Ya lo creo, Tom. ¿Y a quién vamos a robar?
—Pues a casi todo el mundo. Secuestrar gente… es lo que más se acostumbra.
—Y matarlos.
—No, no siempre. Tenerlos escondidos en la cueva hasta que paguen rescate.
—¿Qué es rescate?
—Dinero. Se les hace que sus parientes reúnan todo el dinero que puedan, y después que se los ha tenido un año presos, si no pagan, se les mata. Únicamente no se mata a las mujeres: se las tiene encerradas, pero se les perdona la vida. Son siempre guapísimas y ricas y están la mar de asustadas. Se les roba los relojes y cosas así, pero siempre se quita uno el sombrero y se les habla con finura. No hay nadie tan fino como los bandoleros: eso lo puedes ver en cualquier libro. Bueno, las mujeres acaban por enamorarse de uno, y después que han estado en la cueva una semana o dos ya no lloran más, y después de eso ya no hay modo de hacer que se marchen. Si uno las echa fuera, en seguida dan la vuelta y allí están otra vez. Así está en todos los libros.
—Pues entonces es la mejor cosa del mundo. Me parece que es mejor que ser pirata.
—Sí; en algunas cosas es mejor, porque se está más cerca de casa y de los circos y de todo eso…
Para entonces ya estaban hechos los preparativos, y los muchachos, yendo Tom delante, penetraron por el boquete. Llegaron trabajosamente hasta el final del túnel; después ataron las cuerdas y prosiguieron la marcha. A los pocos pasos estaban en el manantial, y Tom sintió correrle un escalofrío por todo el cuerpo. Enseñó a Huck el trocito de pabilo sujeto al muro con una pella de barro, y le contó cómo Becky y él habían estado mirando la agonía de la llama hasta que se apagó.
Siguieron hablando en voz muy baja, porque el silencio y la lobreguez de aquel lugar sobrecogía sus espíritus. Marcharon adelante y entraron después por la otra galería, explorada por Tom, hasta que llegaron al borde cortado a pico. Con las velas pudieron ver que no era realmente un despeñadero, sino un declive de arcilla de siete o diez metros de altura. Tom murmuró:
—Ahora voy a enseñarte una cosa, Huck.
—Levantó la vela cuanto pudo y prosiguió:
—Mira al otro lado de la esquina estirándote todo lo que puedas. Allí en aquel peñasco grande…, pintada con humo de vela…
—¡Es una cruz, Tom!
—Y ahora, ¿dónde está tu número dos?
«Debajo de la cruz»
, ¿eh? Allí mismo es donde vi a Joe el Indio sacar la mano con la vela.
Huck se quedó mirando un rato al místico emblema y luego dijo con voz trémula:
—¡Vamos a escapar de aquí, Tom!
—¡Qué! ¿Y dejar el tesoro?
—Sí, dejarlo. El ánima de Joe el Indio anda por aquí, seguro.
—No, Huck, no anda por ahí. Rondará por el sitio donde murió, allá en la entrada de la cueva, a cinco millas de aquí.
—No, Tom. Estará aquí rondando los dólares. Yo sé lo que les gusta a los fantasmas, y tú también.
Tom empezaba a pensar que acaso Huck tuviera razón. Mil temores le asaltaban. Pero de pronto se le ocurrió una idea:
—¡No seamos tontos, Huck! ¡El espíritu de Joe el Indio no puede venir a rondar donde hay una cruz!
El argumento no tenía vuelta de hoja. Produjo su efecto.
—No se me ha ocurrido, Tom; pero es verdad. Suerte ha sido que esté ahí la cruz. Bajaremos por aquí y nos pondremos a buscar la caja.
Tom bajó primero, excavando huecos en la arcilla para servir de peldaños. Huck siguió detrás. Cuatro galerías se abrían en la caverna donde estaba la roca grande. Los muchachos recorrieron tres de ellas sin resultado. En la más próxima a la base de la roca encontraron un escondrijo con una yacija de mantas extendida en el suelo; había además unos tirantes viejos, unas cortezas de tocino y los huesos, mondos y bien roídos, de dos o tres gallinas.
Pero no había la caja con dinero. Los muchachos buscaron y rebuscaron en vano. Tom reflexionó.
—El dijo
bajo
la cruz. Bien; esto viene a ser lo que está más cerca de la cruz. No puede ser bajo la roca misma porque no queda hueco entre ella y el piso.
Rebuscaron de nuevo por todas partes y al cabo se sentaron desalentados. A Huck no se le ocurría ninguna idea.
—Mira, Huck —dijo Tom después de un rato—; hay pisadas y goterones de vela en el barro por un lado de esta peña, pero no por los otros. ¿Por qué es eso? Apuesto a que el dinero está debajo de la peña. Voy a cavar en la arcilla.
—¡No está eso mal, Tom! —dijo Huck reanimándose. El «verdadero Barlow» de Tom entró en seguida en acción, y no habían ahondado cuatro pulgadas cuando tocó maderas.
—¡Eh, Huck! ¿Lo oyes?
Huck empezó a escarbar con furia. Pronto descubrieron unas tablas y las levantaron. Ocultaban una ancha grieta natural que se prolongaba bajo la roca. Tom se metió dentro, alumbrando con la vela lo más lejos que pudo por debajo de la peña; pero dijo que veía el fin de aquello. Propuso que lo explorasen y se metió por debajo de la roca, con Huck a la zaga. La estrecha cavidad descendía gradualmente. Siguieron su quebrado curso, primero hacia la derecha, y a la izquierda después. Tom dobló una rápida curva y exclamó:
—¡Huck, Huck!, ¡mira aquí!
Era la caja del tesoro, sin duda posible, colocada en una diminuta caverna, en compañía de un barril de pólvora, dos fusiles con fundas de cuero, dos o tres pares de
mocassins
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viejos, un cinturón y otras cosas heterogéneas, todo empapado por la humedad de las goteras.
—¡Ya lo tenemos! —dijo Huck hundiendo las manos en las mohosas monedas—. ¡Pero si somos ricos, Tom!
—Huck, yo siempre pensé que sería para nosotros. Parece cosa demasiado buena para creerla, pero aquí lo tenemos. ¡Aquí está! Ahora, no gastaremos tiempo; vamos a sacarlo fuera. Déjame ver si puedo sacar la caja.
Pesaba unos veinticinco kilos. Tom podía levantarla un poco, pero no podía cargar con ella.
Ya lo pensaba yo —dijo—; parecía que les pesaba mucho cuando se la llevaban de la casa encantada, y me fijé en ello. He hecho bien en traer las talegas.
En un momento metieron el dinero en los sacos y los subieron hasta la roca donde estaba la cruz.
—Ahora vamos a buscar las escopetas y aquellas otras cosas —dijo Huck.
—No, Huck; déjalas allí. Son precisamente lo que nos hace falta cuando nos metamos en el bandidaje. Vamos a tenerlas allí siempre, y, además, celebraremos allí nuestras orgías. Es un sitio que ni pintado para orgías.
—¿Qué son orgías?
—No lo sé. Pero los bandoleros siempre tienen orgías y, por supuesto, nosotros tendremos que tenerlas también. Vamos andando, Huck, que hemos estado aquí mucho tiempo y se nos hace tarde. Además, tengo hambre. Comeremos y fumaremos en el bote.
Aparecieron después en la espesura del matorral. Miraron cautelosamente en tomo, vieron que no andaba nadie por allí, y poco después estaban almorzando en el bote. Cuando el sol descendía ya hacia el ocaso desatracaron y emprendieron la vuelta. Tom fue bordeando la orilla durante el largo crepúsculo, charlando alegremente con Huck, y desembarcaron ya de noche.
—Ahora, Huck —dijo Tom—, vamos a esconder el dinero en el desván de la leñera de la viuda, y yo iré por la mañana a contarlo para hacer el reparto, después buscaremos un sitio en el bosque donde esté seguro. Tú te quedas aquí y cuidas de los sacos, mientras yo voy corriendo y cojo el carrito de Benny Taylor. No tardo un minuto.
Desapareció, y a poco se presentó con el carro, puso en él los dos sacos, los tapó con unos trapos y echó a andar arrastrando su carga. Cuando llegaron frente a la casa del galés se pararon para descansar. Ya se disponían a seguir su camino, cuando salió el galés a la puerta.
—¡Eh!, ¿quién va ahí? —dijo.
—Huck y Tom Sawyer.
—¡Magnífico! Veníos conmigo, chicos, que estáis haciendo esperar a todos. ¡Hala, deprisa! Yo os llevaré el carro. Pues pesa más de lo que parece… ¿Qué lleváis aquí, ladrillos o hierro viejo?
—Metal viejo —contestó Tom.
Ya me parecía. Los chicos de este pueblo gastan más trabajo y más tiempo en buscar cuatro pedazos de hierro viejo para venderlo en la fundición, que gastarían en ganar doble dinero trabajando como Dios manda. Pero así es la humanidad. ¡Deprisa, chicos, deprisa!
Los chicos le preguntaron el porqué de aquel apresuramiento.
—No os preocupéis; lo veréis en cuanto lleguemos a casa de la viuda.
Huck dijo, con cierta escama, porque estaba de antiguo acostumbrado a falsas acusaciones:
—Míster Jones, no hemos estado haciendo nada.
El galés se echó a reír.
—De eso no sé nada, Huck. Yo no sé nada. ¿No estáis la viuda y tú en buenos términos?
—Sí. Al menos ella ha sido buena conmigo.
—Pues entonces, ¿qué tienes que temer?
Esta pregunta no estaba aún satisfactoriamente resuelta en la despaciosa mente de Huck cuando fue empujado, juntamente con Tom, en el salón de recibir de la viuda. Jones dejó el carro a la puerta y entró tras ellos.
El salón estaba profusamente iluminado, y toda la gente de alguna importancia en el pueblo estaba allí: los Thatcher, los Harper, los Rogers, tía Polly, Sid, Mary, el reverendo pastor, el director del periódico y muchos más, todos vestidos con el fondo del área. La viuda recibió a los muchachos con tanta amabilidad como hubiera podido mostrar cualquiera ante dos seres de aquellas trazas. Estaban cubiertos de la cabeza a los pies de barro y de sebo. Tía Polly se puso colorada como un tomate, de pura vergüenza, y frunció el ceño a hizo señas amenazadoras a Tom. Pero nadie sufrió tanto, sin embargo, como los propios chicos.
—Tom no estaba en casa todavía —dijo el galés; así es que desistí de traerlo; pero me encontré con él y con Huck en mi misma puerta y me los traje más que a paso.
—Hizo usted muy bien —dijo la viuda—. Venid conmigo, muchachos.
Se los llevó a una alcoba y les dijo:
—Ahora os laváis y os vestís. Ahí están dos trajes nuevos, camisas, calcetines, todo completo. Son de Huck. No, no me des las gracias, Huck. Míster Jones ha comprado uno y yo el otro. Pero os vendrán bien a los dos. Vestíos deprisa. Os esperaremos, y en cuanto estéis lo bastante limpios vais allá.
Después se marchó.
Huck dijo:
—Nos podemos descolgar si encontramos una soga. La ventana no está muy alta.
—¡Un cuerno! ¿Para qué quieres tú descolgarte?
—No estoy hecho a esa clase de gente. No puedo aguantar esto. Yo no voy abajo, Tom.
—¡Cállate! Eso no es nada. A mí no me importa un pito. Yo estaré contigo.
Sid apareció en aquel momento.
—Tom —dijo—, la tía te ha estado aguardando toda la tarde. Mary te había ya sacado el traje de los domingos, y todo el mundo estaba rabiando contra ti. Dime, ¿no es sebo y barro esto que tienes en la ropa?
—Anda con ojo, señor Sid, y no te metas en lo que no te importa. Y oye, ¿por qué han armado aquí todo esto?
—Es una de esas fiestas que siempre está dando la viuda. Esta vez es para míster Jones y sus hijos, a causa de haberla salvado de lo de aquella noche. Y todavía puedo decirte otra cosa, si quieres saberla.
—¿Cuál?
—Pues que míster Jones se figura que va a dar un gran golpe contando aquí a la gente una cosa que nadie sabe; pero yo se la oí mientras se la decía a tía Polly el otro día, en secreto, y me parece que ya no tiene mucho de secreto para estas horas. Todo el mundo lo sabe y la viuda también, por mucho que ella quiera hacer como que no se ha enterado. Míster Jones tenía empeño en que Huck estuviera aquí. No podía lucir su gran secreto sin Huck, ¿sabes?
—¿Qué secreto, Sid?
—El de Huck siguiendo a los ladrones hasta aquí. Me figura que míster Jones iba a darse mucho tono con su sorpresa, pero le va a fallar. —Y Sid parecía muy contento y satisfecho.
—Sid, ¿has sido tú el que lo ha dicho?
—No importa quién fuese. Alguien lo ha dicho, y con eso basta.
—Sólo hay una persona en el pueblo lo bastante baja para hacer eso, y ése eres tú, Sid. Si tú hubieras estado en lugar de Huck, te hubieras escurrido por el monte abajo y no hubieras dicho a nadie una palabra de los ladrones. No puedes hacer más que cosas bajas y no puedes ver que elogien a nadie por hacerlas buenas. Toma, y «no des las gracias», como dice la viuda. Y Tom sacudió a Sid un par de guantadas y le ayudó a ir hasta la puerta a puntapiés.
—Ahora, vete —le dijo—, y cuéntaselo a tu tía, si te atreves, y mañana te atraparé.
Pocos momentos después los invitados de la viuda estaban sentados a la mesa para cenar, y una docena de chiquillos acomodados en mesitas laterales, según la moda de aquella tierra y de aquel tiempo. En el momento oportuno míster Jones pronunció su discursito, en el que dio las gracias a la viuda por el honor que dispensaba a él y a sus hijos; pero dijo que había otra persona, cuya modestia…
Y siguió adelante por aquel camino. Disparó su secreto, de la participación de Huck en la aventura, en el más dramático estilo que su habilidad le permitió; pero la sorpresa que produjo eran en gran parte fingida y no tan clamorosa y efusiva como lo hubiera sido en más propicias circunstancias. La viuda, sin embargo, representó bastante bien su asombro, y amontonó tantos elogios y tanta gratitud sobre la cabeza de Huck que casi se le olvidó al citado la incomodidad, apenas soportable, que le causaba el traje nuevo, ante el embarazo, insoportable del todo, de ser ofrecido como blanco a las miradas de todos y sus laudatorios comentarios.
Dijo la viuda que pensaba dar albergue a Huck bajo su techo y que recibiese una educación, y que cuando pudiera hacerlo le pondría en camino de ganarse la vida modestamente. La ocasión era única, y Tom la aprovechó.
—Huck no lo necesita —dijo—. Huck es rico.
Sólo el temor de faltar a la etiqueta impidió que estallase la risa que merecía aquella broma. Pero el silencio era un tanto embarazoso. Tom lo rompió.
—Huck tiene dinero —dijo—. Puede que ustedes no lo crean, pero lo tiene a montones. No hay para qué reírse: yo se lo demostraré. Esperen un minuto.
Salió corriendo del comedor. Todos se miraron unos a otros, curiosos y perplejos, y después las miradas interrogantes se dirigieron a Huck, que seguía silencioso como un pez.
—Sid, ¿qué le pasa a Tom? —preguntó tía Polly—. Ese chico… ¡Nada! ¡No acaba una de entenderle! Yo nunca…
Entró Tom, abrumado bajo el peso de los sacos, y tía Polly no pudo acabar la frase. Tom derramó el montón de monedas amarillas sobre la mesa, diciendo: