Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—¿Sabe? No me siento inspirado ni pizca hoy. Seguramente se debe a la ginebra de ayer. Dejemos el trabajo y ocupémonos de los actores a quienes hemos de asignar los papeles. Si conseguimos a Denis Callory, naturalmente, será maravilloso; pero anda metido en películas en la actualidad. Y Jean Bellews estaría que ni pintada en el papel de Ingrid, y ella
quiere
representarlo; por tanto, miel sobre hojuelas. Eric... como ya he dicho, he tenido una idea magnífica para Eric. Iremos al Little Rep esta noche, ¿quiere? y ya me dirá usted qué le parece Cecil para ese papel.
Mistress Oliver asintió a la idea del proyecto, y Robin se fue a telefonear.
—Bueno —dijo a la vuelta—. Ya está todo arreglado.
La hermosa mañana no había cumplido su promesa. Estaba encapotado el cielo, la atmósfera era opresiva y amenazaba lluvia. Al atravesar Poirot por entre los arbustos en dirección a la puerta principal de Hunter's Close, se dijo que no le gustaría vivir en aquel valle hueco al pie de la colina. El edificio en sí estaba rodeado de árboles y las paredes ahogadas por la hiedra. Allí hacía falta, pensó, que un leñador hiciera uso de su hacha.
(El
hacha
. ¿El cortador de azúcar?)
Tocó el timbre y, no recibiendo respuesta, volvió a llamar.
Fue Deirdre Henderson quien le abrió la puerta. Pareció sorprendida.
—¡Ah! —dijo—, es usted...
—¿Puedo entrar y hablar con usted unos momentos?
—Pues... sí, supongo que sí...
Le condujo a la salita pequeña y oscura donde había esperado en otra ocasión. Reconoció, sobre la repisa de la chimenea, la hermana mayor de la cafetera que tenía Maureen sobre la estantería. Su enorme pitorro curvo parecía dominar el pequeño cuarto occidental con cierta oriental ferocidad.
—Me temo —anunció Deirdre en tono de excusa— que estamos un poco trastornados hoy. Nuestra criada, esa chica alemana, se nos va. Sólo ha estado aquí un mes... Parece ser que aceptó este empleo nada más que por venir a este país, porque había alguien con quien quería casarse. Y ahora ya lo tiene todo arreglado y se marcha esta noche.
Poirot hizo un chasquido con la lengua.
—Muy poca consideración —murmuró.
—¿Verdad que sí? Mi padrastro dice que no es legal. Pero, aunque no lo sea, si se va y se casa, no veo yo qué podemos hacer. Ni siquiera hubiéramos
sabido
que se marchaba de no haberla encontrado yo haciendo el equipaje. Se hubiese ido sin decimos una palabra.
—No vivimos, por desgracia, en tiempos en que se guarden miramientos...
—No —respondió con voz mate Deirdre—; supongo que no.. ."
Se frotó la frente con el dorso de la mano.
—Estoy cansada —dijo—, muy cansada.
—Sí —asintió Poirot con dulzura—, creo que ha de estar usted muy cansada.
—¿Qué deseaba, monsieur Poirot?
—Quería hablarle de cierto cortador de azúcar.
—¿Un cortador de azúcar?
Era evidente, por su expresión, que no comprendía.
—Un instrumento de bronce con un pájaro de adorno, incrustado de piedras azules, encarnadas y verdes.
Poirot hizo la descripción con mucho cuidado.
—¡Ah, sí! Ya sé.
Su voz no dio muestras de interés ni animación.
—Tengo entendido que salió de esta casa.
—Sí. Mi madre lo compró en un bazar de Bagdad. Fue una de las cosas que llevamos a la Vicaría para la venta que allí se hace.
—El "Traiga y Compre", ¿no es eso?
—Sí. Celebramos muchos aquí. Es difícil conseguir que la gente dé dinero. Pero siempre puede encontrarse algo que mandar.
—Por tanto estuvo aquí, en esta casa, hasta No chebuena. Y luego lo mandaron al "Traiga y Compre", ¿es así?
Deirdre frunció el entrecejo.
—No al "Traiga y Compre" de Nochebuena —dijo—. Fue al anterior... al de la Fiesta de la Cosecha.
—La Fiesta de la Cosecha... Eso sería... ¿cuándo? ¿Octubre? ¿Septiembre?
—A fines de septiembre.
Reinó el silencio en el cuartito. Poirot miró a la muchacha, y ella le miró a él. Tenía ella el rostro sin expresión, sin indicio alguno de interés. Intentó adivinar qué estaba pasando tras aquel muro de apatía. Quizá nada. Tal vez estuviese, como decía ella, cansada nada más...
Dijo con ansia:
—¿Está usted completamente segura de que se mandó a la venta de la Fiesta de la Cosecha... que no fue a la de Nochebuena?
—Completamente segura.
Fija la mirada, sin parpadear...
Hércules Poirot aguardó. Continuó aguardando...
Por fin dijo:
—No quiero molestarla más,
mademoiselle
.
Deirdre le acompañó hasta la puerta.
A los pocos instantes bajaba nuevamente la avenida.
Dos declaraciones divergentes, declaraciones que no había posibilidad de conciliar.
¿Quién tenía razón? ¿Maureen Summerhayes o Deidre Henderson?.
Si el cortador de azúcar había recibido el empleo que suponía, aquello resultaba vital. El Festival de la Cosecha se había celebrado a fines de septiembre. Entre dicha fecha y Nochebuena —el 22 de noviembre, para ser exacto— habían matado a
mistress
McGinty. ¿De quien había sido propiedad el cortador por entonces?
Se dirigió a la estafeta. Mistress Sweetiman siempre estaba dispuesta a ayudar, y hacía cuanto se hallaba a su alcance. Aseguró haber asistido a las dos ventas. A veces se encontraban en ellas cosas que valía la pena adquirir. Ayudaba también a montarlo todo. Aunque la mayor parte de la gente no mandaba de antemano su aportación, sino que se presentaba personalmente con ella.
¿Un cortador de bronce, parecido a un hacha, con piedras de colores y un pajarito? No; no recordaba con exactitud.
Había tantas cosas, y tanta confusión, y eran tantas las piezas que se llevaba la gente en seguida... Pero, sí, creía recordar algo así... La habían vendido por cinco chelines, junto con una cafetera de cobre, pero la cafetera tenía un agujero en el fondo y no se podía emplear más que como adorno. No recordaba, no obstante, cuándo había sido. Quizá por Nochebuena, posiblemente antes... No se había fijado...
Aceptó el paquete que le entregó Poirot. ¿Certificado? Sí.
Copió las señas y el detective observó un destello de interés en los perspicaces ojos negros cuando le entregó el recibo.
Hércules Poirot subió lentamente la colina, pensativo.
De las dos mujeres, era más probable que Maureen Summerhayes, alocada, alegre, inexacta, fuera la que se equivocase. Para ella igual daría que fuese el Festival de la Cosecha o el de Noche buena.
Deirdre Henderson, indolente, delicada, tenía que ser mucho más segura, verosímilmente, en sus identificaciones de tiempos y fechas.
De todas formas, una cuestión le preocupaba.
¿Por qué, tras sus preguntas, no le habría ella preguntado a su vez
el motivo de que las hiciese? ¿Por qué quería saber todo eso?
Tal pregunta hubiera resultado natural y casi inevitable.
Pero Deirdre Henderson no lo había hecho.
—Alguien le ha llamado por teléfono —anunció Maureen desde la cocina al entrar Poirot.
—¿Por teléfono? ¿Quién?
Estaba ligeramente sorprendido.
—No lo sé. Pero anoté el número en mi libreta de racionamiento.
—Gracias,
madame
.
Entró en el comedor y se acercó a la mesa de escritorio. Entre el montón de papeles revueltos encontró la libreta de racionamiento junto al teléfono y en ella la anotación: Kilchester 350.
Descolgó el auricular y marcó el número.
Una voz femenina dijo inmediatamente:
—Breater & Scuttle.
Poirot adivinó entonces.
—¿Puedo hablar con miss Maude Williams?
Transcurrió un intervalo; luego una voz de contralto anunció: —Miss Williams al aparato...
—Habla Hércules Poirot. Creo que me telefoneó usted.
—Sí... sí, en efecto. Con referencia a la propiedad por la que preguntó usted el otro día...
—¿La propiedad?
Durante un momento, Poirot se desconcertó.
Luego cayó en la cuenta.
Había moros en la costa. Alguien escuchaba la conversación. Probablemente le habría telefoneado con anterioridad, aprovechando un momento en que se hallaba sola en el despacho.
—Creo que la comprendo. Se trata del asunto de James Bentley y del asesinato de mistress McGinty.
—Justo. ¿Podemos hacer algo en su obsequio?
—Desea ayudar. ¿No se encuentra sola ahí?
—Eso es.
—Comprendo. Escuche atentamente. ¿Desea usted, de verdad, ayudar a James Bentley?
—Sí.
—¿Estaría dispuesta a presentar la dimisión de su empleo actual? No hubo vacilación.
—Sí.
—¿Estaría usted dispuesta a aceptar un empleo doméstico... con gente muy poco simpática quizá?
—Sí.
—¿Puede usted abandonar su empleo inmediatamente? Para mañana, por ejemplo.
—¡Ah, sí, monsieur Poirot! Creo que eso podría arreglarse.
—¿Comprende lo que quiero que haga? Sería usted sirviente... obligada a vivir con sus amos. ¿Sabe guisar?
Se notó cierto resabio de humorismo en la voz:
—Muy bien.
—¡
Bon Dieu
, qué rareza! Escuche. Marcho a Kilchester inmediatamente. Me reuniré con usted en el mismo café en que hablamos anteriormente, a la hora de comer.
—Sí, sí. Claro que sí. Poirot cortó la comunicación.
"Una joven admirable —se dijo—. Lista, sabe lo que quiere, y hasta sabe cocinar..."
Desenterró con cierta dificultad el listín de teléfonos, que estaba debajo de un tratado sobre la cría de cerdos, y buscó el número de los Wetherby.
La voz que contestó fue la de la señora.
—¿Oiga?... ¿Oiga?... Habla Monsieur Poirot... ¿Recordará,
madame
?
—No creo que...
—Monsieur Hércules Poirot.
—¡Ah!, sí... claro... perdóneme. Hemos tenido un trastorno doméstico bastante grande hoy...
—Precisamente la he llamado por eso. He quedado desolado al conocer sus dificultades.
—Son tan ingratas estas extranjeras... Después de pagarle el viaje hasta aquí y todo eso... No sabe cuánto detesto la ingratitud.
—Sí, sí; comprendo perfectamente sus sentimientos. Es monstruoso; por eso me apresuro a decirle que yo he encontrado, quizá, una solución. Por pura casualidad, conozco a una joven que desea servir. Aunque me temo que no cuenta con entrenamiento completo.
—¡Oh!, en estos tiempos no existe el entrenamiento. ¿Está dispuesta a guisar? ¡Son tantas las que no quieren acercarse a la cocina!
—Sí, sí... guisa. ¿Se la envío, pues... aunque sea a prueba? Se llama Maude Williams.
—¡Oh!, sí, por favor, monsieur Poirot. Es usted muy amable. Cualquier cosa sería mejor que nada. Mi esposo es tan quisquilloso y se enfada de tal manera con mi querida Deirdre cuando no marcha bien la casa... Una no puede esperar que los hombres comprendan cuán dificil resulta todo hoy en día... yo...
Hubo una interrupción. Mistress Wetherby habló con alguien que entraba en el cuarto y, aunque había tapado con la mano la boquilla, Poirot pudo oír sus palabras, algo amortiguadas:
—Es ese hombrecillo detective... Sabe de alguien que puede venir a ocupar el puesto de Frieda. No, no es extranjera... inglesa, gracias a Dios. Es muy amable... parece estar muy preocupado por mí... ¡Oh querida, no pongas peros! ¿Qué importa? Ya sabes cómo se pone Roger. Bueno, pues yo creo que es una gran muestra de amabilidad por su parte. Y supongo que no será muy horrible la joven...
Terminado el inciso, mistress Wetherby habló con gran amabilidad.
—Muchísimas gracias, monsieur Poirot. No sabe lo agradecidas que le estamos.
Poirot colgó el auricular y consultó el reloj.
Luego fue a la cocina.
—
Madame
, no vendré a comer. Tengo que marchar a Kilchester.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Maureen—. No llegué a tiempo al budín. Se había quedado sin agua. En realidad, creo que estará bien... un poco chamuscado quizá... Por si tenía mal gusto, pensé en abrir un tarro de esas frambuesas que puse en conserva el verano pasado. Parecen tener un poco de moho encima, pero hoy en día dicen que eso no importa. En realidad es bueno para la salud... penicilina, como quien dice.
Poirot abandonó la casa, alegrándose de que no le tocara comer aquel día budín chamuscado y falsa penicilina. Más valía, mucho más, comer macarrones, natillas y ciruelas en El Gato Azul, que las improvisaciones de Maureen Summerhayes.
En Laburnums se había alterado un poco la tranquilidad.
—Por supuesto, cuando estás trabajando en una obra, no pareces acordarte de nada, Robin.
Robin se mostró contrito.
—
Madre
, lo siento una barbaridad. Había olvidado por completo que Janet salía esta noche.
—No importa en absoluto —anunció mistress Upward con frialdad.
—Claro que importa. Telefonearé al teatro, aplazando la visita para mañana.
—No harás tal cosa. Conviniste en ir esta noche, e irás.
—Pero, la verdad...
—No hay más que hablar.
—¿Quieres que le pida a Janet que deje la salida para otro día?
—Claro que no. Le hace muy poca gracia que le trastornen sus planes.
—Estoy seguro de que no le importaría. No si se lo digo yo...
—No le dirás una palabra, Robin. Hazme el favor de no disgustar a Janet. Y deja el asunto en paz ya. No quiero tener la sensación de que soy una vieja pesada que agua la fiesta a los demás.
—
Madre
... dulzura... .
—Basta. Id y divertios. Ya sé yo a quién le pediré que me haga compañía.
—¿A quién?
—Eso es un secreto —respondió mistress Upward, recobrando el buen humor—. Y ahora deja de atormentarte.
—Telefonearé a Shelagh Rendell...
—Ya me encargaré yo de telefonear a quien me dé la gana. Repito que no hay más que hablar. Haz el café antes de marcharte y déjamelo al lado en la cafetera. ¡Ah!, y procura dejar una taza más... por si tengo visita.
Mientras comían en El Gato Azul, Poirot acabó de darle instrucciones a Maude Williams.
—Conque ¿ha comprendido perfectamente lo que tiene que buscar?
Maude Williams movió afirmativamente la cabeza.
—¿Ha arreglado las cosas en el despacho?
La joven rió.