Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—¿Qué viste, Edna? —quiso saber.
Edna empezó a sollozar. Mistress Sweetiman tomó la palabra.
—Claro está que hemos estado oyendo esto y lo de más allá. Parte es rumor y parte es verdad. Pero se dice definitivamente que hubo allí aquella noche una señora que bebió café con mistress Upward. Es así; ¿verdad, señor?
—Sí, creo que sí.
—Sé que eso es verdad porque nos lo dijo Bert Hayling.
Albert Hayling era el guardia del pueblo, y Summerhayes le conocía muy bien. Un hombre que hablaba despacio y que estaba convencido de su propia importancia.
—Ya —dijo Summerhayes.
—Pero no saben, ¿verdad?, quién es la dama. Bueno, pues Edna, aquí presente, la
vio
.
Johnnie miró a Edna. Contrajo los labios como para emitir un silbido.
—Conque la viste, ¿eh, Edna? ¿Entrando o saliendo?
—Entrando —contestó la muchacha. Una leve sensación de importancia le aflojó la lengua—. Yo estaba al otro lado del camino, debajo de los árboles. Justamente en el recodo, donde está oscuro. La vi. Entró por la verja, se acercó a la puerta, estuvo parada allí un momento y luego... lue go entró.
Se le despejó a Johnnie el semblante.
—No te preocupes —dijo—. Era miss Henderson. La Policía está enterada ya. Fue ella misma a decírselo.
Edna sacudió la cabeza.
—No era miss Henderson —anunció.
—¿No? ¿Quién era entonces?
—No lo sé. No le vi la cara. Estaba de espaldas a mí. Pero no era miss Henderson.
—¿Cómo sabes que no era miss Henderson si no podías verle la cara?
—Porque tenía el pelo rubio. Y miss Henderson es morena.
Summerhayes dio muestras de incredulidad todavía. .
—La noche era muy oscura. Difícilmente podría verse el color del pelo a nadie.
—Pues se lo vi. Estaba encendida la luz por encima del porche. La dejaron así porque mister Robin y la señora policíaca se habían ido juntos al teatro. Y se quedó parada debajo mismo de la luz. Llevaba una chaqueta oscura y la cabeza descubierta, y le brillaba el pelo, rubio a más no poder. Lo vi yo.
Johnnie emitió un silbido prolongado. Se había puesto serio ahora.
—¿A qué hora fue eso? —preguntó.
Edna sorbió otra vez.
—No lo sé con exactitud.
—Lo sabes aproximadamente —intervino mistress Sweetiman.
—No eran las nueve. Las hubiese oído dar en la iglesia. Pero eran más de las ocho y media.
—Entre ocho y media y nueve. ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—No lo sé, señor. Porque no aguardé más. Y no oí nada. Ni gemidos, ni gritos, ni nada así.
Por el tono en que lo dijo, Edna parecía leve mente ofendida o chasqueada.
Pero no habría habido gemidos ni gritos. Johnnie Summerhayes sabía eso. Dijo gravemente:
—Bueno, pues no hay más que una cosa que hacer. Es preciso que sepa todo esto la Policía.
Edna estalló de nuevo en sollozos salpicados de sorbetones.
—Papá me despellejará viva —lloriqueó—. Vaya si lo hará.
Dirigió a mistress Sweetiman una mirada suplicante, y huyó a la trastienda. Mistress Sweetiman volvió a tomar la palabra.
—Lo que pasa es lo siguiente —dijo en contestación a la mirada interrogadora del otro—: Edna se ha estado portando como una alocada. Es muy riguroso su padre... quizá demasiado... pero es difícil saber qué es lo mejor en estos tiempos. Hay un joven muy buena persona en Cullavon, y él y Edna han estado saliendo juntos con regularidad, y su padre estaba encantado de que así fuera. Pero Reg es un poco parado, y ya sabe usted lo que son las chicas. Edna ha empezado a salir últimamente con Charlie Masters.
—¿Masters? Es uno de los empleados del granjero Cole, ¿verdad?
—Sí, señor. Uno de los jornaleros. Y es casado y tiene dos criaturas. Siempre anda persiguiendo a las muchachas, y es un mal hombre en todos los aspectos. Edna no tiene sentido común y su padre lo cortó en seco. Y muy bien hecho. Conque, ¿comprende?, Edna marchó aquella noche a Cullavon para ir al cine con Reg, eso es lo que le dijo a su padre, por lo menos... Pero en realidad salió a encontrarse con Masters. Le estuvo esperando en el recodo del camino donde solían citarse. Bueno, pues Masters no se presentó. Quizá no le dejara salir su mujer, o anduviera detrás de otra chica. El caso es que no fue. Edna aguardó y acabó dándose por vencida. Pero usted comprenderá que le va a resultar difícil explicar qué hacía allí cuando debiera haber tomado el autobús para Cullavon.
Johnnie Summerhayes movió afirmativamente la cabeza. Disimulando el asombro y maravilla que le causaba el hecho de que la insípida Edna pudiera tener suficiente atractivo para que la buscaran dos hombres, concentróse en el aspecto prác tico del asunto.
—No quiere ir a decírselo a Bert Hayling —dijo, comprendiendo en seguida.
—Justo, señor.
Summerhayes reflexionó.
—Me temo que es preciso que lo sepa la Policía —dijo con dulzura.
—Eso es lo que yo le dije, señor.
—Esta dará muestras seguramente de tacto y diplomacia en cuanto a las circunstancias se refiere. Es posible que no tenga que presentarse a declarar. Y lo que ella les diga se lo callarán. Podría llamar por teléfono a Spence y pedirle que viniera... no, será mejor que me lleve a Edna a Kilchester en el coche. Si se presenta allí en la Comisaría, no es necesario que se entere nadie del pueblo. Les telefonearé primero, anunciándoles nuestra visita.
Y así fue como, tras una breve llamada telefónica, Edna, sorbiendo sin parar, se abrochó la chaqueta y, animada por una palmadita que le dio en el hombro mistress Sweetiman, subió a la
rubia
del comandante y emprendió en ella, el camino de Kilchester.
Hércules Poirot se hallaba en el despacho del superintendente Spence en Kilchester. Estaba retrepado en una silla, con los ojos cerrados y las manos juntas, tocándose las yemas de los dedos.
El superintendente recibió algunos informes, dio instrucciones a un sargento y, por último, miró a su compañero.
—¿Alguna idea, monsieur Poirot?
—Reflexiono —le contestó éste—. Paso revista.
—Olvidé preguntarle ¿Le sacó a algo de utilidad cuando le vio?
Poirot sacudió la cabeza. Frunció el entrecejo. Había estado pensando en James Bentley precisamente.
Era molesto, pensó Poirot, exasperado, que en un caso como aquel, en el que había ofrecido sus servicios gratuitamente, nada más que por amistad y por el respeto que le inspiraba un funcionario de tanta integridad, la víctima de las circunstancias anduviera tan desprovista de atractivo romántico. De haberse tratado de una mujer joven y hermosa, aturdida e inocente, o de un joven de noble porte, aturdido también, pero cuya "cabeza está ensangrentada, pero se mantiene erguida", pensó Poirot, que había leído últimamente mucha poesía inglesa en una antología, hubiera sido otra cosa. En lugar de eso, se encontraba con James Bentley, caso patológico, egocéntrico, individuo que jamás había pensado gran cosa en nadie más que en sí mismo. Un hombre que no agradecía los esfuerzos que se estaban haciendo por salvarle... que apenas si experimentaba interés en ellos...
"La verdad —pensó Poirot—, casi daría igual dejar que le ahorcaran, puesto que no parece importarle."
No; no llegaría tan lejos.
La voz del superintendente irrumpió en estas reflexiones.
—Nuestra entrevista —repuso entonces— fue, por por decirlo así, singularmente improductiva. Cualquier cosa útil que hubiera podido recordar Bentley, no la recordó... lo que sí le acudió a la memoria fue tan vago e inseguro, que no podemos usarlo como base constructiva. Pero, de todas formas, de lo que aparentemente no cabe duda es de que el artículo del
Sunday Comet
excitó a mistress McGinty. Le habló de él a Bentley, haciendo especial referencia a "alguien relacionado con el caso", que en la actualidad tenía su residencia en Broadhinny.
—¿Con qué caso? —inquirió vivamente Spence.
—Nuestro amigo no estaba seguro del todo. Dijo, dubitativo, el caso Craig... pero quizá le acudió a la memoria ese nombre por ser el caso Craig el único del que había oído hablar en su vida. El "alguien", no obstante, era una mujer. Hasta citó las palabras de McGinty. Alguien que "no tendría tanto de qué enorgullecerse si todo se supiera".
—
¿Enorgullecerse?
—
Mais oui
. Una palabra muy sugestiva, ¿no es cierto?
—¿No hay indicio de quién era la orgullosa dama?
—Bentley sugirió a mistress Upward... aunque sin base sólida alguna, que yo vea.
Spence sacudió la cabeza.
—Probablemente se le ocurrió por ser mistress Upward una mujer orgullosa y autoritaria... y lo era en grado sumo, por cierto. Pero no puede haber sido ella, puesto que la han dado muerte... y por la misma razón que a mistress McGinty: porque reconoció el retrato.
Poirot dijo con tristeza:
—Se lo advertí.
Spence murmuró, irritado:
—¡Lily Gamboll! Teniendo en cuenta la edad, no hay más que dos posibilidades: mistress Rendell y mistress Carpenter. A la Henderson no la cuento... tiene antecedentes conocidos.
—¿Y las otras no?
Spence exhaló un suspiro...
—Ya sabe usted cómo andan las cosas en estos tiempos. La guerra lo ha revuelto todo, y ha revuelto a todos. Una bomba de aviación le dio de lleno al reformatorio en que estuvo recluida Lily Gamboll, destruyendo los archivos. En cuanto a la gente... no hay cosa tan difícil como reconstruir la vida de una persona. Broadhinny, por ejemplo... De la única gente de Broadhinny que sabemos algo es de la familia Summerhayes, que lleva, trescientos anos afincada en el pueblo... y de Guy Carpenter, que es uno de los Carpenter de la casa de ingeniería. Todos los demás se encuentran... ¿cómo diré?... ¿en estado de fluidez? El doctor Rendell figura en el Registro de Médicos, y sabemos dónde estuvo y dónde ha ejercido, pero no conocemos nada de sus antecedentes domésticos. Su esposa es oriunda de la vecindad de Dublín. Eve Selkirk, como se llamaba antes de su matrimonio con Guy Carpenter, era una linda viudita de guerra. Fíjese en los Wetherby... parecen haber andado errantes por el mundo... haber estado allí, allá y en todas partes. ¿Por qué? ¿Hay alguna razón? ¿Malversó él los fondos de un Banco? ¿Dieron algún escándalo? Yo no digo que no podamos descubrir datos. Sí que nos es posible, pero para eso hace falta tiempo. Los interesados no nos ayudarán...
—Porque tienen algo que ocultar —dijo Poirot—; pero eso no quiere decir que se trate necesariamente de un asesinato. ¡Vaya usted a saber lo que cometieron!
—Justo. Puede ser que hayan tenido alguna escaramuza con la Ley, o que son de humilde procedencia, o que se trate de algún escándalo. Pero sea lo que fuere, han tomado toda suerte de precauciones para ocultarlo, y eso dificulta la investigación.
—Pero no la hace imposible.
—¡Oh, no!; imposible, no. Solo que se necesita tiempo. Como he dicho, si Lily Gamboll se halla en Broadhinny, o es Eve Carpenter o Shelagh Rendell. Las he interrogado... por puro formulismo: esa fue la explicación que di, por lo menos. Las dos dicen que estuvieron en su casa solas. Mistress Carpenter se mostró, como siempre, la ingenua de ojos muy abiertos. Mistress Rendell estaba nerviosa, pero es una mujer todo nervios y no puede uno guiarse por su estado.
—Sí —murmuró Poirot—; es de temperamento nervioso.
Estaba pensando en su encuentro con ella en el jardín de Long Meadows. Mistress Rendell había recibido un anónimo, o así lo había dado a entender.. Se preguntó, como se había preguntado con anterioridad, el alcance de semejante declaración.
Spence prosiguió:
—Y hemos de andar con cuidado... porque, aun cuando una de ellas
sea
culpable, la otra es inocente...
—Y Guy Carpenter es diputado en perspectiva e importante personaje local.
—De nada le serviría eso como resultara ser culpable de asesinato, cómplice o encubridor —repuso Spence con dureza.
—Eso lo sé. Pero es necesario estar
seguro
, ¿no es cierto?
—En efecto. Sea como fuere, está usted de acuerdo en que ha de ser una de las dos, ¿verdad?
Poirot suspiró.
—No... no... no diría yo tanto. Hay otras posibilidades.
—¿Cuáles, por ejemplo?
Poirot guardó silencio por unos instantes. Lue go dijo, con voz diferente, casual:
—¿Por qué conserva la gente fotografías?
—¿Por qué? ¡Dios sabe! ¿Por qué conserva la gente toda clase de cosas... chatarra... porquerías, trozos y pedazos, desperdicios? Pero las conserva.
—Estoy de acuerdo con usted hasta cierto punto. Alguna gente guarda las cosas inservibles. Otras las tiran cuando han dejado de emplearlas. Eso es cuestión de temperamento, sí. Pero ahora hablo de fotografías en particular. ¿Por qué conserva la gente, en particular,
retratos
?
—Como he dicho, porque no le gusta tirar nada. O porque les recuerda...
Poirot se agarró a las palabras.
—Exactamente.
Les recuerda
. Y ahora preguntamos otra vez: ¿por qué? ¿
Porqué
conserva una mujer una fotografía suya de cuando era joven? Y yo digo que la primera razón es esencialmente la vanidad. Ha sido una muchacha bonita y conserva el retrato para que le recuerde qué muchacha más bonita era. Sirve para animarla cuando el espejo le dice cosas desagradables. Le dice, quizá, a una amiga: "Así era yo cuando tenía dieciocho años." ¿Está usted de acuerdo?
—Sí, sí, eso me parece bastante cierto.
—En tal caso, esa es la razón número uno. Vanidad. Y ahora la razón número dos: sentimentalismo.
—¿No es lo mismo?
—No; no del todo. Porque este le induce a uno a conservar, no sólo su propia fotografía, sino la de alguna otra persona. Un retrato de una hija casada... cuando era niña... sentada en la alfombra al amor del fuego y envuelta en una gasa...
—He visto algunos de esos —contestó Spence con una sonrisa.
—Sí. A veces le resulta a la interesada un poco violento ver que la exhiben tan ligera de ropa; pero a las madres les gusta conservar esa clase de retratos de sus hijos. Y a los hijos suele gustarles conservar retratos de las madres, sobre todo si estas han muerto jóvenes. "Esta era mi madre, de niña."
—Empiezo a comprender adónde quiere usted llegar, Poirot.
—Y existe, posiblemente, una
tercera
categoría. Ni vanidad, ni sentimentalismo, ni amor... sino
odio
... ¿Qué opina usted?