenerme en pie de puro miedo. Además, no daban vuelta en la cerradura. Bueno, pues sin saber lo que hacía, cogí el tirador de la puerta y… ¡se abrió! No estaba cerrada. Entré de puntillas y tiré la toalla, y… ¡Dios de mi vida…!
—¡Qué…!, ¿qué es lo que viste, Tom?
—Huck, ¡de poco le piso una mano a Joe el Indio!
—¡No…!
—¡Sí! Estaba tumbado, dormido como un leño, en el suelo, con el parche en el ojo y los brazos abiertos.
—¿Y qué hiciste? ¿Se despertó?
—No, no se rebulló. Borracho, me figuro. No hice más que recoger la toalla y salir disparado.
—Nunca hubiera yo reparado en la toalla.
Yo sí. ¡Habría que haber visto a mi tía si llego a perderla!
—Dime, Tom, ¿viste la caja?
—No me paré a mirar. No vi la caja ni la cruz. No vi más que una botella y un vaso de estaño en el suelo a la vera de Joe. Sí, y vi dos barricas y la mar de botellas en el cuarto. ¿No comprendes ahora qué es lo que le pasa a aquel cuarto?
—¿Qué?
—Pues que está encantado de whisky. Puede ser que en todas las «Posadas de Templanza»
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tengan un cuarto encantado, ¿eh?
—Puede que sea así. ¡Quién iba a haberlo pensado! Pero, oye, Tom, ahora es la mejor ocasión para hacernos con la caja, si Joe el Indio está borracho.
—¿De veras? ¡Pues haz la prueba!
Huck se estremeció.
—No, me parece que no.
Y a mí también me parece que no. Una sola botella junto a Joe no es suficiente. Si hubiera habido tres, estaría tan borracho que yo me atrevería a intentarlo.
Meditaron largo rato, y al fin dijo Tom:
—Mira, Huck, más vale que no intentemos más eso hasta que sepamos que Joe no está allí. Es cosa de demasiado miedo. Pero si vigilamos todas las noches, estamos seguros de verlo salir alguna vez, y entonces atrapamos la caja en un santiamén.
—Conforme. Yo vigilaré todas las noches, sin dejar ninguna, si tú haces la otra parte del trabajo.
—Muy bien, lo haré. Todo lo que tú tienes que hacer es ir corriendo a mi calle y maullar, y si estoy durmiendo tiras una china a la ventana, y ya me tienes dispuesto.
—Conforme. ¡De primera!
—Ahora, Huck, ya ha pasado la tormenta, y me voy a casa. Dentro de un par de horas empezará a ser de día. Tú te vuelves y vigilas todo ese rato, ¿quieres?
—He dicho que lo haría, y lo haré. Voy a rondar esa posada todas las noches aunque sea un año. Dormiré de día y haré la guardia por la noche.
—Eso es. ¿Y dónde vas a dormir?
—En el pajar de Ben Rogers. Ya sé que él me deja y también el negro de su padre, el tío Jake. Acarreo agua para el tío cuando la necesita, y siempre que yo se lo pido me da alguna cosa de comer, si puede pasar sin ella. Es un negro muy bueno, Tom. El me quiere porque yo nunca me doy importancia con él. Algunas veces me he sentado con él a comer. Pero no lo digas por ahí. Uno tiene que hacer cosas cuando le aprieta mucho el hambre que no quisiera hacer de ordinario.
—Bueno; si no te necesito por el día, Huck, te dejaré que duermas. No quiero andarte fastidiando. A cualquier hora que descubras tú algo de noche, echas a correr y maullas.
Lo primero que llegó a oídos de Tom en la mañana del viernes fue una jubilante noticia: la familia del juez Thatcher había regresado al pueblo aquella noche. Tanto el Indio Joe como el tesoro pasaron en seguida a segundo término, y Becky ocupó el lugar preferente en el interés del muchacho. La vio y gozaron hasta hartarse jugando al escondite y a las cuatro esquinas con una bandada de condiscípulos. La felicidad del día tuvo digno remate y corona. Becky había importunado a su madre para que celebrase al siguiente día la merienda campestre, de tanto tiempo atrás prometida y siempre aplazada, y la mamá accedió. El gozo de la niña no tuvo límites, y el de Tom no fue menor. Las invitaciones se hicieron al caer la tarde a instantáneamente cundió una fiebre de preparativos y de anticipado júbilo entre la gente menuda. La nerviosidad de Tom le hizo permanecer despierto hasta muy tarde, y estaba muy esperanzado de oír el «¡miau!» de Huck y de poder asombrar con su tesoro al siguiente día a Becky y demás comensales de la merienda; pero se frustró su esperanza. No hubo señales aquella noche.
Llegó al fin la mañana, y para las diez o las once una alborotada y ruidosa compañía se hallaba reunida en casa del juez, y todo estaba presto para emprender la marcha. No era costumbre que las personas mayores aguasen estas fiestas con su presencia. Se consideraba a los niños seguros bajo las alas protectoras de unas cuantas señoritas de dieciocho años y unos cuantos caballeretes de veintitrés o cosa así. La vieja barcaza de vapor que servía para cruzar el río había sido alquilada para la fiesta, y a poco la jocunda comitiva, cargada de cestas con provisiones, llenó la calle principal. Sid estaba malo y se quedó sin fiesta; Mary se quedó en casa para hacerle compañía. La última advertencia que la señora de Thatcher hizo a Becky fue:
—No volveréis hasta muy tarde. Quizá sea mejor que te quedes a pasar la noche con alguna de las niñas que viven cerca del embarcadero.
—Entonces me quedaré con Susy Harper, mamá.
—Muy bien. Y ten cuidado, y sé buena, y no des molestias.
Poco después, ya en marcha, dijo Tom a Becky:
—Oye voy a decirte lo que hemos de hacer. En vez de ir a casa de Joe Harper subimos al monte y vamos a casa de la viuda de Douglas. Tendrá helados. Los toma casi todos los días…, carretadas de ellos. Y se ha de alegrar de que vayamos.
—¡Qué divertido será!
Después Becky reflexionó un momento y añadió:
—Pero ¿qué va a decir mamá?
—¿Cómo va a saberlo?
La niña rumió un rato la idea y dijo vacilante:
—Me parece que no está bien… pero…
—Pero… ¡nada! Tu madre no lo ha de saber, y así, ¿dónde está el mal? Lo que ella quiere es que estés en lugar seguro, y apuesto a que te hubiera dicho que fueses allí si se le llega a ocurrir. De seguro que sí.
La generosa hospitalidad de la viuda era un cebo tentador. Y ello y las persuasiones de Tom ganaron la batalla. Se decidió, pues, a no decir nada a nadie en cuanto al programa nocturno.
Después se le ocurrió a Tom que quizá Huck pudiera ir aquella noche y hacer la señal. Esta idea le quitó gran parte del entusiasmo por su proyecto. Pero, con todo, no se avenía a renunciar a los placeres de la mansión de la viuda. ¿Y por qué había de renunciar? —pensaba—. Si aquella noche no hubo señal, ¿era más probable que la hubiera la noche siguiente? El placer cierto que le aguardaba le atraía más que el incierto tesoro; y, como niño que era, decidió dejarse llevar por su inclinación y no volver a pensar en el cajón de dinero en todo el resto del día.
Tres millas más abajo de la población la barcaza se detuvo a la entrada de una frondosa ensenada y echó las amarras. La multitud saltó a tierra, y en un momento las lejanías del bosque y los altos peñascales resonaron por todas partes con gritos y risas. Todos los diversos procedimientos de llegar a la sofocación y al cansancio se pusieron en práctica, y después los expedicionarios fueron regresando poco a poco al punto de reunión, armados de fieros apetitos, y comenzó la destrucción y aniquilamiento de los gustosos alimentos. Después del banquete hubo un rato de charla y refrescante descanso bajo los corpulentos y desparramados robles. Al fin, alguien gritó:
—¿Quién quiere venir a la cueva?