Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—¡Si hubiera usted visto las calabazas que cultivé yo el año pasado! —exclamó Spence con entusiasmo—. ¡Colosales! Pues ¿y mis rosales? Soy muy aficionado a esas flores. Con decirle que...
Se interrumpió.
—No era de eso a lo que vine a hablar.
—No, no; usted vino a ver a un antiguo amigo, y yo le agradezco tanta amabilidad.
—Me temo que no es eso todo, monsieur Poirot. Voy a serie sincero: quiero algo.
Poirot murmuró con delicadeza:
—¿Tiene hipotecada la casa que...? ¿Desea solicitar un préstamo...
Spence le interrumpió con voz horrorizada:
—¡Santo Dios! No; no se trata de
dinero
. ¡De ninguna manera!
Poirot se excusó con un gesto.
—Le pido mil perdones.
—Con franqueza... es una frescura lo que le vengo a pedir. Y tendrá muchísima razón si me manda a freír espárragos, pues me lo tendré bien merecido.
—No le mandaré a freír espárragos. Continúe.
—Se trata del caso McGinty. Quizá haya leído algo de él en los periódicos, ¿no?
Poirot movió negativamente la cabeza.
—No con la debida atención. Mistress McGinty... una anciana... en una tienda o en una casa... Ha muerto, sí. ¿Cómo murió?
Spence se le quedó mirando con asombro.
—¡Recristina! —exclamó—. ¡Eso me hace recordar! Es extraordinario. ¿Cómo no se me ocurriría antes?
—Usted perdone.
—Nada. Solo un juego. De niños. Lo jugábamos cuando éramos chiquillos. Nos poníamos en fila. Preguntas y respuestas corrían a lo largo de la hilera.
"¡Mistress McGinty ha muerto!" "¿Cómo murió?" "¡Con la rodilla en tierra, como yo!" "¿Cómo murió?" "Con la mano tendida, como yo."
Y henos allí todos, con una rodilla en tierra y el brazo derecho alzado y tieso. Y, de pronto, la puntilla.
"Mistress McGinty ha muerto." "¿Cómo murió?" "¡Así!"
¡Paf! El primero de la fila caía de lado, derribándonos a todos como si fuéramos bolos —rió ruidosamente al recordarlo—. ¡Me siento niño otra vez!
Poirot aguardó, cortés. Aquel era uno de los momentos en que, a pesar de haberse pasado media vida en el país, encontraba a los ingleses incomprensibles. Él había jugado a
cache cache
en su infancia, pero no sentía el menor deseo de hablar de ello ni de recordarlo siquiera.
Cuando el superintendente hubo dominado su acceso de risa, Poirot preguntó de nuevo con leve hastío:
—¿
Cómo
murió?
A Spence se le borró la risa del rostro. Volvió a ser, de pronto, el de siempre.
—Le dieron un golpe en la nuca con un instrumento afilado y de peso.. Le quitaron los ahorros... unas treinta libras esterlinas... después de haber registrado el cuarto. Vivía en una casita pequeña, sola, con un huésped: un tal Bentley... James Bentley.
—¡Ah, sí, Bentley!
—No se forzó la entrada en la casa. No se encontró señal de violencia en puertas ni ventanas. Bentley andaba mal de dinero, había perdido la colocación y debía dos meses de alquiler. El producto del robo se halló escondido debajo de una piedra detrás de la casa. Bentley tenía manchas de sangre en la manga y algunos cabellos adheridos... pelo de la misma clase que el de la víctima... sangre del mismo grupo... En su primera declaración aseguró que no se había acercado para nada al cadáver; por tanto, no pudo mancharse por descuido.
—¿Quién la encontró?
—El panadero se presentó con el pan. Era el día en que solía cobrar. James Bentley le abrió. Le dijo que había llamado a la puerta del dormitorio de mistress McGinty, sin obtener respuesta. El panadero sugirió la posibilidad de una indisposición repentina. Conque fueron en busca de la vecina para que subiera a investigar. Mistress McGinty no se encontraba en la alcoba, no había dormido en la cama. Alguien. no obstante, había registrado el cuarto y levantado las tablas del piso. Se les ocurrió entonces asomarse a la sala. Y allí la hallaron tendida en el suelo. La vecina, al verla, empezó a gritar como una loca. Luego avisaron a la Policía, como es natural.
—¿Y detuvieron y juzgaron a Bentley?
—Sí. La causa se vio ayer. Un caso claro. El jurado solo estuvo ausente veinte minutos. Fallo: culpable. Condenado a muerte.
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Y después del fallo, se metió usted en el tren, se presentó en Londres y vino a verme. ¿Por qué?
El superintendente Spence contemplaba, pensativo, la jarra de cerveza. Pasó el dedo, muy despacio, por el borde. Dijo:
—Porque yo no creo que Bentley sea el asesino...
Reinó el silencio unos instantes.
—Vino usted a mí...
Poirot no terminó la frase.
El superintendente Spence alzó la mirada. El color se le había acentuado. Era su rostro típicamente provinciano, inexpresivo, de ojos perspicaces y francos: el rostro de un hombre de normas fijas, de principios bien definidos, que jamás dudaría de sí mismo y tendría siempre un concepto claro de lo que constituía el bien hacer y el mal obra.
—Llevo ejerciendo mi profesión mucho tiempo —dijo—. He tenido mucha experiencia de esto, de lo otro y de lo de más allá. Sé juzgar a un hombre tan bien como el que más. Durante mis años de servicio he investigado numerosos casos de asesinato... algunos sumamente sencillos, otros de no tanta sencillez. Uno de ellos lo conoce usted, monsieur Poirot.
Este movió afirmativamente la cabeza.
—Y bien retorcido que fue —prosiguió Spence—. De no haber sido por usted, es posible que no hubiéramos visto claro. Pero, gracias a su intervención, vimos con claridad... y no hubo duda alguna acerca de lo ocurrido. Lo propio sucedió con los otros de los que usted no tiene noticia. El del Silbador, por ejemplo. Ese recibió su merecido. El de los individuos aquellos que mataron al viejo Guterman. El de Verall y su arsénico. Tranter se libró, pero no cabe duda acerca de su culpabilidad. Mistress Courtland... esa sí que fue afortunada. Su marido era un mal bicho y un pervertido. Por eso la absolvió el jurado. No fue justicia, sino un simple acto de sentimentalismo. Cosas así suceden de cuando en cuando y hay que contar con ellas. A veces no hay pruebas suficientes... otras, el sentimentalismo interviene... y no faltan aquellas en que un asesino logra engañar al jurado. Esto último no ocurre con frecuencia, pero puede ocurrir. En ocasiones se debe a la habilidad del abogado defensor; en otras es el fiscal quien equivoca el camino. ¡Ah, sí, yo he visto muchas cosas como esas!... Pero... pero... —Agitó el dedo índice, grueso y pesado—. Pero lo que nunca he visto... en ninguno de los casos en que yo he intervenido... es que se ahorcara a un hombre por un delito que no hubiese cometido. Y esa es cosa, monsieur Poirot, que no
quiero
que ocurra mientras viva.
Se quedó pensativo un momento. Después agregó:
—No en
este
país.
—Así, pues, cree —murmuró Poirot, mirándole, pensativo— que tal caso está ahora a punto de producirse. Pero... ¿por qué....
Le interrumpió Spence:
—Sé algunas de las cosas que piensa decir. Y las contestaré sin que tenga usted que preguntarlas. Me encargaron a mí del caso. Se me encomendó que buscara pruebas de lo sucedido. Investigué a fondo el asunto. Fui recogiendo datos... todos los datos que pude. Y era una la dirección que todos ellos señalaban... una la persona a la que todos ellos comprometían. Cuando terminé las pesquisas, presenté el resultado a mi superior. Hecho esto, quedaba yo al margen del asunto, que pasaba a Fiscalía, para que el fiscal obrara según creyera procedente. Este decidió actuar contra Bentley. En realidad, no podía hacer otra cosa... no con las pruebas que yo había puesto en sus manos. Conque se detuvo y procesó a James Bentley. Oportunamente compareció ante los tribunales. Y fue hallado culpable. No hubieran podido hacer otra cosa que condenarle... no con las pruebas de que se disponía, puesto que son las pruebas las que ha de tener en cuenta el jurado. No creo que tuviera ninguno la menor duda. No; yo diría que todos ellos estaban convencidos de que Bentley
era
culpable.
—Pero... ¿usted no lo está?
—No.
—¿Por qué?
El superintendente exhaló un suspiro. Se frotó, pensativo, la barbilla con la mano.
—No lo sé. Es decir, no puedo explicarlo... no puedo dar una razón concreta. Al jurado le parecería Bentley un asesino. A mí me ocurrió todo lo contrario... y yo tengo más experiencia que ellos de esas cosas.
—Sí, sí; usted es un experto en la materia.
—En primer lugar, ¿sabe?, no se pavoneaba... no se las daba de listo... no presumía de
guapo
, como sé por experiencia que suelen hacer los culpables. Siempre se muestran tan satisfechos de sí mismos... Siempre creen que a uno le están tomando el pelo. Siempre están convencidos de que lo han hecho todo con una habilidad inigualable. Están orgullosos de su pericia y, aun hallándose en el banquillo y sabiendo que no hay quien los libre de las consecuencias de su delito, siguen gozando, Dios sabe por qué, de las emociones que el momento les brinda, encontrándolas agradables. Todas las miradas convergen en ellos. Son la figura central... la estrella. Desempeñan el papel de protagonista quizá por primera vez en la vida. Se sienten... bueno, ya me comprende usted...
¡guapos!
Spence pronunció la palabra con aire de finalidad.
—Usted comprenderá lo que quiero decir con eso, monsieur Poirot.
—Comprendo perfectamente. Bentley... ¿no era así?
—No. Estaba... bueno, medio muerto del susto. Tenía tal miedo, que no le llegaba la camisa al cuerpo. Desde el primer instante. Para algunos, ello sería prueba inequívoca de culpabilidad. Pero para mí... ¡no!.
—No. Estoy de acuerdo con usted. ¿Cómo es ese Bentley?
—Tiene treinta y tres años. Estatura regular, tez cetrina, lleva gafas...
Poirot cortó el chorro.
—No; no me refiero a sus características físicas. ¿Qué clase de personalidad?
—¡Ah, eso! Un hombre poco atractivo. Nervioso, incapaz de mirarle a uno cara a cara. Suele hacerlo de soslayo. Lo peor que podía sucederle para enfrentarse con un jurado. A veces acobardado, rastrero otras, y truculento. Suelta alguna que otra bravata, pero de forma poco convincente y aún menos eficaz.
Hizo una pausa y agregó:
—En realidad, es un individuo muy tímido. Yo tuve un primo que se le parecía. Si esa clase de gente se encuentra en un apuro, larga enseguida un embuste tan estúpido que no hay probabilidad de que lo crea nadie.
—No suena muy atractivo su James Bentley.
—Ni lo es. No creo que haya quien pueda encontrarle simpático. Lo que no es razón para que se le ahorque.
—¿Y cree usted que le ahorcarán?
—No veo cómo puede librarse. Podrá apelar su abogado; pero si lo hace, habrá de ser con muy poco fundamento... basándose en algún tecnicismo... y no creo que tenga éxito.
—¿Tuvo buen defensor?
—Le asignaron a Graybrook, que estaba de turno. Porque carecía de medios para buscarse abogado por su cuenta. Graybrook es joven, pero muy concienzudo, e hizo cuanto estaba en sus manos.
—Lo que quiere decir que se le juzgó con imparcialidad, bien defendido, y fue hallado culpable por un jurado.
—Así es. Por un buen jurado. Siete hombres y cinco mujeres... todos ellos honrados y razonables. Actuó de juez el viejo Stanisdale. Escrupulosamente justo, sin parcialidad de ninguna clase.
—¿De suerte que, según la ley, James Bentley no tiene nada de qué quejarse?
—¡Si le ahorcan por un delito que no ha cometido, vaya si tendrá algo de qué quejarse!
—Es muy justa esa observación.
—Y la acusación fue
mi
acusación... Fui
yo
quien reunió las pruebas y las eslaboné. Y como consecuencia de esa acusación y de esas pruebas se le ha condenado. Y no me gusta, monsieur Poirot, no me gusta ni pizca.
Hércules Poirot contempló durante un buen rato el colorado y agitado rostro del superintendente Spence.
—
¡Eh bien!
—dijo por fin—. ¿Qué propone usted?
Spence le miró incómodo.
—Supongo que ya adivina usted con bastante exactitud lo que voy a decir. El caso Bentley se da por liquidado. Estoy trabajando en otro asunto en estos instantes... uno de malversación. Tengo que ir a Scotland Yard esta noche. No estoy libre.
—Y yo... ¿sí?.
Spence asintió con un gesto, algo avergonzado.
—Lo ha comprendido. Dirá usted que es una frescura. Pero no se me ocurre ninguna otra solución. Hice todo lo que pude por entonces: examiné todas las posibilidades a mi alcance. Y no adelanté nada. No creo que adelantara nunca nada. Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor no le ocurre a usted lo mismo. Usted examina las cosas, y perdone que lo diga, de una manera muy rara. Quizá sea esa la manera como hay que mirarlas en este caso. Porque si Bentley no la mató, otro tiene que haber cometido el crimen. No se dio el golpe en la nuca ella solita. Tal vez encuentre usted algo que se me haya pasado por alto. No hay razón alguna para que se tome la menor molestia en este asunto. Es el colmo de la impertinencia que se me ocurra sugerir semejante cosa siquiera. Pero ahí tiene. Vine a verle porque fue lo único que se me ocurrió. Pero si usted no desea molestarse... ¿por qué ha de buscarse quebraderos de cabeza?..
Poirot le interrumpió:
—¡Ah, pero sí que hay razones! Tengo tiempo libre... demasiado tiempo libre. Y usted me ha interesado... sí, me ha interesado mucho. Es como un reto... a mis células cerebrales. Y además le aprecio. Le veo en su jardín dentro de seis me ses, plantando, quizá, rosales. Y al plantarlos, no lo hace con la felicidad que debiera experimentar. Porque allá en el fondo de su cerebro hay una sensación desagradable... un recuerdo que intenta desterrar. Y yo no quiero que suceda eso, amigo mío. Y, por último... —Poirot se irguió en su asiento y agitó con vigor la cabeza—, hay que tener en cuenta los principios de ética. Si un hombre no ha cometido asesinato, no debe ahorcársele.
Hizo una pausa y agregó:
—Pero ¿y si después de todo resulta que la mató?
—En ese caso, quedaría tranquilo por haber adquirido el convencimiento.
—Y más ven cuatro ojos que dos. ¿verdad?
Voila
, todo queda decidido. Me precipito a encargarme de la investigación. No hay, eso es evidente, tiempo que perder. El rastro está frío ya. A mistress McGinty la mataron... ¿cuándo?