—No es mentira, tía, es la pura verdad. Quería que usted no estuviera pasando malos ratos; para eso sólo vine aquí.
—No sé lo que daría por creerlo: eso compensaría por un sinfín de pecados, Tom. Casi me alegraría de que hubieses hecho la diablura de escaparte; pero no es creíble, porque ¿cómo fue que no lo dijiste, criatura?
—Pues mire, tía: cuando empezaron a hablar de los funerales me vino la idea de volver allí y escondernos en la iglesia, y, no sé cómo, no pude resistir la tentación, y no quise echarla a perder. De modo que me volví a meter la corteza en el bolsillo y no abrí el pico.
—¿Qué corteza?
—Una corteza donde había escrito diciendo que nos habíamos hecho piratas. ¡Ojalá se hubiera usted despertado cuando la besé!, lo digo de veras.
El severo ceño de la tía se dulcificó y un súbito enternecimiento apareció en sus ojos.
—¿Me besaste, Tom?
—Pues sí, la besé.
—¿Estás seguro, Tom?
—Sí, tía, sí. Seguro.
—¿Por qué me besaste?
—Porque la quiero tanto, y estaba usted allí llorando, y yo lo sentía mucho.
—¡Pues bésame otra vez, Tom…!, y ya estás marchándote a la escuela; y no me muelas más.
En cuanto él se fue corrió ella a una alacena y sacó los restos de la chaqueta con que Tom se había lanzado a la piratería. Pero se detuvo de pronto, con ella en la mano, y se dijo a sí misma:
—No, no me atrevo. ¡Pobrecito! Me figuro que ha mentido…, pero es una santa mentira, porque ¡me consuela tanto! Espero que el Señor…, sé que el Señor se la perdonará, porque la ha dicho de puro buen corazón. Pero no quiero descubrir que ha sido mentira y no quiero mirar.
Volvió a guardar la chaqueta, y se quedó allí, musitando un momento. Dos veces alargó la mano, para volver a coger la prenda, y las dos veces se contuvo. Una vez más repitió el intento, y se reconfortó con esta reflexión: «Es una mentira buena…, es una mentira buena…, no ha de causar pesadumbre». Registró el bolsillo de la chaqueta. Un momento después estaba leyendo, a través de las lágrimas, lo que Tom había escrito en la corteza, y se decía:
—¡Le perdonaría ahora al chico aunque hubiera cometido un millón de pecados!
Había algo en el ademán y en la expresión de tía Polly cuando besó a Tom que dejó los espíritus de éste limpios de melancolía y le tornó de nuevo feliz y contento. Se fue hacia la escuela, y tuvo la suerte de encontrarse a Becky en el camino. Su humor del momento determinaba siempre sus actos. Sin un instante de vacilación corrió a ella y le dijo:
—Me he portado suciamente esta mañana, Becky. Nunca, nunca lo volveré a hacer mientras viva. ¿Vamos a echar pelillos a la mar?
La niña se detuvo y le miró, desdeñosa, cara a cara.
—Le agradeceré a usted que se quite de mi presencia, señor Thomas Sawyer. En mi vida volveré a hablarle.
Echó atrás la cabeza y siguió adelante. Tom se quedó tan estupefacto que no tuvo ni siquiera la presencia de ánimo para decirle: «¡Y a mí qué me importa!», hasta que el instante oportuno había ya pasado. Así es que nada dijo, pero temblaba de rabia. Entró en el patio de la escuela. Querría que Becky hubiera sido un muchacho, imaginándose la tunda que le daría si así fuera. A poco se encontró con ella, y al pasar le dijo una indirecta mortificante. Ella le soltó otra, y la brecha del odio que los separaba se hizo un abismo. Le parecía a Becky, en el acaloramiento de su rencor, que no llegaba nunca la hora de empezar la clase: tan impaciente estaba de ver a Tom azotado por el menoscabo de la gramática. Si alguna remota idea le quedaba de acusar a Alfredo Temple, la injuria de Tom la había desvanecido por completo.
No sabía la pobrecilla que pronto ella misma se iba a encontrar en apuros. El maestro míster Dobbins había alcanzado la edad madura con una ambición no satisfecha. El deseo de su vida había sido llegar a hacerse doctor; pero la pobreza le había condenado a no pasar de maestro de la escuela del pueblo. Todos los días sacaba de su pupitre un libro misterioso y se absorbía en su lectura cuando las tareas de la clase se lo permitían. Guardaba aquel libro bajo llave. No había un solo chicuelo en la escuela que no pereciese de ganas de echarle una ojeada, pero nunca se les presentó ocasión. Cada chico y cada chica tenía su propia hipótesis acerca de la naturaleza de aquel libro; pero no había dos que coincidieran, y no había manera de llegar a la verdad del caso. Ocurrió que al pasar Becky junto al pupitre, que estaba inmediato a la puerta, vio que la llave estaba en la cerradura. Era un instante único. Echó una rápida mirada en derredor: estaba sola, y en un momento tenía el libro en las manos. El título, en la primera página, nada le dijo: «Anatomía, por el profesor Fulánez»; así es que pasó más hojas y se encontró con un lindo frontispicio en colores en el que aparecía una figura humana. En aquel momento una sombra cubrió la página, y Tom Sawyer entró en la sala y tuvo un atisbo de la estampa. Becky arrebató el libro para cerrarlo, y tuvo la mala suerte de rasgar la página hasta la mitad. Metió el volumen en el pupitre, dio la vuelta a la llave y rompió a llorar de enojo y vergüenza.
—Tom Sawyer, eres un indecente en venir a espiar lo que una hace y a averiguar lo que está mirando.
—¿Cómo podía yo saber que estabas viendo eso?
—Vergüenza te debía dar, porque bien sabes que vas a acusarme. ¡Qué haré, Dios mío, qué haré! ¡Me van a pegar y nunca me habían pegado en la escuela!
Después dio una patada en el suelo y dijo:
—¡Pues sé todo lo innoble que quieras! Yo sé una cosa que va a pasar. ¡Te aborrezco! ¡Te odio! —y salió de la clase, con una nueva explosión de llanto.
Tom se quedó inmóvil, un tanto perplejo por aquella arremetida.
—¡Qué raras y qué tontas son las chicas! —se dijo—. ¡Que no la han zurrado nunca en la escuela…! ¡Bah!, ¿qué es una zurra? Chica había de ser: son todas tan delicaditas y tan miedosas… Por supuesto, que no voy a decir nada de esta tonta a Dobbins, porque hay otros medios de que me las pague que no son tan sucios. ¿Qué pasará? Dobbins va a preguntar quién le ha roto el libro. Nadie va a contestar. Entonces hará lo que hace siempre: preguntar a una por una, y cuando llega a la que lo ha hecho lo sabe sin que se lo diga. A las chicas se les conoce en la cara. Después le pegará. Becky se ha metido en un mal paso y no le veo salida. Tom reflexionó un rato, y luego añadió: «Pues le está bien. A ella le gustaría verme a mí en el mismo aprieto: pues que se aguante».
Tom fue a reunirse con sus bulliciosos compañeros. Poco después llegó el maestro, y empezó la clase. Tom no puso gran atención en el estudio. Cada vez que miraba al lado de la sala donde estaban las niñas, la cara de Becky le turbaba. Acordándose de todo lo ocurrido, no quería compadecerse de ella, y sin embargo, no podía remediarlo. No podía alegrarse sino con una alegría falsa. Ocurrió a poco el descubrimiento del estropicio en la gramática, y los pensamientos de Tom tuvieron harto en qué ocuparse con sus propias cuitas durante un rato. Becky volvió en sí de su letargo de angustia y mostró gran interés en tal acontecimiento. Esperaba que Tom no podría salir del apuro sólo con negar que él hubiera vertido la tinta, y tenía razón. La negativa no hizo más que agravar la falta. Becky suponía que iba a gozar con ello, y quiso convencerse de que se alegraba; pero descubrió que no estaba segura de que así era. Cuando llegó lo peor, sintió un vivo impulso de levantarse y acusar a Alfredo, pero se contuvo haciendo un esfuerzo, y dijo para sí: «Él me va a acusar de haber roto la estampa. Estoy segura. No diré ni palabra, ni para salvarle la vida».
Tom recibió la azotaina y se volvió a su asiento sin gran tribulación, pues pensó que no era difícil que él mismo, sin darse cuenta, hubiera vertido la tinta al hacer alguna cabriola. Había negado por pura fórmula y porque era costumbre, y había persistido en la negativa por cuestión de principio.
Transcurrió toda una hora. El maestro daba cabezadas en su trono; el monótono rumor del estudio incitaba al sueño. Después míster Dobbins se irguió en su asiento, bostezó, abrió el pupitre y alargó la mano hacia el libro, pero parecía indeciso entre cogerlo o dejarlo. La mayor parte de los discípulos levantaron la mirada lánguidamente; pero dos de entre ellos seguían los movimientos del maestro con los ojos fijos, sin pestañear. Míster Dobbins se quedó un rato palpando el libro, distraído, y por fin lo sacó y se acomodó en la silla para leer.
Tom lanzó una mirada a Becky. Había visto una vez un conejo perseguido y acorralado, frente al cañón de una escopeta, que tenía idéntico aspecto. Instantáneamente olvidó su querella. ¡Pronto!, ¡había que hacer algo y que hacerlo en un relámpago! Pero la misma inminencia del peligro paralizaba su inventiva. ¡Bravo! ¡Tenía una inspiración! Lanzarse de un salto, coger el libro y huir por la puerta como un rayo…; pero su resolución titubeó por un breve instante, y la oportunidad había pasado: el maestro abrió el libro. ¡Si la perdida ocasión pudiera volver! Pero ya no había remedio para Becky, pensó. Un momento después el maestro se irguió amenazador. Todos los ojos se bajaron ante su mirada: había algo en ella que hasta al más inocente sobrecogía. Hubo un momentáneo silencio; el maestro estaba acumulando su cólera. Después habló:
—¿Quién ha rasgado este libro?
Profundo silencio. Se hubiera oído volar una mosca. La inquietud continuaba: el maestro examinaba cara por cara, buscando indicios de culpabilidad.
—Benjamín Rogers, ¿has rasgado tú este libro?
Una negativa. Otra pausa.
Joseph Harper, ¿has sido tú?
Otra negativa. El nerviosismo de Tom se iba haciendo más y más violento bajo la lenta tortura de aquel procedimiento. El maestro recorrió con la mirada las filas de los muchachos, meditó un momento, y se volvió hacia las niñas.
—¿Amy Lawrence?
Un sacudimiento de cabeza.
—¿Gracia Miller?
La misma señal.
—Susana Harper, ¿has sido tú?
Otra negativa. La niña inmediata era Becky. La excitación y lo irremediable del caso hacía temblar a Tom de la cabeza a los pies.
—Rebeca Thatcher…
(Tom la miró: estaba lúcida de terror)
, ¿has sido tú…?; no, mírame a la cara…
(La niña levantó las manos suplicantes)
. ¿Has sido tú la que has rasgado el libro?
Una idea relampagueó en el cerebro de Tom. Se puso en pie y gritó:
—¡He sido yo!
Toda la clase se le quedó mirando, atónita ante tamaña locura. Tom permaneció un momento inmóvil, recuperando el uso de sus dispersas facultades; y cuando se adelantó a recibir el castigo, la sorpresa, la gratitud, la adoración que leyó en los ojos de la pobre Becky le parecieron paga bastante para cien palizas. Enardecido por la gloria de su propio acto sufrió sin una queja el más despiadado vapuleo que el propio míster Dobbins jamás había administrado; y también recibió con indiferencia la cruel noticia de que tendría que permanecer allí dos horas con él a la puerta hasta el término de su cautividad y sin lamentar el aburrimiento de la espera.
Tom se fue aquella noche a la cama madurando planes de venganza contra Alfredo Temple, pues, avergonzada y contrita, Becky le había contado todo, sin olvidar su propia traición; pero la sed de venganza tuvo que dejar el paso a más gratos pensamientos, y se durmió al fin con las últimas palabras de Becky sonándole confusamente en el oído:
—Tom, ¿cómo podrás ser tan noble?
Las vacaciones se acercaban. El maestro, siempre severo, se hizo más irascible y tiránico que nunca, pues tenía gran empeño en que la clase hiciera un lúcido papel el día de los exámenes. La vara y la palmeta rara vez estaban ociosas, al menos entre los discípulos más pequeños. Sólo los muchachos espigados y las señoritas de dieciocho a veinte escaparon a los vapuleos. Los que administraba míster Dobbins eran en extremo vigorosos, pues aunque tenía, bajo la peluca, el cráneo mondo y coruscante, todavía era joven y no mostraba el menor síntoma de debilidad muscular. A medida que el gran día se acercaba todo el despotismo que tenía dentro salió a la superficie: parecía que gozaba, con maligno y rencoroso placer, en castigar las más pequeñas faltas. De aquí que los rapaces más pequeños pasasen los días en el terror y el tormento y las noches ideando venganzas. No desperdiciaban ocasión de hacer al maestro una mala pasada. Pero él les sacaba siempre ventaja. El castigo que seguía a cada propósito de venganza realizado era tan arrollador a impotente que los chicos se retiraban siempre de la palestra derrotados y maltrechos. Al fin se juntaron para conspirar y dieron con un plan que prometía una deslumbrante victoria. Tomaron juramento al chico del pintor-decorador, le confiaron el proyecto y le pidieron su ayuda. Tenía él hartas razones para prestarla con júbilo, pues el maestro se hospedaba en su casa y había dado al chico infinitos motivos para aborrecerle. La mujer del maestro se disponía a pasar unos días con una familia en el campo, y no habría inconvenientes para realizar el plan. El maestro se apercibía siempre para las grandes ocasiones poniéndose a medios pelos, y el hijo del pintor prometió que cuando el dómine llegase al estado preciso, en la tarde del día de los exámenes, él «arreglaría» la cosa mientras el otro dormitaba en la silla, y después harían que lo despertasen con el tiempo justo para que saliera precipitadamente hacia la escuela.
En la madurez de los tiempos llegó la interesante ocasión. A las ocho de la noche la escuela estaba brillantemente iluminada y adornada con guirnaldas y festones de follaje y de flores. El maestro estaba entronizado en su poltrona, con el encerado detrás de él. Parecía un tanto suavizado y blando. Tres filas de bancos a cada lado de él y seis enfrente estaban ocupados por los dignatarios de la población y por los padres de los escolares. A la izquierda, detrás de los invitados, había una espaciosa plataforma provisional, en la cual estaban sentados los alumnos que iban a tomar parte en los ejercicios: filas de párvulos relavados y emperifollados hasta un grado de intolerable embarazo y malestar: filas de bigardones encogidos y zafios; nevados bancos de niñas y señoritas vestidas de blanco linón y muselina y muy preocupadas de sus brazos desnudos, de las alhajas de sus abuelas, de sus cintas azules y rojas y de las flores que llevaban en el pelo; y todo el resto de la escuela estaba ocupado por los escolares que no tomaban parte en el acto.
Los ejercicios comenzaron. Un chico diminuto se levantó y, hurañamente, recitó lo de «no podían ustedes esperar que un niño de mi coma edad hablase en público», etc., etc., acompañándose con los ademanes trabajosos, exactos y espasmódicos que hubiera empleado una máquina, suponiendo que la máquina estuviese un tanto desarreglada. Pero salió del trance sano y salvo, aunque atrozmente asustado, y se ganó un aplauso general cuando hizo su reverencia manufacturada y se retiró.