Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—Creo que eso es llevar las cosas un poco lejos, monsieur Poirot
—Quizá, quizá Pero tenemos que llevarlas lejos. Yo creo que, en este caso, tenemos que llegar tan lejos, que la imaginación no puede ver aún claramente el camino Porque, ¿comprende usted,
mon cher
Spence?, si mistress McGinty no es más que una asistenta corriente, entonces es el
asesino
quien ha de ser extraordinario. Sí, eso se infiere claramente. Es en el asesino y no en la víctima en quien yace todo el interés de este caso. No es ese el caso en la mayoría de los crímenes. Por regla general, el eje de la situación se encuentra en la personalidad del asesinado. Son los muertos silenciosos los que suelen interesarme. Sus odios, sus amores, sus actos. Y cuando uno llega a conocer de verdad a la víctima, entonces ésta habla, y los labios muertos pronuncian un nombre, el nombre que uno quiere saber.
Spence experimentaba una fuerte sensación de incomodidad.
—¡Estos extranjeros!, parecía estarse diciendo
—Pero aquí —continuó Poirot— sucede lo contrario. Aquí adivinamos la existencia de una personalidad velada, una figura aún oculta en las tinieblas. ¿Cómo murió mistress McGinty? ¿Por qué murió? La respuesta no se hallará estudiando la vida de mistress McGinty. La contestación ha de encontrarse en la personalidad del asesino. ¿Está usted de acuerdo conmigo en eso?
—Supongo que sí —respondió cautelosamente Spence.
—Alguien que deseaba, ¿qué? ¿Matar a mistress McGinty? O ¿asestarle el golpe a James Bentley?
El superintendente emitió un "¡hum!" dubitativo.
—Sí, ese es uno de los primeros puntos por decidir. ¿Quién es la verdadera víctima? ¿Contra quién iba dirigido el golpe?
Spence preguntó con incredulidad
—¿Es posible que usted crea que alguien haya sido capaz de matar a una anciana completamente inofensiva nada más que por conseguir que otro muera ahorcado como asesino?
—No se puede hacer una tortilla, dicen, sin romper huevos Así, pues, mistress McGinty puede ser el huevo, y James Bentley la tortilla. Por consiguiente, dígame ahora lo que sepa de este último.
—Muy poca cosa. El padre era médico. Murió cuando James tenía nueve años. Fue a una de las universidades menores. Le declararon inútil para el Ejército porque padecía del pecho. Estuvo empleado en uno de los ministerios durante la guerra y vivió con una de esas madres que no dejan a sol ni a sombra a sus hijos.
—Hay ciertas posibilidades en eso... más de las que se encuentran en la historia de mistress McGinty.
—¿Cree usted seriamente en lo que está sugiriendo?
—No; no creo nada aún. Pero digo que hay dos vías distintas de investigación y que hemos de decidir muy pronto cuál de ellas cabe seguir.
—¿Cómo piensa abordar la tarea, monsieur Poirot? ¿Puedo hacer yo algo? .
—En primer lugar, quisiera una entrevista con James Bentley.
—Eso puede arreglarse. Me pondré al habla con sus abogados.
—Después de eso, y sujeto, claro está, al resultado, si es que lo hay... y tengo muy pocas esperanzas de que lo haya... iré a Broadhinny. Allí, y con ayuda de sus notas, recorreré lo más aprisa posible el mismo terreno que ha cubierto usted antes que yo.
—Por si algo se me ha escapado —dijo Spence con una sonrisa.
—Por si acaso, prefiero yo decir, veo alguna circunstancia de manera distinta a aquella en que usted la vio. Las reacciones varían según el individuo. Y la experiencia de los hombres también. El parecido de un acaudalado financiero con un fabricante de jabón a quien había conocido en Liege tuvo, en cierta ocasión, resultados muy satisfactorios. Pero no es necesario hablar de eso ahora. Lo que yo quisiera hacer es eliminar una u otra de las vías que mencioné hace unos instantes. Y eliminar la de mistress McGinty, vía número uno, resultará evidentemente más rápido y fácil que meterse por la vía número dos. ¿Dónde puedo alojarme en Broadhinny? ¿Hay algún hotel relativamente cómodo?
—El de Los Tres Patos, pero no proporciona alojamiento. Tiene La Oveja, en Cullavon, a cinco kilómetros de distancia. y hay una especie de hospedería en el propio Broadhinny. No es, en realidad, una hospedería, sino una simple y decrépita casa rural cuyos propietarios, una pareja muy joven, admiten huéspedes. No creo —agregó, dubitativo, Spence— que sea muy cómoda.
Hércules Poirot cerró los ojos con angustia.
—Si sufro, sufro —anunció—. Ha de ser así. Ya está bien.
—No sé con qué identidad irá usted allí —continuó Spence, mirando con duda a Poirot—. Puede pasarse por cantor de ópera. Que ha perdido la voz. y que necesita reposo. Quizá eso sirva.
—Iré —afirmó Hércules con majestuoso tono— con la identidad del propio Hércules Poirot.
Spence escuchó estas palabras con los labios contraídos.
—¿Lo cree aconsejable?
—¡Yo creo que es
esencial
! Sí, esencial. Considere,
cher ami
, que luchamos contra el
tiempo
. ¿Qué sabemos? Nada. Por tanto, nuestra esperanza, nuestra
mejor
esperanza, es que me presente allí fingiendo saber mucho. Yo soy Hércules Poirot. Y yo, Hércules Poirot, no estoy satisfecho del fallo en el caso McGinty. Yo, Hércules Poirot, tengo una fuerte sospecha de
lo que ocurrió en realidad
. Hay una circunstancia que nadie más que yo ha sabido apreciar en su justo valor. ¿Comprende?
—¿Y luego?
—Y luego, habiendo lanzado la especie, observo las reacciones. Porque debe haberlas; forzosamente ha de haberlas.
El superintendente Spence miró con inquietud al hombrecillo.
—Escuche, monsieur Poirot —le dijo—. No meta usted demasiado las narices. No quiero que le suceda nada.
—Pero si algo me sucediese, quedaría demostrado, fuera de toda duda, que tenía usted razón, ¿no es cierto?
—No quiero que quede demostrado de una manera violenta.
Hércules Poirot miró con gran disgusto por el cuarto en que se hallaba. Era una habitación de majestuosas proporciones, pero ahí acababa su atractivo. Hizo una mueca elocuente al pasar el dedo por encima de una estantería. Como había supuesto, ¡polvo! Se sentó cuidadosamente en un desvencijado sofá, y los muelles rotos cedieron bajo su peso con deprimente facilidad. Los dos sillones descoloridos eran, y ya lo sabía, poco mejores. Un perro grande, de aspecto feroz, que a Poirot se le antojó sarnoso, gruñó echado en el cuarto asiento, una silla relativamente cómoda.
La estancia era espaciosa. El papel de las paredes descolorido. Colgaban de estas, de cualquier manera, grabados de acero de asuntos desagradables y dos o tres pinturas al óleo, buenas. Las fundas de los sillones estaban tan sucias como descoloridas; la alfombra, llena de agujeros, jamás había tenido un dibujo bonito. Se veían figurillas y antigüedades esparcidas sin orden ni concierto por el cuarto. Las mesas se bamboleaban peligrosamente por falta de ruedecillas en las patas. Una de las ventanas estaba abierta, y no había poder humano, al parecer, capaz de volver a cerrarla. La puerta, momentáneamente cerrada, no era fácil que permaneciera así mucho rato. El picaporte no enganchaba bien y cada ráfaga de aire la abría, inundando la habitación de fríos remolinos.
"Sufro —se dijo Hércules Poirot, compadeciéndose profundamente a sí mismo—. Sí, sufro."
Se abrió la puerta con violencia, y mistress Summerhayes y el viento entraron juntos. La dama miró en tomo suyo, y le gritó: "¿Cómo?", a alguien lejano, y volvió a marcharse.
Mistress Summerhayes era pelirroja, tenía un rostro pecoso atractivo, parecía perpetuamente aturdida y despistada, y se pasaba la mayor parte de la vida soltando y buscando cosas.
Hércules Poirot se puso en pie de un brinco y cerró la puerta.
Un momento después se abrió de nuevo y reapareció mistress Summerhayes. Esta vez llevaba en la mano un cuenco grande de porcelana y un cuchillo.
Una voz masculina gritó desde lejos:
—Maureen, el gato ha vuelto a vomitar. ¿Qué hacemos?
Mistress Summerhayes repuso:
—¡Ahora voy, querido! ¡Aguárdame!
Soltó cuenco y cuchillo y volvió a marcharse.
Poirot se levantó otra vez y cerró la puerta. Dijo:
—Decididamente sufro.
Se oyó un automóvil. El perrazo saltó de la silla y alzó la voz en creciente ladrido. Brincó sobre una mesa pequeña que había junto a la ventana, y esta se hundió con estrépito.
—
En fin
—exclamó Hércules Poirot—.
¡Cestinsupportable!
La puerta se abrió. El viento se precipitó en el cuarto. El perro salió corriendo, ladrando aún. La voz de Maureen se oyó alta y clara.
—Johnnie, ¿por qué demonios dejaste abierta la puerta de atrás? Esas malditas gallinas se han metido en la despensa.
—¡Y para esto —dijo Poirot con calor— pago yo siete guineas a la semana!
La puerta se cerró con un ruidoso golpe. Llegó hasta él, por la ventana, el cacareo de gallinas enfurecidas.
Luego la puerta se abrió otra vez, y Maureen Summerhayes entró y se abalanzó sobre el cuenco con un grito de alegría.
—No tenía ni idea de dónde lo había dejado. ¿Le importa mucho, señor... ah... hum... quiero . decir: le molestaría si me pusiese a cortar las judías y a quitarles los hilos aquí? Hay un olor demasiado desagradable en la cocina.
—
Madame
, me encantaría que lo hiciese.
Quizá no fuese esta la frase exacta; pero se aproximaba. Era la primera vez en veinticuatro horas que veía Poirot ocasión de conversar durante más de seis segundos seguidos.
Mistress Summerhayes se dejó caer en un sillón y se puso a cortar judías con frenética energía y considerable torpeza.
—Espero —dijo— que no se encontrará usted demasiado incómodo. Si hay algo que desee usted que cambie, no tiene más que decirlo.
Poirot había llegado ya a la conclusión de que la única cosa que podía tolerar siquiera en Long Meadows era su propietaria.
—Es usted demasiado amable,
madame
—replicó con cortesía—. Lo único que hubiera deseado es que hubiese estado en mi poder proporcionarle a usted servidumbre apropiada.
—¡Servidumbre! —Mistress Summerhayes dio un chillido—. ¡Qué esperanza! Ni siquiera es posible conseguir una mujer que venga por horas. A la única buena que teníamos la asesinaron. ¡Mi suerte perra!
—Debe de referirse usted a mistress McGinty —se apresuró a decir Poirot.
—A ella me refería. ¡Dios! ¡
Cómo
echo de menos a esa mujer! Claro que resultó muy emocionante por entonces. Era el primer asesinato que se cometía dentro de la familia, como quien dice. Pero, como le dije a Johnnie, fue una verdadera mala suerte para nosotros. Sin McGinty no consigo dar abasto.
—¿Le tenía usted afecto?
—Mi querido amigo, mistress McGinty era
digna de confianza
. Se podía
contar
con ella.
Venía
. Los lunes por la tarde y los jueves por la mañana... como un reloj. Ahora utilizo a mistress Burch, de allá junto a la estación. Cinco hijos y marido. Ni que decir tiene que nunca está aquí. O no se encuentra bien el marido, o se halla delicada la madre, o uno u otro de los chiquillos ha cogido alguna vil enfermedad. Con la vieja McGinty sólo ella podía ponerse enferma, y la verdad es que casi nunca sufría una indisposición.
—¿Y la encontró siempre honrada y de confianza? ¿Se fiaba por completo de ella?
—¡Oh, no se le hubiera ocurrido llevarse nunca nada.. ., ni siquiera la comida! Claro que husmeaba un poco. Leía cuantas cartas encontraba y todo eso. Pero una ya se lo espera. Quiero decir que... ¡deben de llevar una vida tan aburrida, tan gris! ¿No le parece?
—¿Había llevado mistress McGinty una existencia gris?
—Una vida terrible, supongo —respondió vagamente mistress Summerhayes—. Siempre de rodillas, fregando suelos... y luego, las pilas de ropa ajena por lavar que se encontraría al llegar por la mañana... Si yo tuviera que enfrentarme con una cosa así todos los días, experimentaría un verdadero alivio con que me asesinaran. De verdad que sí, señor.
El rostro del comandante Summerhayes apareció en la ventana. Mistress Summerhayes se puso en pie de un brinco, tirando las judías, y corrió hacia la ventana, que abrió de par en par.
—Ese maldito perro ha vuelto a comerse la comida de las gallinas, Maureen.
—¡Adiós! ¡Ahora será él quien vomite!
—Mira —John Summerhayes le enseñó una coladera llena de verdura—, ¿hay bastantes espinacas ya?
—¡Claro que no!
—A mí me parece una cantidad colosal.
—Quedaría reducida a una cucharada al cocerse. ¿Aún no sabes lo que pasa con las espinacas?
—¡Santo Dios!
—¿Han traído el pescado?
—No he visto ni rastro de él.
—¡Rayos! Tendremos que abrir una lata o algo. Podías encargarte tú de eso, Johnnie. Una de las que hay en la alacena del rincón. Esa que nos pareció un poco hinchada. Supongo que estará en bue nas condiciones, a pesar de todo.
—¿Y las espinacas?
—Ya las cogeré yo.
Saltó por la ventana, y marido y mujer se alejaron juntos.
—
¡Nom d'un nom d'un nom!
—exclamó Hércules Poirot.
Cruzó el cuarto y cerró todo lo que pudo la ventana. La voz del comandante Summerhayes llegó hasta él en alas del viento.
—¿Y ese recién llegado, Maureen? A mí se me antoja un tipo raro. ¿Cómo se llama?
—No pude recordarlo hace un momento, cuando hablaba con él. Tuve que decir señor Ah… hum... Poirot... ese es el apellido. Francés.
—¿Sabes una cosa, Maureen? Me parece haber visto ese nombre antes en alguna parte.
—Quizá en la revista
Ondulación Permanente
. Tiene aspecto de peluquero.
Poirot hizo una mueca.
—Nooo... Quizá sea en algo relacionado con conservas. No lo sé. Estoy seguro de que no me es desconocido. Más vale que le saques las primeras siete guineas cuanto antes.
Las voces se perdieron en la distancia.
Hércules Poirot recogió las judías del suelo, por el que se habían esparcido en todas direcciones. En el momento en que terminaba de hacerlo, mistress Summerhayes entró de nuevo por la puerta. Se las presentó cortésmente.
—
Voici, madame
.
—¡Oh!, muchísimas gracias. Oiga, ¿verdad que estas judías están un poco negras? Las almacenamos en ollas, ¿sabe?, con sal, para que se conserven. Pero a estas parece haberles pasado algo. Me temo que no van a estar muy buenas.