—Es la mar de divertido. Si supieras lo que Amy Lawrence y yo…
En los grandes ojos que le miraban vio Tom la torpeza cometida, y se detuvo, confuso.
—¡Tom! ¡Yo no soy la primera que ha sido tu novia!
La muchachita empezó a llorar.
—No llores, Becky —dijo Tom—. Ella ya no me importa nada.
—Sí, sí te importa, Tom… Tú sabes que sí.
Tom trató de echarle un brazo en torno del cuello, pero ella lo rechazó y volvió la cara a la pared y siguió llorando. Hizo él otro intento, con persuasivas palabras, y ella volvió a rechazarlo. Entonces se le alborotó el orgullo, y dio media vuelta y salió de la escuela. Se quedó un rato por allí, agitado y nervioso, mirando de cuando en cuando a la puerta, con la esperanza de que Becky se arrepentiría y vendría a buscarlo. Pero no hubo tal cosa. Entonces comenzó a afligirse y a pensar que la culpa era suya. Mantuvo una recia lucha consigo mismo para decidirse a hacer nuevos avances, pero al fin reunió ánimos para la empresa y entró en la escuela.
Becky seguía aún en el rincón, vuelta de espaldas, sollozando, con la cara pegada a la pared. Tom sintió remordimientos. Fue hacia ella y se detuvo un momento sin saber qué hacer. Después dijo, vacilante:
—Becky, no me gusta nadie sino tú.
No hubo más respuestas que los sollozos.
—Becky —prosiguió implorante—, ¿no quieres responderme?
Más sollozos.
Tom sacó su más preciado tesoro, un boliche de latón procedente de un morillo de chimenea, y lo pasó en torno de la niña para que pudiera verlo.
—Becky —dijo—, hazme el favor de tomarlo.
Ella lo tiró contra el suelo. Entonces Tom salió de la escuela y echó a andar hacia las colinas, muy lejos, para no volver más a la escuela por aquel día. Becky empezó a barruntarlo. Corrió hacia la puerta: no se le veía por ninguna parte. Fue al patio de recreo: no estaba allí. Entonces gritó:
—¡Tom! ¡Tom! ¡Vuelve!
Escuchó anhelosamente, pero no hubo respuesta. No tenía otra compañía que la soledad y el silencio. Se sentó, pues, a llorar de nuevo y a reprocharse por su conducta, y ya para entonces los escolares empezaban a llegar, y tuvo que ocultar su pena y apaciguar su corazón y que echarse a cuestas la cruz de toda una larga tarde de tedio y desolación, sin nadie, entre los extraños que la rodeaban, en quien confiar sus pesares.
Tom se escabulló de aquí para allá por entre las callejas hasta apartarse del camino de los que regresaban a la escuela, después siguió caminando lenta y desmayadamente. Cruzó dos o tres veces un regato, por ser creencia entre los chicos que cruzar agua desorientaba a los perseguidores. Media hora después desapareció tras la mansión de Douglas, en la cumbre del monte, y ya apenas se divisaba la escuela en el valle, que iba dejando atrás. Se metió por un denso bosque, dirigiéndose fuera de toda senda, hacia el centro de la espesura, y se sentó sobre el musgo, bajo un roble de ancho ramaje. No se movía la menor brisa; el intenso calor del mediodía había acallado hasta los cantos de los pájaros; la Naturaleza toda yacía en un sopor no turbado por ruido alguno, a no ser, de cuando en cuando, por el lejano martilleo de un picamaderos, y aun esto parecía hacer más profundo el silencio y la obsesionante sensación de soledad. Tom era todo melancolía y su estado de ánimo estaba a tono con la escena. Permaneció sentado largo rato meditando, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos. Le parecía que la vida era no más que una carga, y casi envidiaba a Jimmy Hodges, que hacía poco se había librado de ella. Qué apacible debía de ser, pensó, yacer y dormir y sonar por siempre jamás, con el viento murmurando por entre los árboles y meciendo las flores y las hierbas de la tumba, y no tener ya nunca molestias ni dolores que sufrir. Si al menos tuviera una historia limpia, hubiera podido desear que llegase el fin y acabar con todo de una vez. Y en cuanto a Becky, ¿qué había hecho él? Nada. Había obrado con la mejor intención del mundo y le habían tratado como a un perro. Algún día lo sentiría ella…; quizá cuando ya fuera demasiado tarde. ¡Ah, si pudiera morirse por unos días!
Pero el elástico corazón juvenil no puede estar mucho tiempo deprimido. Tom empezó insensiblemente a dejarse llevar de nuevo por las preocupaciones de esta vida. ¿Qué pasaría si de pronto volviese la espalda a todo y desapareciera misteriosamente? ¿Si se fuera muy lejos, muy lejos, a países desconocidos, más allá de los mares, y no volviese nunca? ¿Qué impresión sentiría ella? La idea de ser clown le vino a las mientes; pero sólo, para rechazarla con disgusto, pues la frivolidad y las gracias y los calzones pintarrajeados eran una ofensa cuando pretendían profanar un espíritu exaltado a la vaga, augusta región de lo novelesco. No; sería soldado, para volver al cabo de muchos años como un inválido glorioso. No, mejor aún: se iría con los indios, y cazaría búfalos, y seguiría la «senda de guerra» en las sierras o en las vastas praderas del lejano Oeste, y después de mucho tiempo volvería hecho un gran jefe erizado de plumas, pintado de espantable modo, y se plantaría de un salto, lanzando un escalofriante grito de guerra, en la escuela dominical, una soñolienta mañana de domingo, y haría morir de envidia a sus compañeros. Pero no, aún había algo más grandioso. ¡Sería pirata! ¡Eso sería! Ya estaba trazado su porvenir, deslumbrante y esplendoroso. ¡Cómo llenaría su nombre el mundo y haría estremecerse a la gente! ¡Qué gloria la de hendir los mares procelosos con un rápido velero, el
Genio de la Tempestad
, con la terrible bandera flameando en el tope! Y en el cenit de su fama aparecería de pronto en el pueblo, y entraría arrogante en la iglesia, tostado y curtido por la intemperie, con su justillo y calzas de negro terciopelo, sus grandes botas de campaña, su tahalí escarlata, el cinto erizado de pistolones de arzón, el machete, tinto en sangre, al costado, el ancho sombrero con ondulantes plumas, y desplegada la bandera negra ostentando la calavera y los huesos cruzados, y oiría con orgulloso deleite los cuchicheos: «¡Ése es Tom Sawyer el Pirata! ¡El tenebroso Vengador de la América española!».
Sí, era cosa resuelta; su destino estaba fijado. Se escaparía de casa para lanzarse a la aventura. Se iría a la siguiente mañana. Debía empezar, pues, por reunir sus riquezas. Avanzó hasta un tronco caído que estaba allí cerca y empezó a escarbar debajo de uno de sus extremos con el cuchillo «Barlow». Pronto tocó en madera que sonaba a hueco; colocó sobre ella la mano y lanzó solemnemente este conjuro:
—Lo que no está aquí,
que venga
. Lo que esté aquí, que se quede.
Después separó la tierra, y se vio una ripia de pino; la arrancó, y apareció debajo una pequeña y bien construida cavidad para guardar tesoros, con el fondo y los costados también de ripias. Había allí una canica. ¡Tom se quedó atónito! Se rascó perplejo la cabeza y exclamó:
—¡Nunca vi cosa más rara!
Después arrojó lejos de sí la bola, con gran enojo, y se quedó meditando. El hecho era que había fallado allí una superstición que él y sus amigos habían tenido siempre por infalible. Si uno enterraba una canica con ciertos indispensables conjuros y la dejaba dos semanas, y después abría el escondite con la fórmula mágica que él acababa de usar, se encontraba con que todas las canicas que había perdido en su vida se habían juntado allí, por muy esparcidas y separadas que hubieran estado. Pero esto acababa de fracasar, allí y en aquel instante, de modo incontrovertible y contundente. Todo el edificio de la fe de Tom quedó cuarteado hasta los cimientos. Había oído muchas veces que la cosa había sucedido, pero nunca que hubiera fallado. No se le ocurrió que él mismo había hecho ya la prueba muchas veces, pero sin que pudiera encontrar el escondite después. Rumió un rato el asunto, y decidió al fin que alguna bruja se había entrometido y roto el sortilegio. Para satisfacerse sobre este punto buscó por allí cerca hasta encontrar un montoncito de arena con una depresión en forma de chimenea en el medio. Se echó al suelo, y acercando la boca al agujero dijo:
¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!
¡Chinche holgazana, chinche holgazana, dime lo que quiero saber!
La arena empezó a removerse y a poco una diminuta chinche negra apareció un instante y en seguida se ocultó asustada.
—¡No se atreve a decirlo! De modo que ha sido una bruja la que lo ha hecho. Ya lo decía yo.
Sabía muy bien la futilidad de contender con brujas; así es que desistió, desengañado. Pero se le ocurrió que no era cosa de perder la canica que acababa de tirar, a hizo una paciente rebusca. Pero no pudo encontrarla. Volvió entonces al escondite de tesoros, y colocándose exactamente en la misma postura en que estaba cuando la arrojó sacó otra del bolsillo y la tiró en la misma dirección, diciendo:
—Hermana, busca a tu hermana.
Observó dónde se detenía, y fue al sitio y miró. Pero debió de haber caído más cerca o más lejos, y repitió otras dos veces el experimento. La última dio resultado: las dos bolitas estaban a menos de un pie de distancia una de otra.
En aquel momento el sonido de una trompetilla de hojalata se oyó débilmente bajo las bóvedas de verdura de la selva. Tom se despojó de la chaqueta y los calzones, convirtió un tirante en cinto, apartó unos matorrales de detrás del tronco caído, dejando ver un arco y una flecha toscamente hechos, una espada de palo y una trompeta también de hojalata, y en un instante cogió todas aquellas cosas y echó a correr, desnudo de piernas, con los faldones de la camisa revoloteando. A poco se detuvo bajo un olmo corpulento, respondió con un toque de corneta, y después empezó a andar de aquí para allá, de puntillas y con recelosa mirada, diciendo en voz baja a una imaginaria compañía:
—¡Alto, valientes míos! Seguid ocultos hasta que yo toque.
En aquel momento apareció Joe Harper, tan parcamente vestido y tan formidablemente armado como Tom. Éste gritó:
—¡Alto! ¿Quién osa penetrar en la selva de Therwood sin mi salvoconducto?
—¡Guy de Guisborne no necesita salvoconducto de nadie! ¿Quién sois que, que…?
—¿… que osáis hablarme así? —dijo Tom apuntando, pues ambos hablaban de memoria, «por el libro».
—¡Soy yo! Robin Hood, como vais a saber al punto, a costa de vuestro menguado pellejo.
—¿Sois, pues, el famoso bandolero? Que me place disputar con vos los pasos de mi selva. ¡Defendeos!
Sacaron las espadas de palo, echaron por tierra el resto de la impedimenta, cayeron en guardia, un pie delante del otro, y empezaron un grave y metódico combate, golpe por golpe. Al cabo, exclamó Tom:
—Si sabéis manejar la espada, ¡apresuraos!
Los dos «se apresuraron», jadeantes y sudorosos. A poco gritó Tom:
—¿Por qué no te caes?
—¡No me da la gana! ¿Por qué no te caes tú? Tú eres el que va peor.
—Pero eso no tiene nada que ver. Yo no puedo caer. Así no está en el libro. El libro dice: «Entonces, con una estocada traicionera mató al pobre Guy de Guisborne». Tienes que volverte y dejar que te pegue en la espalda.
No era posible discutir tales autoridades, y Joe se volvió, recibió el golpe y cayó por tierra.
—Ahora —dijo, levantándose—, tienes que dejarme que te mate a ti. Si no, no vale.
—Pues no puede ser: no está en el libro.
—Bueno, pues es una cochina trampa, eso es.
—Pues mira —dijo Tom—, tú puedes ser el lego Tuk, o Much, el hijo del molinero, y romperme una pata con una estaca; o yo seré el
sheriff
de Nottingham y tú serás un rato Robin Hood, y me matas.
La propuesta era aceptable, y así esas aventuras fueron representadas. Después Tom volvió a ser Robin Hood de nuevo, y por obra de la traidora monja que le destapó la herida se desangró hasta la última gota. Y al fin Joe, representando a toda una tribu de bandoleros llorosos, se lo llevó arrastrando, y puso el arco en sus manos exangües, y Tom dijo: «Donde esta flecha caiga, que entierren al pobre Robin Hood bajo el verde bosque». Después soltó la flecha y cayó de espaldas, y hubiera muerto, pero cayó sobre unas ortigas, y se irguió de un salto, con harta agilidad para un difunto.
Los chicos se vistieron, ocultaron sus avíos bélicos y se echaron a andar, lamentándose de que ya no hubiera bandoleros y preguntándose qué es lo que nos había dado la moderna civilización para compensarnos. Convenían los dos en que más hubieran querido ser un año bandidos en la selva de Sherwood que presidentes de los Estados Unidos por toda la vida.
Aquella noche, a las nueve y media, como de costumbre, Tom y Sid fueron enviados a la cama. Dijeron sus oraciones, y Sid se durmió en seguida. Tom permaneció despierto, en intranquila espera. Cuando ya creía que era el amanecer, oyó al reloj dar las diez. Era para desesperarse. Los nervios le incitaban a dar vueltas y removerse, pero temía despertar a Sid. Por eso permanecía inmóvil, mirando a la oscuridad. Todo yacía en una fúnebre quietud. Poco a poco fueron destacándose del silencio ruidos apenas perceptibles. El tictac del reloj empezó a hacerse audible; las añosas vigas, crujir misteriosamente; en las escaleras también se oían vagos chasquidos. Sin duda los espíritus andaban de ronda. Un ronquido discreto y acompasado salía del cuarto de tía Polly. Y entonces el monótono cri-cri de un grillo, que nadie podría decir de dónde venía, empezó a oírse. Después se oyó, en la quietud de la noche, el aullido lejano y lastimoso de un can; y otro aullido lúgubre, aún más lejano, le contestó. Tom sentía angustias de muerte. Al fin pensó que el tiempo había cesado de correr y que había empezado la eternidad; comenzó, a su pesar, a adormilarse; el reloj dio las once, pero no lo oyó. Y entonces, vagamente, llegó hasta él, mezclado con sus sueños, aún informes, un tristísimo maullido. Una ventana que se abrió en la vecindad, le turbó. Un grito de ¡Maldito gato! ¡Vete!, y el estallido de una botella vacía contra la pared trasera del cobertizo de la leña acabó de despabilarle, y en un solo minuto estaba vestido, salía por la ventana y gateaba en cuatro pies por el tejado, que estaba al mismo nivel. Maulló dos o tres veces, con gran comedimiento; después saltó al tejado de la leñera, y desde allí, al suelo. Huckleberry le esperaba, con el gato muerto. Los chicos se pusieron en marcha y se perdieron en la oscuridad. Al cabo de media hora estaban vadeando por entre la alta hierba del cementerio.
Era un cementerio en el viejo estilo del Oeste. Estaba en una colina a milla y media de la población. Tenía como cerco una desvencijada valla de tablas, que en unos sitios estaba derrumbada hacia adentro y en otros hacia fuera, y en ninguno derecha. Hierbas y matorrales silvestres crecían por todo el recinto. Todas las sepulturas antiguas estaban hundidas en tierra; tablones redondeados por un extremo y roídos por la intemperie se alzaban hincados sobre las tumbas, torcidos y como buscando apoyo, sin encontrarlo. «Consagrado a la memoria de Fulano de Tal», había sido pintado en cada uno de ellos, mucho tiempo atrás; pero ya no se podía leer aunque hubiera habido luz para ello.