Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—¿Odio?
—Sí. Para conservar vivo un deseo de venganza. Si alguien le ha hecho daño a uno, se puede conservar su retrato para recordarlo, ¿verdad?
—No me diga que eso puede aplicarse a este caso.
—¿No lo cree usted así?
—¿Qué está pensando?
Poirot murmuró:
—Las informaciones periodísticas son, con frecuencia, inexactas. El
Sunday Comet
aseguró que los Craig tenían a Eva Kane de institutriz. ¿Es cierto eso?
—Sí. Pero estamos investigando sobre la base de que es a Lily Gamboll a quien buscamos.
Poirot se irguió de pronto en su asiento. Agitó un dedo ante la cara de Spence.
—Mire. Mire la fotografía de Lily Gamboll. No es guapa... ¡no! Con franqueza, esos dientes y esas gafas la hacen horriblemente fea. Así, pues, nadie ha conservado la fotografía por la razón número uno. Ninguna mujer conservaría ese retrato por vanidad. Si Eve Carpenter o Shelagh Rendell, ambas bonitas, sobre todo Eve Carpenter, tuvieran un retrato suyo así... ¡lo harían mil pedazos, antes que pudiese verlo nadie!
—Algo hay de eso.
—Por tanto, la razón número uno queda eliminada. Ahora veamos el sentimentalismo. ¿Amaba alguien a Lily Gamboll en aquella época? La clave de Lily Gamboll es esta: que nadie la quería, que todos la rechazaban. La persona que más aprecio le tuvo fue su tía. Y murió de un hachazo. Conque no se conservó ese retrato por sentimentalismo. ¿Y venganza? Nadie la odiaba tampoco. La tía asesinada era una mujer sola, sin marido ni amistades íntimas. Nadie odiaba a esa criatura de los barrios bajos... solo les inspiraba lástima.
—Escuche, monsieur Poirot: lo que está usted diciendo es que nadie hubiera conservado ese retrato.
—Justo. Ese es el resultado de mis reflexiones.
—Pero alguien lo conservó. Porque mistress Upward lo había visto.
—
¿Está usted seguro?
—¡Qué rayos! ¡Fue usted mismo quien me lo dijo! Lo aseguró ella.
—Sí —asintió Poirot—; ella lo aseguró. Pero, en cierto modo, la difunta mistress Upward era muy reservada. Le gustaba hacer las cosas a su manera. Le enseñé las fotografías y reconoció una de ellas. Pero quiso guardar el secreto por no sé qué motivo. Deseaba, digamos, tratar cierta situación de acuerdo con su capricho. Así, pues, como era mujer perspicaz y rápida en sus decisiones, señaló deliberadamente
otra
fotografía y
no
la que había reconocido, reservándose así su descubrimiento.
—Pero ¿por qué?
—Porque, como ya he dicho, quería obrar por su cuenta y sin ayuda.
—¿No se trataría de chantaje? Porque poseía una cuantiosa fortuna, como viuda de un fabricante del Norte.
—¡Oh, no, chantaje no! Más bien beneficencia. Supondremos que le era simpática la persona en cuestión y que
no
deseaba delatar su secreto. No obstante, tenía
curiosidad
. Era su propósito celebrar una entrevista a solas con dicha persona. Y en el transcurso de ella decidir si su interlocutora había tenido algo que ver con la muerte de mistress McGinty o no. Algo por el estilo.
—Así, ¿no quedan eliminadas las otras tres fotografías, después de todo?
—En absoluto. Mistress Upward pensaba ponerse en contacto con la persona interesada a la primera oportunidad. Esta se presentó al marcharse mistress Oliver y su hijo al Repertory Theatre, de Cullequay.
Y telefoneó a Deirdre Henderson
. Lo cual vuelve a situar a Deidre Henderson en escena. ¡Y a su madre!
El superintendente sacudió con melancolía la cabeza.
—Cómo le gusta a usted complicar las cosas, ¿verdad, monsieut Poirot? —dijo.
Mistress Wetherby regresó a casa desde la estafeta de Correos a paso sorprendentemente ligero para una persona considerada habitualmente como inválida. Sólo al entrar en el edificio empezó a arrastrar los pies de nuevo y se dejó caer en el sofá.
Tenía el timbre al alcance de la mano y lo hizo sonar.
Como nada ocurrió, volvió a tocar, conservando el dedo en el pulsador un buen rato.
Oportunamente se presentó Maude Williams. Llevaba un guardapolvo de flores estampadas y un paño de quitar el polvo en la mano.
—¿Llamaba usted, señora?
—Dos veces. Cuando llamo, espero que se presente alguien en seguida. Pudiera encontrarme gravemente enferma.
—Lo siento, señora. Me encontraba arriba.
—Ya lo sé. En mi cuarto. La oí. Y estaba sacando los cajones. No sé por qué. No forma parte de sus obligaciones andar husmeando y revolviéndome las cosas.
—No andaba husmeando. Colocaba ordenadamente algunas de las cosas que había dejado usted tiradas por ahí.
—No diga tonterías. Todas ustedes husmean. Y me niego a consentirlo. Me siento muy débil. ¿Está miss Deirdre en casa?
—Se llevó el perro a dar un paseo.
—¡Que estupidez! Podía haberse figurado que la necesitaría. Tráigame un huevo batido con leche y agregue un poco de coñac. El coñac está en el aparador.
—No quedan más que tres huevos para desayunar mañana.
—Entonces alguien tendrá que pasarse sin el suyo. Dése prisa, ¿quiere? No esté ahí parada, mirándome. Y va usted demasiado pintada. No es conveniente eso.
Se oyó un ladrido en el vestíbulo, y al salir Maude entraron Deirdre y su
Sealyham
.
—Oí tu voz —anunció Deirdre casi sin aliento—. ¿Qué le has estado diciendo?
—Nada.
—Tenía cara de furia.
—La puse en su sitio. ¡Qué chica más impertinente!
—¡Oh mamá, querida! ¿Es preciso eso? Resulta tan difícil encontrar criadas... y guisa bien.
—¡Supongo que no tiene importancia que sea insolente
conmigo
! —mistress Wetherby puso los ojos en blanco y aspiró varias veces trémulamente—. He andado demasiado —murmuró.
—No debiste salir, querida. ¿Por qué no me dijiste que te ibas?
—Pensé que me sentaría bien tomar un poco el aire. ¡Hay tan poca ventilación aquí! No importa. A una no le interesa en realidad vivir... no; si ha de resultar una carga para los demás.
—No eres una carga, querida, Me moriría sin ti.
—Eres una buena chica, pero me doy cuenta de cómo te canso y te pongo los nervios de punta.
—No es verdad... no es verdad —dijo Deirdre con pasión.
Mistress Wetherby exhaló un suspiro y cerró los ojos.
—No... no puedo hablar mucho —murmuró—. He de echarme y estar quieta.
—Le meteré prisa a Maude para que te traiga el ponche.
Deirdre salió corriendo de la estancia. En sus prisas dio con el codo contra una mesa y un ídolo de bronce cayó al suelo.
—¡Qué torpe! —murmuró mistress Wetherby para sí, haciendo una mueca.
Se abrió la puerta y entró mister Wetherby.
Permaneció inmóvil unos instantes. Mistress Wetherby abrió los párpados.
—¡Ah! ¿Eres tú, Roger?
—Me estaba preguntando qué sería todo ese ruido que sonaba aquí. Es imposible leer tranquilo en esta casa.
—Sólo era Deirdre, querido. Entró con el perro.
El hombre se agachó y recogió del suelo la monstruosidad de bronce.
—Deirdre ya tiene edad suficiente para no andar tirando las cosas a todas horas.
—Es un poco torpe.
—Pues resulta absurdo ser torpe a sus años. ¿Y no sabe impedir que ladre ese perro?
—Le hablaré, Roger.
—Si ha de hacer de este su hogar, debe tener en cuenta nuestros deseos y no portarse como si la casa fuese suya.
—¿Quizá preferirías que se marchase? —murmuró mistress Wetherby.
Observó a su marido por entre los entornados párpados.
—No, claro que no. ¡Claro que no! Naturalmente; es con nosotros con quienes le corresponde vivir. Lo único que yo pido es un poco más de sentido común y de buenos modales.
Agregó, pasados unos segundos.
—¿Has salido, Edith?
—Sí. Bajé hasta la estafeta.
—¿No hay noticias huevas de la pobre mistress Upward?
—La Policía sigue sin saber quién fue.
—Parece completamente inútil. ¿Hay móvil? ¿Quién la hereda?
—Supongo que el hijo.
—Sí... sí; entonces parece, en efecto, que debe de haber sido uno de esos vagabundos. Has de decirle a la muchacha que tenga cuidado de cerrar bien la puerta con llave. Y que, cuando empiece a anochecer, sólo la abra después de echar la cadena. Esos hombres son muy atrevidos y brutales en e stos tiempos.
—Parece que no se han llevado nada de casa de mistress Upward.
—Es raro.
—No fue como en el caso de mistress McGinty.
—¿Mistress McGinty? ¡Ah, la de la limpieza! ¿Qué tiene que ver mistress McGinty con mistress Upward?
—Trabajaba para ella, Roger.
—No seas tonta, Edith.
Mistress Wetherby volvió a cerrar los ojos. Al salir el marido del cuarto, sonrió ella para sí.
Abrió con sobresalto los ojos otra vez, encontrándose con Maude a su lado.
—Lo que me había pedido, señora —dijo ésta, ofreciéndole un vaso.
Tenía la voz alta y clara. Repercutía con demasiada resonancia en la amortiguada casa.
Mistress Wetherby alzó la vista con una vaga sensación de alarma.
¡Cuán alta y erguida era la muchacha! Se cernía sobre mistress Wetherby como... "como encarnación del sino, de la Fatalidad", pensó la señora. Y luego se preguntó por qué le habrían acudido a la mente tan extraordinarias palabras.
Se incorporó sobre el codo y tomó el vaso que le ofrecía la muchacha.
—Gracias, Maude —dijo.
La joven dio media vuelta y salió del cuarto. Mistress Wetherby aún se sentía vagamente turbada.
Hércules Poirot alquiló un coche para regresar a Broadhinny.
Estaba cansado, porque había estado pensando. El pensar siempre resultaba agotador. Y el resultado no había sido satisfactorio del todo. Era como si se hubiera tejido un diseño perfectamente visible en un trozo de tela. Y, sin embargo, aun cuando tenía la tela en la mano, no conseguía ver cuál era el diseño.
Pero todo se encontraba allí. Allí estaba la cosa: todo se encontraba allí. Solo que era uno de esos diseños autocoloreados y sutiles que no son fáciles de percibir.
Poco después de salir de Kilchester se cruzó con la
rubia
de los Summerhayes, que viajaba en dirección opuesta. Johnnie conducía y llevaba un pasajero. Poirot apenas se fijó en ellos. Aún continuaba con sus pensamientos.
Cuando llegó a Long Meadows, se metió en la sala. Quitó un cazo lleno de espinacas del sillón más cómodo y se sentó. Arriba sonaba el amortiguado tecleteo de una máquina de escribir. Era Robin Upward, que luchaba con una obra. Había roto ya tres versiones, según le dijera a Poirot. Sin saber por qué, no conseguía concentrarse.
Robin podría sentir mucho la muerte de su madre; pero seguía siendo Robin. Upward, el egocéntrico, cuyo propio bienestar era su sola y principal ocupación.
—
Madre
—aseguró con toda solemnidad— hubiese querido que siguiera adelante con mi trabajo.
Hércules Poirot había oído decir aproximadamente lo mismo a mucha gente. Una de las suposiciones más convenientes era saber lo que los difuntos hubiesen deseado. Los afligidos jamás experimentaban duda alguna acerca de los deseos de aquellos seres queridos que acababan de abandonar el mundo. Y tales deseos solían estar de acuerdo con sus propias inclinaciones.
En aquel caso, probablemente, sería verdad.
Mistress Upward había tenido mucha fe en el trabajo de Robin y se había sentido extremadamente orgullosa de él.
Poirot se recostó contra el respaldo del asiento y cerró los ojos.
Pensó en mistress Upward. Consideró cómo había sido en realidad. Recordó una frase que le había oído a un funcionario policíaco en cierta ocasión: "Le desarmaremos por completo para ver qué es lo que le hace funcionar."
¿Qué era lo que había hecho funcionar a mistress Upward?
Sonó un fuerte golpe, y entró Maureen Summerhayes en el cuarto. El viento le arremolinaba el cabello.
—No se me ocurre qué puede haberle sucedido a Johnnie —dijo—. Solo salió para llevar esos pedidos especiales a la estafeta de Correos. Debía de haber estado de vuelta hace horas. Quiero que me arregle la puerta del gallinero.
"Un caballero de verdad —se dijo Poirot— se ofrecería a arreglar la puerta del gallinero." Poirot no hizo tal cosa, sin embargo. Quería seguir pensando en los dos asesinatos y en el carácter de mistress Upward.
—Y no encuentro ese impreso del Ministerio de Agricultura —prosiguió Maureen—. He mirado por todas partes.
—Las espinacas están en el sofá —observó Poirot, tratando de ayudarla.
A Maureen no le preocupaban las espinacas.
—Mandaron ese impreso la semana pasada —musitó—, y debo haberlo puesto en alguna parte... quizá fuera cuando zurcía ese jersey de Johnnie.
Se acercó al buró y empezó a abrir cajones. Vació la mayor parte de su contenido en el suelo, sin miramientos. A Poirot le resultaba un verdadero tormento observarla.
De pronto lanzó un grito de triunfo:
—¡Aquí está!
Encantada, salió corriendo de la estancia.
Hércules Poirot exhaló un suspiro y volvió a entregarse a sus meditaciones.
Arreglar con orden y precisión...
Frunció el entrecejo. El desordenado montón de objetos en el suelo junto al buró le distraía.
¡Qué manera de buscar las cosas!
Orden y método; eso era lo que hacía falta. Orden y método
Aún cuando se había vuelto de lado en su asiento, seguía viendo la confusión. Artículos de coser, un montón de calcetines, cartas, lana de hacer punto revistas, lacre, fotografías, un jersey...
¡Era insoportable!
Se puso de pie, cruzo hasta el buró y empezó a guardar nuevamente los objetos de los cajones.
El jersey, los calcetines, la lana de hacer punto...
Luego, en el cajón siguiente, el lacre, las fotografías, las cartas...
Sonó el timbre del teléfono.
La estridencia le hizo dar un respingo.
Cruzó hacia el teléfono y descolgó el auricular.
—¡Diga! ¡Diga!
Le contestó la voz del superintendente Spence:
—¡Ah, es usted, monsieur Poirot! Por usted iba a preguntar.
La voz de Spence había cambiado hasta el punto de resultar difícil de reconocer. Estaba evidentemente preocupadísimo.
—¡Mira que llenarme la cabeza de tonterías acerca de un error en los retratos! —murmuró con mezcla de reproche e indulgencia—. Tenemos una pista nueva. La muchacha de la estafeta de Broadhinny. El comandante Summerhayes acaba de traerla. Parece ser que estaba parada casi enfrente de la casa aquella noche y vio entrar a una mujer. Después de las ocho y media o antes de las nueve. Y no era Deirdre Henderson. Era una mujer de pelo rubio. Eso nos vuelve a conducir adonde habíamos estado. No cabe duda que ha sido una de las dos: Eve Carpenter o Shelagh Rendell. La cuestión ahora es esta: ¿cuál de ellas?