Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—Hasta ahora no se han enterado de los hechos —explicó Poirot—. Me contrataron para que acudiese a toda prisa a este país e hiciera cuanto estuviese en mis manos.
Mister Scuttle se arrellanó en su asiento, abandonando su actitud de negociante.
—No sé qué va a poder hacer usted. Supongo que queda el recurso de alegar trastorno mental, ¿verdad? Un poco tarde resulta para eso... pero si consigue atraerse a los médicos de fama... Claro está que yo no estoy al tanto de esas cosas.
Poirot se inclinó hacia adelante.
—¡Ah,
monsieur
! James Bentley trabajó aquí. Usted puede hablarme de él.
—Bien poco hay que decir... bien poco. Era uno de nuestros escribientes. Nada contra él. Parecía buena persona, concienzudo y todo eso. Pero desconocía por completo el arte de vender. Ese es un inconveniente en esta sociedad. Si un cliente viene a nosotros con una casa que quiere vender, aquí estamos nosotros para vendérsela. Y si un cliente desea una casa, se la buscamos. Si se trata de una casa situada en un lugar solitario, sin amenidades, hacemos hincapié en su antigüedad y la llamamos "edificio de época". ¡Y no hablamos para nada de la instalación de fontanería! Y si una casa da a una fábrica de gas, hablamos de las amenidades y facilidades sin mencionar las vistas. Aquí de lo que se trata es de hacer comprar al cliente a toda prisa. Recurrimos a toda clase de trucos. "Le aconsejamos, señora, que haga una oferta sin perder instante. Hay un miembro del Parlamento que se ha enamorado de la casa... que da muestras de vivo interés por ella. Va a ir a verla esta tarde otra vez." Este ardid nunca falla. Pican siempre. Lo del miembro del Parlamento es de buen efecto psicológico. ¡Dios sabe por qué! No hay miembro que viva nunca lejos del distrito que le votó. Supongo que es por lo buena y sonora que resulta la frase —rió de pronto, exhibiendo una brillante dentadura—. Psicología,
eso
es lo que es... buena psicología nada más.
Poirot se agarró a la palabra.
—Psicología. ¡Cuánta razón tiene usted! Veo que sabe usted juzgar con acierto a los hombres.
—Algo hay de eso, algo hay de eso...—asintió mister Scuttle con cierta modestia.
—Por tanto, vuelvo a preguntarle: ¿qué impresión le causó a usted James Bentley? Así para entre nosotros... en rigurosa confianza, ¿cree usted que mató a la anciana?
Scuttle le miró con sorpresa.
—Claro que sí.
—¿Y cree también que era cosa que podía esperarse de él... psicológicamente hablando?
—Hombre, si lo pone usted así... no; en realidad, no. Nunca le hubiera creído con redaños para hacerlo. Mire, si quiere que le dé mi opinión, estaba mal de la cabeza. Mírelo así y la cosa tiene sentido común. Siempre anduvo algo mal de la cabeza, y con eso de perder la colocación, estar preocupado y cosas por el estilo, se desequilibró por completo.
—¿No le despidieron ustedes por ningún motivo especial?
Scuttle negó con la cabeza.
—Mala época del año. El personal no tenía suficiente trabajo. Despedimos al menos competente de todos, que era Bentley. Y supongo que lo hubiera sido siempre. Le dimos buenas referencias y todo eso. No consiguió otra colocación, sin embargo. Le faltaba energía. Producía mala impresión en la gente.
Siempre se iba a parar a lo mismo, pensó Poirot al salir del despacho. James Bentley causaba mala impresión a la gente. Halló consuelo pensando en varios asesinos que había conocido y a quienes la mayoría de las personas encontraban encantadores.
—Perdone, ¿tiene inconveniente en que me siente aquí y hable con usted unos minutos?
Poirot, sentado a una mesita de El Gato Azul, alzó la mirada con sobresalto de la minuta que estaba estudiando. Estaba algo oscuro en El Gato Azul, cuya gerencia procuraba dar al establecimiento un aspecto "mundo antiguo" a fuerza de viguería, zócalos y entrepaños de roble, y vidrios de colores en las ventanas. Pero la joven que acababa de sentarse frente a él se destacaba, brillante, del fondo oscuro.
Tenía el cabello decididamente dorado, y llevaba un vestido y jersey azul eléctrico. Hércules Poirot estaba convencido, por añadidura, de haberla visto en alguna parte no mucho tiempo antes.
Prosiguió ella:
—No pude evitar, ¿comprende?, oír algo de lo que estuvo usted diciendo a mister Scuttle en su visita.
Poirot asintió con un gesto. Se había dado cuenta ya de que los tabiques de las oficinas de Breather & Scuttle se habían alzado más bien con miras a la conveniencia que al aislamiento completo.
Ello no le había preocupado, puesto que era la publicidad lo que más deseaba.
—Escribía usted a máquina —le dijo—, a la derecha de la ventana del fondo.
Ella hizo un gesto afirmativo. Le brillaron, blancos, los dientes en una sonrisa. Una joven robusta que rebosaba salud y que Poirot halló digna de su aprobación. Tendría treinta y tres o treinta y cuatro años, a su juicio. Y por naturaleza, de cabello oscuro. Pero no era de las que permiten que la naturaleza les dicte su colorido..
—Mister Bentley. —dijo—. ¿Qué pasa con mister Bentley?
—¿Piensa apelar contra el fallo? ¿Significa eso que se han descubierto otros indicios? ¡Oh, cuánto me alegro! No podía... me era completamente imposible creer que fuese culpable.
Poirot enarcó las cejas.
—¿Nunca creyó usted que hubiese cometido el asesinato? —preguntó, muy despacio.
—Al principio no. Pensé que sería un error. Pero luego las pruebas...
Se interrumpió.
—Sí, las pruebas —dijo Poirot.
—No parecía haber ninguna otra persona que pudiera haberlo cometido. Pensé que quizá se habría vuelto un
poco
loco.
—¿Le pareció a usted alguna vez un poco... como diré... raro?
—¡Oh, no! No en este sentido. Sólo era tímido y torpe como pudiese serlo cualquiera. La verdad es que no obtenía de sí mismo todo el provecho posible. No estaba convencido de sí propio.
Poirot la miró. A ella, desde luego, no le faltaba confianza en sí misma. Quizá tuviera bastante para dos.
—¿Le tenía usted afecto? —preguntó.
Se ruborizó ella.
—Pues sí. Amy, la otra muchacha del despacho, solía reírse de él y le llamaba estúpido. Pero yo le encontraba muy simpático. Era dulce y cortés... y sabía mucho. Cosas de libros, quiero decir.
—¡Ah, sí! Cosas de libros.
—Echaba de menos a su madre. Había estado enferma años y años, ¿sabe? Es decir, no enferma de verdad, sino delicada... Y él se había encargado de cuidarla, de hacerlo todo.
Poirot asintió con un movimiento de cabeza. Conocía a esa clase de madres.
—Y, claro está, ella le había cuidado a él también. Quiero decir que se había cuidado de su salud, y de su pecho en invierno, y de lo que comía y todo eso.
De nuevo hizo Poirot un gesto afirmativo. Preguntó:
—¿Y usted y él eran amigos?
—No lo sé... no en rigor. Solíamos hablar a veces. Pero después de marchar de aquí él... yo... no le vi gran cosa. Le escribí una vez amistosamente, pero no me contestó.
Poirot preguntó con dulzura:
—Pero ¿le tiene usted afecto aún?
Contestó ella con cierto dejo de desafío:
—Pues sí, señor.
—Eso —anunció Poirot— es excelente.
Acudió a su mente el recuerdo de su entrevista con el condenado. Le vio claramente. El cabello pardusco, el cuerpo delgado y desgarbado, las manos de abultados nudillos y muñecas, la nuez en la pellejuda garganta. Evocó la mirada furtiva, embarazada, casi de pillo. No parecía franco ni hombre de cuya palabra pudiera uno fiarse... sino un individuo reservado, astuto, engañador, que más que hablar mascullaba de una manera desagradable, falto de cortesía incluso... Tal era la impresión que hubiera dado James Bentley a la mayoría de los observadores superficiales. Era la impresión que había dado en el banquillo. La de hombre capaz de mentir, de robar, de golpear en la cabeza a una anciana.
Pero al superintendente Spence, que conocía a los hombres, no le había causado tal impresión.
Ni a Hércules Poirot. Ni a la muchacha aquella, por lo visto.
—¿Cuál es su nombre,
mademoiselle
? —le preguntó.
—Maude Williams. ¿Podría yo hacer algo... para ayudar?
—Creo que sí. Hay gente que cree, miss Williams, que James Bentley es inocente. Están trabajando para demostrarlo. Yo soy la persona a quien se le ha encargado esa investigación, y justo es decir que ya he hecho considerables progresos... sí, considerables progresos.
Dijo el embuste sin sonrojarse. A su modo de ver, se trataba de una mentira necesaria. Había que conseguir que alguien, en alguna parte, se sintiera intranquilo. Maude Williams hablaría. Y las palabras eran como piedra caída en estanque, en torno a la cual se van formando círculos concéntricos cada vez más anchos.
—Dice que usted y James Bentley sostenían conversaciones. Él le habló de su madre y de su vida en casa. ¿Mencionó alguna vez a alguien con quien él, o quizá su madre, no se hallara en buenas relaciones?
Maude Williams reflexionó.
—No...no lo que se puede decir malas relaciones. A su madre no le gustaban las muchachas jóvenes, según tengo entendido.
—Las madres a quienes los. hijos, se consagran por completo, nunca sienten simpatía por las muchachas jóvenes. No; me refiero a algo más que eso. A alguna enemistad de familia o algún ene migo. ¿Alguno que estuviera resentido?
Ella negó con la cabeza.
—Jamás mencionó nada de eso..
—¿Habló alguna vez de su patrona, mistress MacGinty?
Se estremeció la muchacha levemente.
—Llamándola por su nombre, nunca. Dijo una vez que le daba arenques con demasiada frecuencia. Y una vez dijo que su patrona estaba disgustada porque había perdido un gato.
—¿Mencionó alguna vez, y sea sincera, por favor, que sabía dónde guardaba mistress McGinty el dinero?
Se desvaneció en parte el colorido de la muchacha. Pero alzó la barbilla, retadora.
—Pues sí que lo hizo. Hablábamos de lo que desconfían algunas personas de los bancos, y él dijo que su patrona escondía el dinero debajo de una tabla del suelo. Dijo: "Podría apoderarme de él cualquier día durante su ausencia." No del todo en broma, porque no bromeaba nunca, sino más bien como si su descuido le preocupara.
—¡Ah! —murmuró Poirot—. Muy bien. Desde mi punto de vista quiero decir. Cuando James Bentley piensa en un robo, se representa la cosa como un acto que se lleva a cabo a espaldas de alguien. Hubiera podido decir: "El día menos pensado, alguien le dará un golpe en la cabeza para quitár selo, ¿comprende?
—Pero en ninguno de los dos casos lo diría con intención.
—¡Oh, no! Pero la charla, por ligera y por ociosa que sea, descubre inevitablemente la clase de persona que es uno. El criminal prudente nunca despega los labios. Pero los criminales rara vez son prudentes, y sí vanidosos, y hablan mucho... por eso a la mayoría los atrapan.
Maude Williams dijo bruscamente:
—Pero
alguien
tiene que haber matado a la anciana.
—Naturalmente.
—¿Quién? ¿Lo sabe? ¿Tiene alguna idea?
—Sí —mintió Hércules Poirot—. Creo que tengo una idea bastante exacta. Pero no hemos hecho más que iniciar el camino.
La muchacha consultó su reloj.
—Tengo que volver al despacho. Sólo nos dan media hora. Población de mala muerte este Kilchester... Yo siempre había trabajado en Londres antes. ¿Me avisará si hay algo que pueda yo hacer... hacer
de verdad
quiero decir?
Poirot sacó una de sus tarjetas. Anotó en ella el nombre de Long Meadows y el número de teléfono.
—Aquí es donde me alojo.
Su nombre, observó Poirot, chasqueado, no le causaba la menor impresión. La nueva generación, hubo de decirse, andaba singularmente falta de conocimiento acerca de las celebridades más no tables.
Hércules Poirot tomó el autobús para Broadhinny un poco más alegre que cuando llegara a Kilchester: Fuera como; fuese, había una persona que compartía su creencia en la no culpabilidad de James Bentley. Este no andaba tan huérfano de amistades como había querido hacer creer.
Volvió nueva y mentalmente a la cárcel en que viera al acusado. ¡Qué entrevista más desanimadora había sido! No había logrado despertar es esperanzas, y apenas un levísimo interés.
—Gracias —le había dicho Bentley con voz opaca—; pero no creo que pueda hacer nadie nada.
No; estaba seguro de que no tenía enemigos.
—Cuando la gente apenas se da cuenta de que uno existe, es muy poco probable que se tenga enemigos.
—¿Su madre? ¿Tuvo algún enemigo?
—Claro que no. Todo el mundo la quería y respetaba.
Se observó en la voz un dejo de indignación.
—¿Y sus amistades?
Y James Bentley había dicho, o más bien murmurado:
—Yo no tengo amigos.
Lo cual no era del todo cierto. Porque amiga suya era Maude Williams, su compañera de oficina.
"¡Cuán maravillosa previsión de la Naturaleza —pensó Poirot— que todo hombre, por muy poco atractivo que superficialmente resulte, sea el escogido de una mujer!"
Sospechaba que, a pesar del sensual aspecto de miss Williams, era esta, en realidad, una muchacha de tipo maternal. Poseía las cualidades de las que Bentley estaba falto: la energía, el empuje, el negarse a darse por vencida, la determinaci6n de triunfar.
Suspiró.
¡Qué mentiras más monstruosas había dicho aquel día! Daba igual, eran necesarias.
"Porque en alguna parte —díjose Poirot, en apoteótica mezcolanza de metáforas— hay una aguja en el pajar. Y entre los perros que duermen, uno hay sobre el que plantaré yo el pie. Y cuando menos lo espere, a fuerza de dar palos de ciego acabaré pegando contra un tejado de vidrio"
[1]
La casita en que había vivido mistress McGinty sólo se hallaba a unos pasos de la parada del autobús. Dos niños jugaban fuera. Uno de ellos comía una manzana bastante agusanada, y el otro daba gritos y golpeaba la puerta con una bandeja. Parecían muy felices. Poirot aumentó el ruido descargando también golpes sobre la puerta.
Una mujer asomó por la esquina de la casa. Llevaba puesto un mono de color e iba desgreñada.
—Basta ya, Ernie —ordenó.
—¡No me da la gana! —repuso Ernie, y continuó armando jaleo.
Poirot echó a andar hacia. la mujer.