Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—¡Ah, bien! Depende de muchas circunstancias familiares que desconocemos. Pero el deseo de pasar por persona buena y respetable es un deseo fuerte, una pasión... Estos no son artistas ni bohemios. En Broadhinny vive gente muy buena. Me lo dijo la encargada de la estafeta. Y a la gente buena le gusta conservar su bondad, su respetabilidad, su buena fama. Años de feliz vida de matrimonio... ninguna sospecha de que una fue en otros tiempos figura notoria en uno de los casos más sensacionales de asesinato... ninguna sospecha de que la hija de una es hija de un criminal famoso. Una podría decir: "¡Preferiría morir a que mi marido se enterase!" O "Antes morir que consentir que mi hija descubra quién es!". Y luego pasaría una a pensar que quizá resultaría mejor que mistress McGinty muriera.
Spence dijo entonces:
—Así, usted cree que fueron los Wetherby.
—¡Oh, no! Encajan mejor, pero eso es todo. En carácter, por ejemplo, mistress Upward es más
probable
asesina que mistress Wetherby. Tiene determinación y fuerza de voluntad, y quiere con locura a su hijo. Para evitar que se entere él de lo que sucedió antes que se casara con su padre e iniciase una vida conyugal feliz, yo creo que iría lejos.
—¿Tan gran disgusto sería para él?
—Yo, personalmente, no lo creo. Robin ve las cosas desde un punto de vista muy escéptico y moderno. Es egoísta y, en cualquier caso, quiere mucho menos a su madre que ella a él, en mi opinión. Él no es un James Bentley.
—Y suponiendo que mistress Upward
fuera
Eva Kane, ¿su hijo Robin no mataría a mistress McGinty para impedir que se llegara a saber?
—No se le ocurriría, a mi juicio, dar paso semejante. Es más probable que intentara sacarle producto, ¡emplearlo como publicidad para sus obras! No me imagino a Robin cometiendo un asesinato nada más que por salvaguardar su fama de "respetable", ni por amor filial, ni por ninguna otra cosa que no fuera algo que le proporcionase sólidos beneficios a Robin Upward personalmente.
Spence exhaló un suspiro y dijo:
—Es ancho el campo. Tal vez consigamos obtener detalles de la vida pasada de toda esa gente. Pero se requiere tiempo. La guerra ha complicado las cosas. Registros destruidos... oportunidades sinfín para que todos aquellos que desearan desaparecer sin dejar rastro lo hiciesen apropiándose las tarjetas de identidad de otros, etcétera, sobre todo después de "incidentes" en lo que nadie sabría identificar los cadáveres. Si pudiéramos concentrarlo todo en una sola persona... Pero ¡tiene usted tantas posibles, monsieur Poirot!
—Quizá podamos rebajar el número de ellas pronto.
Poirot abandonó el despacho del superintendente menos animado de lo que había hecho creer. A él le obsesionaba, como a Spence, la urgencia.
¡Si hubiera podido disponer de
tiempo
!
Y, más en el fondo aún, se ocultaba la encocoradora duda. ¿Era verdaderamente sólido el edificio que Spence y él habían alzado? ¿Y si después de todo
fuese
Bentley culpable?
No cedió a esa duda; pero le tenía algo inquieto. Había pasado revista mentalmente, vez tras vez, a la conversación que sostuviera con James Bentley. Volvió a pensar en ella ahora, mientras aguardaba en el andén de Kilchester a que llegara el tren. Era día de mercado y la estación estaba atestada de gente. Y aún iban entrando más grupos.
Poirot se inclinó hacia delante para ver. Sí, el tren llegaba por fin. Antes que pudiera erguirse de nuevo, sintió un empujón fuerte y decidido en la espalda. Fue tan violento e inesperado, que le pilló completamente por sorpresa. Un segundo más, y hubiera caído a la vía debajo del tren que se aproximaba. Pero un hombre que se hallaba a su lado, en el andén, le asió justamente a tiempo, tirando de él hacia atrás.
—Pero ¿qué diablos le ocurría? —preguntó. Era un corpulento sargento del Ejército—. ¿Se puso usted malo? ¡Por poco va a parar debajo del tren!
—Gracias. Un millón de gracias.
La muchedumbre se agolpaba ya a su alrededor, unos subiendo al tren, otros apeándose.
—¿Se encuentra bien ya? Yo le ayudaré a montar.
Un poco alterado, Poirot se dejó caer en un asiento.
Inútil decir "me empujaron". Pero sí que le habían empujado. Hasta aquella misma tarde, había estado siempre alerta, para prevenirse contra el peligro. Pero tras hablar con Spence y después de preguntarle este en broma si habían atentado contra él, había llegado a considerar, casi inconscientemente, que el peligro no existía, que no era probable que se intentara nada.
Pero ¡cuán grande equivocación! Entre todas las entrevistas celebradas en Broadhinny, una de ellas había surtido efecto. Alguien se había asustado. Alguien había pretendido poner fin al peligroso intento de resurrección de un caso ya olvidado.
Poirot telefoneó al superintendente Spence desde una cabina telefónica de la estación de Broadhinny.
—¿Es usted,
mon ami
? Atienda, le ruego. Tengo noticias para usted... noticias magníficas.
Alguien ha intentado matarme...
Escuchó con satisfacción el caudal de comentarios del otro.
—No; no me pasa nada. Pero anduvo muy cerca la cosa... Sí, debajo del tren. No; no vi quién fue. Pero tenga usted la completa seguridad, amigo mío, que
lo averiguaré
. Ahora sabemos ya que nos hallamos sobre la pista.
El hombre que inspeccionaba el contador de la electricidad se recreaba con el criado de Guy Carpenter que le estaba observando.
—La electricidad —le dijo— va a suministrarse sobre una nueva base. Una cuota fija graduada, según la ocupación.
El mayordomo repuso con escepticismo:
—Lo que quiere usted decir con eso es que va a costar más, como todas las cosas.
—¡Oh, bien! Yo opino que debe hacerse una distribución equitativa. ¿Fue usted al mitin de Kilchester anoche?
—No.
—Dicen que su amo, mister Carpenter, habló muy bien. ¿Cree que saldrá elegido?
—Tengo entendido que anduvo muy cerca de ello la vez anterior.
—Sí. La mayoría fue de ciento veinticinco votos o algo así. ¿Conduce usted el coche cuando va a esos mítines, o lo conduce él?
—Por regla general lo hace él. Le gusta conducir. Tiene un Rolls.
—Se da buena vida. ¿Conduce mistress Carpenter también?
—Sí. Y siempre va demasiado aprisa, a mi modo de ver.
—Eso suelen hacerlo frecuentemente las mujeres. ¿Asistió al mitin anoche también? ¿O no le interesa la política?
El mayordomo sonrió.
—Finge que le interesa, por lo menos. De todas formas, no aguantó toda la sesión anoche. Le entró dolor de cabeza o no sé qué, y abandonó el local a medio discurso.
—¡Ah! —el electricista echó una mirada a los fusibles—. Casi he terminado ya.
Hizo unas cuantas preguntas más, recogió las herramientas y se dispuso a marcharse.
Bajó caminando muy aprisa la avenida, pero una vez fuera de la verja y habiendo doblado la prime ra esquina, se detuvo a hacer una anotación en su libreta.
"C. volvió a casa solo anoche, conduciendo su propio automóvil. Llegó a las diez y media aproximadamente. Pudo haber estado en la estación de Kilchester a la hora indicada. Mistress C. abandonó el mitin temprano. Llegó a casa diez minutos tan sólo antes que C. Se dice que volvió por ferrocarril."
Era la segunda anotación del librito del electricista. La primera decía:
"Al doctor R. le llamaron anoche para asistir a un enfermo. En dirección a Kilchester. Pudo estar en la estación a la hora indicada. Mistress R. se pasó toda la noche sola en casa (?). Después de llevarle una taza de café mistress Scott, su ama de llaves, no volvió a verla hasta el día siguiente. Tiene un cochecito propio."
En Laburnums se estaba colaborando.
Robin Upward decía con fuerza:
—Sí que se da cuenta de lo maravilloso que es ese parlamento, ¿verdad? Y si logramos introducir una sensación de antagonismo sexual entre el tipo ese y la muchacha, se animará enormemente la obra.
Mistress Oliver se pasó tristemente la mano por la cabellera gris, alborotada por el viento, dándole el mismo aspecto que si la hubiese revuelto, no una brisa, sino un ciclón.
—Sí que comprende usted lo que quiero decir, ¿verdad, Ariadne querida?
—¡Oh!, lo que quiere
decir
ya lo comprendo —contestó la mujer con melancolía.
—Pero lo principal es que le alegre a usted, que le haga feliz...
Nadie más que uno que estuviera decidido a engañarse a sí mismo hubiese podido creer que el aspecto de mistress Oliver denotaba alegría o felicidad.
Robin continuó alegremente:
—Lo que yo digo es: he aquí ese maravilloso jo ven que acaba de aterrizar en paracaídas...
Mistress Oliver le interrumpió:
—Tiene sesenta años de edad.
—¡Oh,
no
!
—Pues los tiene.
—Yo no le veo así. Treinta y cinco. No más.
—Pero ¡si llevo treinta años escribiendo novelas en las que figura como protagonista! Y tenía por lo menos treinta y cinco años en la primera.
—Pero, querida, si tiene sesenta años, no puede haber esa tensión entre él y la muchacha... ¿cómo se llama?... Ingrid. ¡No sería más que un viejo verde entonces!
—En efecto.
—Por tanto, como ve,
ha
de tener treinta y cinco —anunció con gesto triunfal Robin.
—En tal caso, no puede ser Sven Hjerson. Limítese a describirle como un joven noruego que pertenece al movimiento secreto de resistencia.
—Pero, Ariadne, querida, la
clave
de la obra es precisamente Sven Hjerson. Tiene usted un público enorme que
adora
a Sven Hjerson y que acudirá en tropel a ver a Sven Hjerson. ¡Sven Hjerson es un éxito de
taquilla
, querida!
—La gente que lee mis libros sabe cómo es Sven. No es posible inventar un joven completamente nuevo y
llamarlo
Sven Hjerson.
—Ariadme, querida, eso ya se lo había explicado. No se trata ahora de un
libro
, querida, sino de una
obra de teatro
. ¡y es necesario que haya romanticismo! y si conseguimos esa tensión, ese antagonismo entre Sven Hjerson y esa... ¿cómo se llama?... Karen... ¿comprende?... eso de que estén siempre el uno contra el otro y que, sin embargo, se sientan fuertemente atraídos...
—A Sven Hjerson nunca le interesaron las mujeres —dijo con frialdad mistress Oliver.
—¡Es que no
podemos
hacerle
afeminado
, querida! No en
esta
clase de obras. Quiero decir que no se trata de árboles verdes ni praderas esmeraldas, ni ninguna cosa
así
. Se trata de emociones y asesinatos y sana diversión al aire libre.
La mención al aire libre surtió su efecto.
—Me parece que voy a salir —dijo bruscamente mistress Oliver—. Necesito aire. Ando
muy
necesitada de aire.
—¿Quiere que la acompañe? —inquirió Robin con ternura.
—No. Prefiero ir sola.
—Como usted quiera, querida. Quizá tenga razón. Más vale que vaya yo a prepararle un tazón de caldo de la reina a
madre
. La pobrecilla se siente un poco abandonada ahora. Le
gustan
las atenciones, ¿sabe? La cosa va saliendo la mar de bien. Va a tener un éxito clamoroso. ¡Lo sé!
Mistress Oliver exhaló un suspiro.
—Pero lo principal —continuó Robin— es que a usted le alegre y haga feliz.
Mistress Oliver le dirigió una mirada fría, se echó por los anchos hombros una gaya capa militar que comprara antaño en Italia y salió a Broadhinny.
Olvidaría sus preocupaciones, decidió, dedicándose a investigar un crimen de verdad. Hércules Poirot necesitaba ayuda. Echaría una mirada a los habitantes de Broadhinny, ejercitaría su intuición femenina, que jamás le había fallado, y le diría a Poirot quién era el asesino. Así, él no tendría ya que buscar más que las pruebas necesarias. Poco trabajo.
Mistress Oliver inició sus pesquisas bajando la colina, entrando en la estafeta de Correos y comprando un kilo de manzanas. Durante la compra entabló amistosa conversación con mistress Sweetiman.
Habiendo quedado de acuerdo en que hacía mucho calor para aquella época del año, mistress Oliver observó que se alojaba con los Upward en Laburnums.
—Sí, ya lo sé. Usted debe ser la señora de Londres que escribe las novelas de crímenes, ¿verdad? Tengo tres de ellas ahora aquí, en la colección Pingüino.
La novelista echó una mirada a los libros expuestos. Estaban medio tapados por botas de agua para niños.
—
El caso del segundo pez de colores
—musitó—; ese es bueno.
Fue
el
"Gato" quien murió
. Esa fue la novela en la que metí una cerbatana de treinta centímetros de longitud, cuando, en realidad, esa arma mide un metro ochenta de largo. Es absurdo que una cerbatana tenga semejante longitud. Pero me escribió alguien de un museo, explicándomelo. A veces creo que hay gente que solo lee los libros con la esperanza de encontrar equivocaciones. ¿Cuál es la otra? ¡Ah!
Muerte de una debutante...
¡Es un verdadero desastre! Hice disolver sulfonal en agua, y no es soluble en tal líquido. Y el relato entero es fantásticamente inverosímil del principio al fin. Mueren ocho personas por lo menos antes que a Sven Hjerson le dé su corazonada.
—Son muy populares —aseguró mistress Sweetiman, nada afectada por aquella autocrítica—. ¡No puede usted imaginarse cuánto! Yo no he leído ninguna de ellas, porque en realidad no tengo tiempo para leer.
—Tuvieron ustedes un asesinato aquí también, ¿verdad? —dijo mistress Oliver.
—Sí. Durante el pasado noviembre. Casi en la casa de al lado, como quien dice.
—¿Dicen que hay un detective aquí investigándolo?
—¡Ah! ¿Se refiere usted a ese caballero extranjero tan bajito que se aloja en Long Meadows? Estuvo aquí ayer sin ir más lejos, y luego...
Mistress Sweetiman se interrumpió al entrar otra parroquiana en busca de sellos.
Corrió al mostrador de la estafeta.
—Buenos días, miss Henderson. Hace calor hoy para la época del año en que nos encontramos.
—Sí que lo hace.
Mistress Oliver clavó una mirada intensa en la espalda de la muchacha. Llevaba un perro
Sealyham
sujeto con una traílla.
—¡Lo cual significa que la helada matará la flor de los árboles frutales más tarde! —prosiguió mistress Sweetiman con melancólica fruición—. ¿Cómo se conserva mistress Wetherby?