La señora McGinty ha muerto (17 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La señora McGinty ha muerto
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No estaba seguro.

Pero, murmurando una breve excusa, volvió atrás.

Empujó la verja y se dirigió al edificio. Por la abierta ventana de su izquierda oyó el murmullo de dos voces, la de Robin y la de mistress Oliver, muy poco la de esta y mucho la de aquel.

Abrió y entró por la puerta de la derecha al cuarto que abandonara momentos antes. Mistress Upward estaba sentada junto al fuego. Tenía torvo el semblante. Tan enfrascada en sus pensamientos se hallaba, que la entrada del detective la sobresaltó.

Al oír la tosecita de excusa del visitante, alzó vivamente la cabeza.

—¡Ah! —dijo—. Es usted. Me dio un susto.

—Lo siento,
madame
. ¿Creía usted que era otra persona? ¿Quién creyó que era?

No respondió ella a eso. Se limitó a preguntar:

—¿Se ha dejado algo olvidado?

—Lo que temí haber dejado era peligroso.

—¿Peligroso?

—Peligroso quizá para usted. Porque reconoció una de esas fotografías hace un momento.

—Yo no diría "reconocer". Todos los retratos antiguos parecen iguales.

—Escuche,
madame
. Mistress McGinty reconoció también, o mucho me equivoco, uno de esos retratos. Y
mistress McGinty ha muerto
.

Mistress Upward contestó con inesperado destello de humorismo en los ojos:


Mistress McGinty ha muerto. ¿Cómo murió? Arriesgando el cuello como yo
. ¿Es eso lo que quiere decir?

—Sí. Si sabe algo... por poco que sea... dígamelo ahora. Resultaría mucho menos peligroso.

—Mi querido amigo, la cosa no es tan sencilla como usted se la imagina. Ando muy lejos de estar segura de que sé algo... y, desde luego, nada sé que pueda conceptuarse como
hecho
concreto. Los recuerdos vagos y confusos son, con frecuencia, engañadores. Sería preciso poseer una idea de cómo, cuándo y dónde, si usted me comprende bien.

—Es que a mí se me antoja que ya tiene usted esa idea.

—Hay algo más que eso en el asunto. Hay varios factores que tener en cuenta. Es inútil que intente usted precipitarme, monsieur Poirot. No soy persona que tome decisiones a tontas y a locas. Tengo voluntad propia, y necesito tiempo para decidirme. Cuando tomo una determinación, obro. Pero no hasta estar preparada.

—Es usted una mujer reservada en muchos sentidos,
madame
.

—Quizá... hasta cierto punto. El saber es potencia. El poder solo debe usarse con buenos fines. Perdonará que le diga que quizá no sepa usted apreciar en todo su valor lo que pudiéramos llamar tipo o diseño de la vida rural inglesa.

—En otras palabras, me dice: "Usted no es más que un maldito extranjero."

Mistress Upward sonrió levemente.

—No llevaría a tal punto mi grosería.

—Si no quiere hablar conmigo, puede hacerlo con el superintendente Spence.

—Mi querido monsieur Poirot, la Policía no... no en estos momentos. El detective se encogió de hombros.

—Que conste que la he advertido —dijo.

Capítulo XIV
1

—Decididamente —se dijo Hércules Poirot a la mañana siguiente—, la primavera ya está aquí.

Su aprensión de la noche anterior le parecía ahora singularmente desprovista de fundamento. Mistress Upward era una mujer sensata, perfectamente capaz de .guardarse ella sola .

No obstante, le tenía intrigado No comprendía en absoluto sus reacciones. Era evidente que tampoco deseaba ella que las comprendiese. Había reconocido el retrato de Lily Gamboll y estaba decidida a obrar por su cuenta y sin ayuda.

Paseaba por una senda del jardín, eptregado. a estos pensamientos, cuando le sobresaltó una voz que sonó a sus espaldas.

—Monsieur Poirot...

Mistress Rendell se había acercado tan silenciosamente, que no la había oído. Y estaba muy nervioso desde el día anterior.


Pardon, madame
, Me hizo usted dar un salto

Mistress Rendell sonrió maquinalmente. Si él estaba nervioso, Mistress Rendell lo estaba mucho más, pensó. Le temblaban los párpados y no daba descanso a las manos.

—Es... espero que no le estaré interrumpiendo. Quizá esté usted ocupado.

—No,
madame
. No estoy ocupado. El día es hermoso. Es bueno hallarse al aire libre. En casa de mistress Summerhayes siempre hay... pero que siempre... corrientes.

—Sí; supongo que sí.

—Las ventanas no pueden cerrarse. Y las puertas se abren solas.

—Es una casa un poco desvencijada. Y, claro, los Summerhayes andan tan mal de dinero, que no pueden permitirse el lujo de hacer reparaciones. Yo en su lugar me desharía de ella. Sé que lleva siglos en la familia; pero, hoy en día, uno no puede aferrarse a las cosas nada más que por sentimentalismo.

—No; no somos sentimentales hoy en día.

Hubo un silencio. Por el rabillo del ojo, Poirot observó aquellas manos blancas, nerviosas. Aguardó a que tomara ella la iniciativa. Cuando lo hizo, fue bruscamente.

—Supongo —dijo— que cuando usted anda... bueno, investigando algo, necesita una excusa siempre.

Poirot consideró esta afirmación. Aunque no la miró, se dio perfecta cuenta de que ella le observaba con avidez.

—Como usted dice,
madame
—contestó—, siempre resulta conveniente tenerla.

—Para justificar su presencia... y las preguntas que hace.

—Pudiera ser oportuno.

—¿Por qué? ¿Por qué está usted en Broadhinny en realidad, monsieur Poirot? La miró con leve sorpresa.

—Pero,
ma cher madame
, ya se lo he dicho: para investigar la muerte de mistress McGinty.

Mistress Rendell dijo, con intención muy aguda:

—Ya sé que es eso lo que usted dice. Pero es absurdo. Poirot enarcó las cejas.

—¿Por qué?

—Claro que lo es. Nadie se lo cree.

—Y, sin embargo, puedo asegurarle que es la pura verdad. Parpadearon los pálidos ojos azules y apartaron la mirada.

—No quiere decírmelo.

—¿Decirle qué,
madame
?

Cambió el tema bruscamente otra vez, al parecer.

—Quería consultarle... acerca de unas cartas anónimas.

—¿Bien? —inquirió Poirot al ver que se detenía.

—En realidad, son siempre un tejido de embustes, ¿verdad?

—A veces son mentira —contestó Poirot con cautela.

—Generalmente —insistió ella.

—No diría yo tanto.

Shelagh Rendell exclamó con vehemencia:

—¡Son cosas de personas cobardes, traidoras,
mezquinas
!

—En todo eso, sí, estaría yo de acuerdo.

—Y... no creería usted nunca lo que se le dijese en un anónimo, ¿verdad?

—Esa es una pregunta un poco difícil —anunció Poirot con solemnidad.

—Yo no lo creería. Yo no creería cosa semejante. Y agregó con más vehemencia:

—Sé por qué está usted aquí. Y no es verdad.. .¡le digo a usted que no es verdad!

Giró bruscamente los talones y se alejó.

Hércules Poirot enarcó las cejas, intrigado.

"Y ahora,
¿qué?
—se preguntó—. ¿Me están tomando el pelo, o esta es harina de otro costal?"

Resultaba todo ello, se dijo, algo desconcertante.

Mistress Rendell aseguraba creer que se hallaba él allí por motivos que nada tenían que ver con la investigación de la muerte de mistress McGinty. Había sugerido que el asesinato no era más que un pretexto.

¿Creería eso, en efecto? ¿O le estaba tomando el pelo, como se había dicho?

¿Qué tenían que ver los anónimos con el asunto?

¿Era mistress Rendell el original del retrato que dijera mistress Upward haber visto "recientemente"?

En otras palabras: ¿era mistress Rendell Lily Gamboll? Las últimas noticias de Lily Gamboll, rehabilitada ya, la habían situado en el Estado Libre de Irlanda. ¿Habría conocido el doctor Rendell a su mujer allí, casándose con ella sin conocer su historia? A Lily Gamboll la habían hecho taquimecanógrafa. Hubiera podido cruzarse fácilmente su camino y el del médico.

Poirot sacudió la cabeza y exhaló un suspiro. Todo era perfectamente posible. Pero tenía que estar seguro.

Se levantó, de pronto un aire frío y desapareció el sol.

Poirot tiritó y se encaminó a la casa.

Sí; tenía que estar seguro. Si lograra dar con el instrumento, que sirvió para cometer el crimen...

Y, en aquel momento, con extraña sensación de certidumbre,
lo vio
.

2

Más adelante se preguntó si no lo habría visto y anotado su presencia subconscientemente con mucha anterioridad. Había estado allí, o así era de suponer, desde que llegara a Long Meadows... Allí, entre otras chucherías, encima de la estantería próxima a la ventana.

Pensó:

"¿Por qué no lo he observado antes?"

Lo tomó, lo sopesó, lo examinó, comprobó su equilibrio; lo alzó para descargar un golpe...

Maureen entró con su precipitación de costumbre, acompañada de dos perros. Dijo con voz ligera y amistosa:

—Hola, ¿está usted jugando con el cortador de azúcar?

—¿Se trata de eso, de un cortador de azúcar?

—Sí. Un cortador de azúcar... o un martillo de azúcar... no sé cuál de los dos es el nombre exacto. Tiene gracia, ¿verdad? ¡Es tan infantil con ese pajarito encima!

Poirot dio la vuelta cuidadosamente al instrumento. Estaba construido de bronce, con muchos adornos. Tenía forma de hachuela; era pesado y muy agudo de filo. Llevaba incrustadas aquí y allá piedras de colores, azules y encarnadas. Y encima había un pajarito anodino, con ojos de turquesa.

—Resultaría magnífico para matar a cualquiera, ¿verdad? —murmuró Maureen.

Se lo quitó de la mano y dirigió un golpe asesino a un punto del espacio.

—Fácil a más no poder—dijo—. Como en este verso de los
Idilios del Rey
[9]
.
El sistema de Mark, dijo, y le hendió la cabeza hasta el cerebro
. Yo creo que no habría dificultad en hendirle a uno la cabeza hasta los sesos con esto, ¿no cree?

Poirot la miró. El rostro pecoso tenía una expresión serena.

Maureen agregó:

—Ya le he dicho a Johnnie lo que le aguarda si un día me harto de él. ¡Yo lo llamo "el mejor amigo de la esposa"!

Rompió a reír, dejó el martillo de azúcar y se volvió hacia la puerta.

—¿Qué vine a buscar aquí? —musitó—. No me acuerdo... ¡Maldita sea! Más vale que vaya a ver si ese budín necesita más agua.

La voz de Poirot la detuvo antes que hubiese salido.

—¿Trajo usted esto de la India consigo, quizá?

—¡Oh, no! Lo saqué del "T. y C." por Nochebuena.

—¿"T. y C."? —exclamó Poirot, sin comprender.

—"Traiga y Compre" —explicó Maureen—. En la Vicaría. Una lleva allá todas las cosas que no necesita, y compra algo. Algo que no resulte demasiado horrible si consigue una encontrarlo. Ni que decir tiene que rara vez hay cosas que a una le interesen. Yo compré esto y esa cafetera. Me gustó el pitorro de la cafetera y el pajarito del martillo.

La cafetera, de tamaño pequeño, estaba hecha de cobre batido. Tenía un pitorro grande, curvado, que se le antojó conocido a Poirot.

—Creo que son de Bagdad —dijo Maureen—. Por lo menos creo que es de ahí de donde dijeron los Wetherby. O puede ser que fuera Persia.

—Así, pues, ¿estas cosas salieron de casa de los Wetherby?

—Sí. Tienen una cantidad enorme de morralla. He de irme. Ese budín...

Salió. La puerta se cerró de golpe. Poirot volvió a coger el cortador de azúcar y se acercó con él a la ventana.

En el filo se notaban unas manchas leves, muy leves.

Poirot movió la cabeza con gesto afirmativo.

Vaciló un instante, y luego se llevó el instrumento a su alcoba. Allí lo empaquetó con sumo cuidado en una caja, lo envolvió en papel, lo ató, bajó la escalera y abandonó el edificio.

No creía que se diera nadie cuenta de la desaparición del cortador de azúcar. No era aquella una casa lo suficientemente ordenada.

3

En Labumums, la colaboración proseguía su difícil curso.

—Pero es que no me parece bien que se le haga vegetariano, querida —objetaba Robin—. Es demasiada manía. Y, desde luego, no resulta ni piza de romántico.

—¿Y qué culpa tengo yo? —dijo, con testarudez mistress Oliver—.
Siempre
ha sido vegetariano. Lleva consigo una maquinita para rayar zanaho rias y nabos.

—Pero, Ariadne, encanto, ¿por qué?

—¿Cómo quiere que lo sepa yo ? —exclamó con enfado la escritora—. ¿Cómo diablos sé yo siquiera por qué se me ocurrió crear tan repugnante personaje? ¡Debí de estar loca! ¿Por qué un finlandés cuando no sé una palabra de Finlandia? ¿Por qué vegetariano? ¿Por qué todo ese amaneramiento, todos esos gestos tan idiotas que tiene? Esas cosas pasan. Una prueba una cosa... y a la gente parece gustarle... y entonces una continúa... y, cuando una quiere darse cuenta, se encuentra con un personaje tan exasperante y enloquecedor como Sven Hjerson colgado al cuello de por vida. Y la gente escribe, incluso, diciendo cuánto debe una quererle. ¿Quererle? Si me encontrara. con ese huesudo, desgarbado y vegetariano finlandés en la vida real, cometería yo un asesinato mucho mejor que todos cuantos he inventado.

Robin Upward la miró con reverencia.

—¿Sabe usted, Ariadne? Esa pudiera resultar una idea maravillosa. Un Sven Hjerson de verdad, y
usted
le asesina. Puede emplearlo luego como asunto de su última novela, de su adiós a la vida; para que se publique después de su muerte.

—¡No hay cuidado! —exclamó mistress Oliver—. ¿Y el dinero? Todo el que puedan rendir los asesinatos, lo quiero ahora.

—Sí, sí. Este es un punto en el que no podría estar más de acuerdo con usted de lo que ya estoy.

El atormentado dramaturgo se paseó de un lado para otro.

—Esta Ingrid se está haciendo ya pesada —dijo—. Y, después de la escena del sótano, que va a ser maravillosa de verdad, no sé cómo vamos a impedir que la siguiente escena resulte, por contraste, insípida.

Mistress Oliver guardó silencio. Las escenas, en su opinión, eran de la incumbencia de Robin. ¡Que se devanara él los sesos!

Robin le dirigió una mirada de descontento. Aquella mañana, como consecuencia de uno de sus frecuentes cambios de humor, mistress Olíver no había encontrado de su gusto el aspecto de su cabellera. Con un cepillo mojado en agua se había aplastado y pegado las grises guedejas al cráneo. Con la ancha frente, los lentes macizos y la severa expresión, le recordaba a Robin más y más a una maestra que le infundiera respeto y pavor en su infancia. Halló que se le hacía más difícil por momentos llamarla querida, y hasta le sobrecogía pronunciar el nombre de Ariadne. Dijo, malhumorado:

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