Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
Con este pronunciamiento final sobre la población de Broadhinny, Poirot salió a la calle.
Subió lentamente la colina en dirección a Long Meadows. Confiaba que el contenido de la lata hinchada y las judías ensangrentadas se habrían consumido al mediodía y que no las habrían conservado para que cenara él aquella noche. Pero era posible que hubiese otras latas dudosas. La vida en Long Meadows tenía evidentemente sus peligros. En conjunto, el día había resultado desanimador ¿Qué había averiguado?
Que James Bentley tenía una persona amiga. Que ni él ni mistress McGinty contaban con enemigos. Que mistress McGinty había dado muestras de excitación dos días antes de su muerte y había comprado un frasco de tinta...
Se detuvo en seco... ¿Era aquello un indicio.. .un pequeño indicio por fin?
Había preguntado, sólo por preguntar, para qué querría McGinty un frasco de tinta. Y mistress Sweetiman le había respondido muy seria que suponía que para escribir una carta.
Ahí se ocultaba algo significativo, un algo que por poco se le había escapado, porque para él, como para la mayoría de la gente, escribir una carta era cosa corriente y diaria.
Pero no era así para mistress McGinty. Para ella; escribir una carta resultaba tan fuera de lo normal, que se veía precisada a salir y comprar tinta si quería hacerlo.
Mistress McGinty, pues, casi nunca escribía una carta. Mistress Sweetiman, como jefe de estafeta; estaba perfectamente enterada de ello. Pero mistress McGinty había escrito una carta dos días antes de su muerte. ¿A quién y por qué?
Pudiera carecer de importancia. Quizá hubiese escrito a su sobrina, o a una amiga ausente. Era absurdo darle tanto énfasis a una cosa tan sencilla como un frasco de tinta.
Pero no contaba con ningún otro indicio, así pues, lo pensaba seguir.
Un frasco de tinta...
—¿Una carta? —Bessie Burch movió negativamente la cabeza—. No; no recibí ninguna carta de mi tía. ¿Para qué iba a escribirme?
Poirot sugirió:
—Tal vez quisiera decirle algo.
—Mi tía no era muy amiga de escribir. Andaba camino de los setenta, y en su niñez no se iba mucho al colegio.
—Pero ¿sabía leer y escribir?
—¡Oh, claro! No leía mucho, sin embargo... aunque le gustaba el periódico. Es decir, los dominicales: el
News of the World
y el
Sunday Comet
. Pero escribir le resultaba difícil siempre. Si algo tenía que decirme, como que no fuésemos a verla o que ella no podía venir a vernos, solía telefonear a mister Benson, el farmacéutico de la esquina. Y él se encargaba de darnos el recado. Es muy amable en ese sentido mister Benson. Estamos dentro del radio, ¿sabe?, conque solo cuesta dos peniques telefonearnos. Hay aparato en la estafeta de Correos de Broadhinny.
Poirot asintió con un gesto. Comprendía que siempre era una ventaja que costara dos peniques y no dos peniques y medio. Ya se había imaginado a mistress McGinty como ahorradora en grado sumo. Le había gustado mucho el dinero.
Insistió con dulzura:
—Pero su tía sí que le escribía a veces, ¿no es así?
—Las tarjetas de felicitación por Navidades.
—¿Y... quizá tendría amistades en otras partes de Inglaterra, a las que escribiría?
—No sé nada de eso. A su cuñada, quizá... pero murió hace dos años. Y a mistress Birdlip... pero ha muerto también.
—De suerte que si le escribió a alguien, lo más probable es que se tratara de una contestación a otra carta que hubiese ella recibido, ¿no es eso?
De nuevo pareció dudar Bessie Burch.
—La verdad, no sé a quién iba a ocurrírsele escribirle. Claro está que —agregó iluminándosele el semblante— siempre queda el recurso de que le escribiera el Gobierno.
Poirot asintió; en estos tiempos, las comunicaciones de lo que Bessie llamaba "Gobierno" constituían la regla más bien que la excepción.
—Y menudo jaleo suele ser —prosiguió mistress Burch—. Hojas que llenar y un sinfín de preguntas impertinentes que no debieran hacérsele a ninguna persona honrada.
—Así, pues, ¿pudo haber recibido mistress McGinty alguna comunicación del Gobierno que no tuviera más remedio que contestar?
—De haber sido así, hubiese venido con ella a Joe para que le ayudase a hacerlo. Todos esos formularios la hacían un lío y siempre se los traía a Joe.
—¿Recuerda usted si había alguna carta entre sus efectos personales?
—No se lo puedo decir con exactitud. Yo no me acuerdo de ninguna. Pero, después de todo, fue la Policía la que se hizo cargo de sus cosas al principio. Hasta mucho más tarde no me permitió que me las llevase.
—¿Qué fue de esas cosas?
—Esa cómoda de allá era de ella... bien sólida, de caoba... Y hay un armario arriba, y algunos utensilios de cocina. Vendimos lo demás, porque no teníamos sitio donde meterlo.
—Me refería a las cosas de uso personal: cepillos, peines, retratos, cosas de tocador, ropa...
—¡Ah, eso! Si quiere que le diga la verdad, lo metí todo en una maleta y aún está arriba. No sé qué hacer con ello. Se me ocurrió que podría llevar la ropa al bazar de beneficencia de Nochebuena. Pero, a última hora, se me olvidó. No me pareció bien vendérsela a esa gentuza que se dedica a la venta de ropa de segunda mano.
—¿Podría ver el contenido de esa maleta?
—No hay inconveniente. Aunque no creo que encuentre nada que le ayude. La Policía lo repasó ya todo, ¿sabe?
—Ya lo sé. Sin embargo...
Mistress Burch le condujo a una minúscula alcoba de la parte de atrás que se empleaba principalmente, según dijo a Poirot, como cuarto de coser. Sacó una maleta de debajo de la cama. Dijo:
—Bueno, pues aquí tiene, y me perdonará que no me quede, pero tengo que atender al guisado.
Poirot le excusó de buena gana y oyó cómo bajaba otra vez la escalera. Tiró de la maleta y la abrió.
Una vaharada de naftalina le inundó el olfato.
No sin cierta compasión, extrajo el contenido tan elocuente como revelador, de una mujer muerta ya. Un gabán largo, negro, bastante usado. Dos jerseys de lana. Una chaqueta y una falda. Medias. Nada de ropa interior (seguramente se la habría apropiado Bessie para su uso.) Dos pares de zapatos envueltos en periódicos. Un cepillo y un peine, muy usados, pero limpios. Un espejo antiguo, de abollado respaldo de plata. Una fotografía, con marco de cuero, de una pareja de novios, vestida al estilo de treinta años antes; retrato, sin duda, de mistress McGinty y de su esposo. Dos postales con vistas de Margate. Un perro de porcelana. Una receta para hacer mermelada de calabaza, arrancada de un periódico. Otro recorte que contenía una información sensacional sobre los "platillos volantes". Otro, con las profecías de Mother Shipton
[2]
y una Biblia y un devocionario. No encontró bolsos ni guantes. Bessie los habría tomado o regalado. Aquella ropa, juzgó Poirot, hubiera resultado demasiado pequeña para la robusta Bessie. Mistress McGinty había sido una mujer delgada.
Desenvolvió uno de los pares de zapatos. Eran estos de buena calidad y en muy buen uso. Decididamente demasiado cortos para Bessie Buroh.
Se disponía a envolverlos de nuevo cuando se fijó en el nombre del periódico: el
Sunday Comet
del 19 de noviembre.
A mistress McGinty la habían asesinado el 22 del mismo mes.
Aquel era, pues, el periódico que comprara el domingo anterior a su muerte. Había estado tirado en su cuarto, habiéndolo aprovechado Bessie Burch más tarde para envolver con él los zapatos.
Domingo, 19 de noviembre. y el lunes, mistress McGinty había entrado en la estafeta a comprar un frasco de tinta...
¿Podría obedecer eso a algo que leyera en el periódico dominical?
—Desenvolvió el otro par de zapatos. El periódico empleado era el
News of the World
de la misma fecha.
Los alisó y se los llevó a la silla, sentándose para leerlos. E hizo inmediatamente un descubrimiento. Se había recortado algo de una de las páginas del
Sunday Comet
. Se trataba de un trozo rectangular de la página central. El espacio era demasiado grande para los recortes que encontrara.
Examinó ambos periódicos, pero no halló ninguna otra cosa de interés. Envolvió en ellos los zapatos nuevamente, y volvió a dejar cerrada la maleta.
Bajó la escalera.
Mistress Burch estaba ocupada en la cocina.
—No habrá encontrado usted nada, ¿verdad?
—No, por desgracia. —Agregó, sin darle importancia—: Supongo que no habría ningún recorte de periódico en el portamonedas de su tía o en su bolso, ¿verdad?
—No recuerdo ninguno. Quizá se lo llevaron los guardias.
Pero los guardias no se habían llevado ninguno, lo sabía Poirot por las notas de Spence. Figuraba una lista del contenido del bolso de la anciana, y entre este no se hallaba recorte alguno.
"
¡Eh bien!
—se dijo Hércules Poirot—, el paso siguiente es fácil. O me llevo un chasco, o doy un avance."
Sentado muy quieto, con uno de los tomos de periódicos encuadernados del archivo ante sí, Poirot se dijo que, al darle importancia al frasco de tinta, no le había engañado el corazón.
El
Sunday Comet
era muy dado a dramatizar de una forma romántica los acontecimientos del pasado.
El periódico que estaba mirando Poirot era el
Sunday Comet
del 19 de noviembre.
En la parte superior de la página central aparecían las palabras siguientes en tipos grandes:
Mujeres víctimas de tragedias de antaño. ¿Dónde están estas mujeres ahora?
Debajo de los titulares había cuatro reproducciones muy confusas de retratos sacados, evidentemente, muchos años antes.
Ninguna de ellas tenía aspecto trágico. Más bien parecían ridículas, puesto que casi todas vestían a la antigua, y no hay cosa más ridícula que las modas pasadas, aunque, dentro de otros treinta años o así, puede haber reaparecido su encanto o, por lo menos, haberse hecho aparente de nuevo. Debajo de cada retrato había un nombre.
Eva Kane, la "otra" en el famoso caso Craig.
Janice Courtland, la "esposa trágica" cuyo marido era un demonio con forma humana.
La pequeña Lily Gamboll, trágica criatura, producto de nuestra excesivamente poblada edad.
Vera Blake, esposa de un asesino sin sospecharlo.
Y luego la pregunta en letras muy grandes otra vez: "¿DÓNDE ESTÁN ESTAS MUJERES AHORA?"
Poirot parpadeó, y se puso a leer minuciosamente la romántica prosa que daba la historia de aquellas nebulosas heroínas.
El nombre de Eva Kane lo recordaba, porque el caso Craig había sido muy célebre. Alfred Craig era secretario del Ayuntamiento de Parminster, hombrecito concienzudo, difícil de clasificar, correcto y agradable. Había tenido la desgracia de casarse con una mujer fastidiosa y apasionada que le obligó a contraer deudas, que le dominó por completo, que le hizo la vida imposible con su lengua viperina, y que padecía de dolencias nerviosas, las cuales, según amigos poco bondadosos, eran puramente imaginarias. Eva Kane era la institutriz, muchacha de diecinueve años, bonita, débil y bastante simple. Se enamoró perdidamente de Craig, y Craig de ella.
Un día, los vecinos supieron que a mistress Craig le "habían ordenado que marchase al extranjero" por motivos de salud. Así había dicho Craig, por lo menos. La llevó a Londres, primera etapa del viaje, en automóvil, un atardecer, partiendo ella desde allí para el sur de Francia. Regresó a continuación a Parminster anunciando, a intervalos, que, a juzgar por el contenido de sus cartas, su esposa no había mejorado. Eva Kane se quedó para gobernar la casa, y ello acabó por dar pábulo a las lenguas. Por fin, Craig recibió la noticia de que su mujer había muerto en el extranjero. Se marchó, regresando a la semana siguiente con el relato del entierro.
En algunas cosas, Craig era un poco inocente. Cometió el error de mencionar el lugar en que había muerto su mujer, una playa veraniega relativamente bien conocida en la Costa Azul. Sólo hizo falta que alguien que tenía familia o amistades allí les escribiera, descubriese que ni había muerto ni había sido enterrada persona alguna de tal nombre y, tras un período de comadreo, se lo comunicara a las autoridades.
Lo que sucedió a continuación puede resumirse en pocas palabras.
Mistress Craig no había marchado a la Costa Azul. Se la había cortado en trocitos y enterrado en el sótano de la casa. Y la autopsia llevada a cabo reveló la presencia de un alcaloide vegetal.
Se detuvo y procesó a Craig. A Eva Kane la acusaron de cómplice al principio, pero se retiró la acusación, puesto que se vio bien claro que no había tenido en ningún momento conocimiento de lo sucedido. Craig acabó por confesar, fue sentenciado a muerte y lo ejecutaron.
Eva Kane, que estaba encinta, abandonó Parminster y, según las palabras del
Sunday Comet
:
"Parientes bondadosos le ofrecieron en el Nuevo Mundo un hogar. Cambiando de nombre, la desdichada niña, seducida en su inocente adolescencia por un ser vil e inhumano, abandonó para siempre estas costas, con el fin de empezar de nuevo la vida y guardar eternamente encerrado en su pecho, y ocultárselo a su hija, el nombre de su padre.
"—Mi hija se criará feliz e inocente. No manchará su existencia el cruel pasado. Eso lo juro. Mis trágicos recuerdos continuarán siendo míos tan sólo.
"¡Pobre, frágil y confiada Eva Kane! ¡Conocer tan joven la villanía e infamia del hombre! ¿Dónde está ahora? ¿Habrá, quizá, en alguna población del Oeste Medio americano una mujer entrada en años, silenciosa y respetada por sus vecinos, de mirada triste tal vez?.. ¿Y va a ver a "mamá" una muchacha joven, feliz y alegre, puede que con hijos propios, que le cuenta los pequeños sinsabores de la vida diaria, sin la menor idea de los sufrimientos que ha soportado en el pasado su madre?"
—
¡Oh, la la!
—murmuró Hércules Poirot. Y pasó a la "trágica" víctima siguiente.
No cabía duda de que Janice Courtland, la "esposa trágica", había sido desgraciada en cuanto al marido. Sufrió durante ocho años sus singulares prácticas, a las que se hacía referencia con una cautela tal que despertara inmediatamente la curiosidad. Ocho años de martirio, aseguraba el
Sunday Comet
con firmeza. Y, entonces, Janice encontró un amigo, un joven idealista, desinteresado, quien, lleno de horror ante una escena entre marido y mujer que había presenciado por accidente, se abalanzó sobre el esposo con tal vigor, que este cayó al suelo, dándose con la cabeza contra un bordillo de mármol que había junto a la chimenea. El jurado halló la provocación intensa, decidió que el joven idealista no había tenido la me nor intención de matar, y le sentenció a cinco años por homicidio.