Al cabo de un instante, Calista y Andrew se les unieron en el supramundo. Advirtió que Calista no se había ataviado con la túnica carmesí de una Celadora. Cuando la idea llegó a ella, la joven sonrió y le dijo:
—Te dejo el cargo a ti, Damon.
Para un duelo entre Celadores, tal vez debería vestirse con el carmesí ritual, sagrado, de un Celador, pero la idea le pareció blasfema, y de repente supo por qué.
¡No combatiría en esta batalla según las leyes de Arilinn! No era Celador según esas leyes crueles, negadoras de la vida... ¡era un
tenerézu
de una tradición más antigua, que defendía su derecho a serlo! Usaría los colores de su Dominio y nada más.
Andrew ocupó el lugar de un guardaespaldas juramentado, dos pasos detrás de él. Damon buscó a su derecha la mano de Ellemir, y a la izquierda la de Calista, y sintió apenas el roce de sus dedos, como siempre se sentía el contacto en el supramundo. Dijo en voz baja:
—El sol se alza del lado de nuestra Torre. Sentid su fuerza que nos rodea. La construimos aquí como refugio, Ahora debe erguirse y permanecer aquí, no sólo para nosotros, sino como un símbolo para todos los mecánicos de matrices que se niegan a someterse a las crueles restricciones de las Torres, como un refugio y un faro para todos aquellos que vendrán después.
A Andrew le pareció que podía ver el sol elevándose
a través
de los muros, a pesar de que éstos los rodeaban con toda fortaleza. Calista se lo había explicado una vez:
En el mundo de la supraluz, donde ahora se encontraban, no existía nada semejante a la oscuridad, porque la luz no procedía de un sol sólido. Venía de la red energética del cuerpo solar, que podía brillar a través de la red energética del cuerpo del planeta. Para Andrew el sol rojo era enorme, una pálida luz que se elevaba más allá de la Torre y, de algún modo, a través de ella, derramaba una luz carmesí, ensangrentando las nubes.
Un relámpago centelleó alrededor de ellos, cegándoles, y por un momento pareció que la Torre se tambaleaba, que temblaba, que la textura misma del supramundo se estremecía en su penumbra. Fuertemente contactados, sintieron que los muros de la Torre les rodeaban, fuertes, protectores, mientras Damon daba una rápida explicación a Andrew y Ellemir, menos experimentados.
Tratarán de destruir la Torre, pero como lo que se mantiene firme aquí es nuestra visualización de ella, no podrán hacerlo si nuestra percepción no se debilita.
Uno de los juegos favoritos de los técnicos, mientras recibían el entrenamiento, era el de batirse ficticiamente a duelo en el supramundo, donde la materia mental era completamente maleable, y donde todas sus construcciones podían ser borradas con un pensamiento, tan rápidamente como habían brotado. Aunque sabía que era tan sólo una ilusión, Damon sentía, no obstante, cierto miedo físico, puramente irracional, cada vez que un rayo caía sobre la Torre y parecía sacudirla con sus ruidos ensordecedores. Podía ser un juego peligroso, pues lo que le ocurriera al cuerpo del mundo astral podía ocurrirle también, por repercusión, al yo físico. Pero detrás de los muros de su Torre, todos estaban a salvo.
No pueden hacernos daño. Y yo no deseo hacerles daño a ellos, sólo estar a salvo con mis amigos...
Pero sabía que ellos no lo aceptarían. Tarde o temprano, el interminable ataque del exterior acabaría por debilitarlos. Su única defensa era atacar.
Con la rapidez del pensamiento, todos ellos se encontraron en la más alta muralla de la Torre. A Andrew le pareció sentir bajo los pies la firmeza de la roca. Estaba vestido, como siempre en el supramundo, con la gris tela plateada del uniforme del Imperio Terrano, y en cuanto lo advirtió, sintió que su ropa variaba.
No, ya no soy verdaderamente terrano ahora.
Advirtió, tan sólo con un hilo de conciencia, que tenía puestos sus pantalones de montar, de cuero, y la chaqueta de piel que usaba para trabajar en la propiedad. Bien, ése era ahora su verdadero yo; ahora
pertenecía
a Armida.
Mientras permanecían en lo alto de la Torre, podían divisar la masa de Arilinn, que resplandecía como un faro. Damon se preguntó cómo se habría aproximado tanto. Después advirtió que se trataba de la visualización de Leonie y su círculo, que habían dicho que ellos habían construido la torre prohibida delante de su mismo umbral. A Damon le había parecido muy lejana, a mundos de distancia. Pero ahora estaba muy cerca, tan cerca que pudo ver a Leonie, una estatua con velo carmesí, que convertía puñados de materia mental en rayos que luego les lanzaba. Damon los detuvo, a mitad de camino, con sus propios rayos, los vio estallar y caer sobre el círculo que se hallaba en pie en lo alto de Arilinn, y vio también que se abría una grieta en la superficie de la fortaleza.
¡Nos perciben como una amenaza para ellos! ¿Por qué?
Sólo transcurrió un momento, y otra vez el rayo volvió a caer alrededor de ellos, mientras se desataba una feroz batalla de rayos que se lanzaban y se interceptaban. Damon percibió un pensamiento casual —probablemente de Andrew—:
Me siento como Júpiter lanzando sus truenos.
Se preguntó, con un fragmento infinitesimal de su conciencia, quién o qué sería Júpiter.
Puedo destruir la Torre de Arilinn, porque por alguna razón nos tienen miedo.
Pero Leonie cambió bruscamente su táctica. Los rayos se extinguieron y de repente los cuatro sintieron que se ahogaban, mientras caía sobre ellos una lluvia de lodo nauseabundo, sofocándoles, haciéndoles vomitar de asco. Como si fuera fango, semen, excrementos de caballos, los rastros que dejaban las babosas que invadían los invernaderos durante la época de lluvias... Se ahogaban en la inmundicia.
¿Es así como ven lo que hemos hecho?
Damon se debatió para limpiar su mente de la náusea, liberando su mano de... No, eso era otorgarle realidad. Rápidamente, contactando las manos y las mentes de su círculo, condensó el lodo, convirtiéndolo en rica tierra fertilizada, y lo dejó caer de sus cuerpos hasta que de sus ricas profundidades brotaron flores y frutos, cubriendo el techo de la Torre en la que se hallaban con la tumultuosa vida de la primera floración primaveral. Se irguieron triunfantes en medio de un campo de flores, reafirmando la vida que podía brotar de la fealdad.
Luché contra el Gran Gato fuera de una Torre, y triunfé.
Como afirmando el acto que le había dado conciencia de su propio poder psi, inalterado por los años que había pasado fuera de la Torre, invocó al Gran Gato, volcando en esa imagen sus mentes enlazadas, y enviándolo a cernirse sobre las alturas de Arilinn.
¡Mientras el Gran Gato asolaba las Kilghard Hills y llevaba oscuridad, terror y hambre a nuestro pueblo, todos vosotros os quedasteis tranquilos en Arilinn, sin hacer nada para ayudar!
Las dos Torres estaban ahora tan próximas que Damon pudo ver el rostro de Leonie
a través
de su velo, centelleando por la ira y la desesperación. En el supramundo, pensó objetivamente Damon, todavía era tan bella como antes. Pero sólo pudo verla durante un momento, pues su rostro se desvaneció en una oscuridad giratoria que borró su círculo. Donde había estado Leonie, se irguió un dragón, rugiendo y escupiendo llamas. Con escamas y garras doradas, alto hasta el cielo por encima de Arilinn, bañó con su fuego la Torre prohibida. Damon sintió el calor lacerante, sintió que su cuerpo se chamuscaba y se marchitaba en el fuego, sintió el Grito agónico de Calista, sintió el terror de Ellemir, y por un momento se preguntó si Leonie tendría éxito y lograría desalojarles del supramundo, obligándoles a retomar sus cuerpos físicos...
Pero junto con la llama sintió también la conciencia de una leyenda que había en la mente de Andrew:
Quémanos y volveremos a renacer como el fénix de nuestras propias cenizas...
Atravesando, con sus últimas fuerzas, el fuego y el incendio que amenazaba con expulsarlos del supramundo, Damon reforzó aún más el contacto telepático. Juntos, volcaron toda su fuerza física en la cambiante materia del supramundo, dando forma a un pájaro gigantesco, de plumas ardientes, que llameaba en la unión extática que les consumía, en la unión de sus cuatro mentes. En la mente de Andrew, Damon percibió que todos ellos estaban desnudos en el interior de una oscuridad, en un huevo, mientras las llamas los consumían totalmente, los convertían en cenizas. Después, en un éxtasis que seguía expandiéndose, la cáscara que los rodeaba se rompió y ellos surgieron de las cenizas, desplegando poderosas alas en un único estallido de llameante energía que se alzaba sobre Arilinn, triunfante... Del pico del fénix brotaron truenos y relámpagos y rayos que conmovieron y agrietaron la Torre de Arilinn. Damon vio, como muy abajo, las pequeñas formas de Leonie y los de su círculo, que observaban con miedo y desesperación.
¡Leonie! ¡No puedes destruirnos! ¡Pido paz!
Damon sabía que no quería destruir Arilinn. Había sido su hogar. Había sufrido allí de manera insoportable, al igual que Calista, pero no obstante allí también le habían entrenado, le habían disciplinado, le habían enseñado a usar toda su fuerza, y a controlarla. Su entrenamiento de Arilinn era la base de todo lo que era ahora, de aquello en lo que eventualmente se convertiría. Arilinn debería permanecer para siempre, en el supramundo y el mundo real, como un hogar para los telépatas, como un símbolo de lo que había sido el entrenamiento de Torre y de lo que alguna vez podría volver a ser. La fuerza y el poder de los Dominios.
Pero la voz de Leonie fue temblorosa, casi inaudible.
—No, Damon, atácanos. Destruyenos completamente, así como has destruido todo lo que defendemos.
—No, Leonie.
Y de repente se encontraron frente a frente sobre la gris planicie del supramundo. Y él supo —y supo que Leonie compartía el pensamiento— que nunca podría hacerle daño. El la amaba, siempre la había amado, siempre la amaría.
—Y yo también te amo —dijo Calista con ternura, a su lado. Tendió los brazos hacia Leonie y entonces, tal como nunca lo había hecho en el mundo real, tomó a Leonie en sus brazos, estrechándola en un tierno abrazo—. Pero, Leonie, mi amada madre adoptiva, ¿no te das cuenta de lo que ha hecho Damon?
—Ha destruido las Torres —dijo Leonie, temblando—. ¡Y tú, Calista, nos has traicionado a todos! —Se desasió de la joven, mirándola con horror.
Damon, que se hallaba ahora en contacto con Leonie, supo que ella podía
ver
lo que le había ocurrido a Calista, que era una mujer que amaba y que era amada, una mujer satisfecha... no una Celadora en el antiguo sentido, pero que sin embargo conservaba todo el poder y la fuerza de su entrenamiento.
—Calista, Calista, ¿qué has hecho?
Fue Damon quien respondió, suavemente pero con firmeza.
—Hemos descubierto la antigua manera de trabajar, con la que una Celadora no debe sacrificar su vida ni todos los goces que ésta le proporciona.
Entonces mi vida fue inútil, mi sacrificio innecesario.
Y, con una desesperación que Damon no podía medir ni tolerar:
Déjame morir ahora.
Él podía ver
a través
de ella, con la nueva visión de un Celador, y vio, horrorizado, lo que ella misma se había hecho. ¿Por qué nunca lo había advertido? Le había despedido de la Torre para eliminar para siempre la tentación de que él pudiera perder el control y revelar su deseo por ella. Pero ¿para eliminar
su propia
tentación? Las leyes prohibían la neutralización de una mujer del Comyn, y ella había estado cerca de hacerlo con Calista, aunque se había detenido.
Pero ¿en su propio caso?
—Tu sacrificio no fue innecesario, Leonie —dijo él, con angustiada compasión—. Tú y todos aquellos como tú que han mantenido viva la tradición, han mantenido con vida las antiguas ciencias de matrices de Darkover para que algún día se hiciera posible este redescubrimiento. Tu heroísmo ha hecho posible que nuestros hijos y nuestros nietos hagan uso de las viejas ciencias sin tanto sufrimiento y tragedia. No deseo destruir las Torres sino tan sólo aliviarte de parte de tu carga, para posibilitar que otros sean entrenados fuera de las Torres, y así no habrá necesidad de que nadie ofrende su vida, y el precio no será tan cruel, tan alto. Tú, y todos aquellos que han venido de Arilinn y de las otras Torres, han mantenido encendida la llama, aunque hayan debido alimentarla con la propia carne y la propia sangre.
Damon permaneció desarmado ante todos ellos, sabiendo que podían destruirle ahora, pero sabiendo también, con un profundo conocimiento interno, que todos habían escuchado sus palabras.
—Ahora esa llama puede avivarse, y no alimentándose de sus propias vidas. Leonie —se volvió una vez más hacia ella, con las manos en un gesto de súplica—, si tú cediste bajo la presión, tú, una Hastur y Dama de Arilinn, entonces sin duda es una carga demasiado pesada para cualquier mortal, hombre o mujer. Nadie podría llevarla sin quebrarse. Trabajemos, Leonie, sigamos con lo que ya hemos empezado, para que llegue el día en que una vez más los hombres y mujeres que vengan a las Torres puedan hallar gozo en su trabajo, no interminables sacrificios o una muerte en vida.
Lentamente, Leonie agachó la cabeza.
—Te reconozco como Celador, Damon —dijo—. Estás más allá de cualquier daño o venganza que podamos infligirte. Merecemos cualquier castigo que decidas.
Damon respondió, dolorido:
—No puedo infligirte ningún castigo mayor que el que tú misma te has infligido, Leonie, la sentencia voluntaria que deberás seguir soportando hasta que haya otra generación con fuerza suficiente. Que Avarra quiera que tú seas la última Celadora de Arilinn que deba arrastrar esta muerte en vida, pero debes seguir siendo la Celadora de Arilinn hasta que Janine pueda llevar esa carga por su cuenta.
Y tu único castigo será saber que para ti es demasiado tarde.
Desgarrado por la agonía de Leonie, supo que siempre había sido demasiado tarde para ella. Era demasiado tarde ya, a los quince años, cuando había entrado en la Torre de Dalereuth y había hecho el juramento de Celadora. La vio retroceder cada vez más, como una estrella que desaparecía en la luz matinal. Vio que la Torre de Arilinn también retrocedía en el fluido horizonte del supramundo, hasta empequeñecerse en la distancia, brillar luego con una débil luz azul y desaparecer. Damon, Andrew, Ellemir y Calista quedaron solos en la Torre prohibida y entonces, con una aguda conmoción, también el supramundo desapareció y todos se encontraron en su suite del castillo Comyn. Al otro lado de la ventana, las cumbres relucían bajo la luz solar, pero el gran sol rojo apenas se había alzado en el horizonte.