Read La señora McGinty ha muerto Online
Authors: Agatha Christie
—Aún sí. Tanto mister Carpenter como su esposa estuvieron en Kilchester anoche y volvieron a diferente hora a casa. Mistress Rendell puede haberse pasado la noche sentada en casa escuchando la radio, o puede no haberlo hecho... nadie lo sabe. Miss Henderson va con frecuencia al cine a Kilchester.
—No fue anoche. Se quedó en casa. Me lo dijo ella misma.
—Uno no puede creerse todo lo que le dicen —dijo Poirot con reproche—. Los de una misma familia se apoyan. La doncella extranjera, Frieda, por otra parte,
sí
que fue al cine anoche; conque no puede decimos quién estuvo o dejó de estar en Hunter's Close. Como verá usted, no es tan fácil reducir el número de los sospechosos.
—Posiblemente podré avalar a nuestro grupo. ¿A qué hora dice usted que sucedió eso?
—A las nueve y treinta y cinco en punto.
—En tal caso, Laburnums queda eliminado por lo menos. Desde las ocho hasta las diez y media, Robin, su madre y yo estuvimos jugando a las cartas.
—Creí que, a lo mejor, usted y Robin estarían encerrados juntos, colaborando.
—¿Dejando libre a la madre para que se largara en una motocicleta oculta entre los arbustos? —rió mistress Oliver—. No, teníamos a mamá a la vista.
Suspiró al asaltarla pensamientos más tristes.
—¡Colaboración! —exclamó con amargura—. ¡Todo ese asunto es una pesadilla! ¿Qué tal le sentaría que le pegaran un bigote negro al superintendente Battle y le dijeran que ese era usted?
Poirot parpadeó levemente.
—Pero... ¡es una pesadilla esa insinuación!
—Ahora comprenderá usted lo que yo sufro —lamentóse mistress Oliver.
—También yo padezco —anunció Poirot—. Los guisos de mistress Summerhayes desafían toda descripción. Eso no es cocinar siquiera. Y las corrientes de aire, los vientos fríos, los estómagos revueltos de los gatos, los pelos largos de los perros, las patas rotas de las sillas, la terrible, ¡oh cuán terrible!, cama en que duermo.—entornó los ojos al recordar sus angustias—, el agua templada en el cuarto de baño, los agujeros de la alfombra de la escalera, y el café... no hay palabras para describir el líquido que sirven como café. Es una ofensa al estómago.
—¡Caramba! Y, sin embargo, ¿sabe?, ella es la mar de agradable.
—¿Mistress Summerhayes? Es encantadora. Es
muy
encantadora. Y por eso resulta más violento.
—Ahí viene —dijo mistress Oliver.
Maureen Surnmerhayes se acercaba a ellos. En el pecoso semblante se observaba una expresión de éxtasis. Llevaba una copa en la mano. Les sonrió a los dos con afecto.
—Me parece que estoy un poco mona —anunció—. ¡He bebido tal cantidad de esa ginebra tan sabrosa!... Me gustan las reuniones. Y rara vez las hay en Broadhinny. Es por ser ustedes dos tan célebres. Ojalá pudiese yo escribir novelas. Lo malo que yo tengo es que no sé hacer
nada
bien.
—Es usted buena esposa y buena madre,
madame
—anunció Poirot.
Maureen abrió desmesuradamente los ojos, ojos atractivos, color avellana, en una carita pequeña, salpicada de pecas. Mistress Oliver se preguntó qué edad tendría. No mucho más de treinta años, decidió.
—¿Lo soy? —murmuró Maureen—. ¡Si será verdad! Los quiero a todos con locura; pero ¿es eso suficiente?
Poirot tosió.
—Espero que no me creerá presuntuoso,
madame
. Pero la mujer que quiere de verdad a su marido debe cuidarle mucho el estómago. Es muy importante el estómago.
Maureen pareció levemente ofendida.
—Johnnie tiene un estómago magnífico —contestó algo picada—; completamente liso. Puede decirse que ni estómago tiene.
—Me refería a lo que se emplea para rellenarlo.
—Se refiere a mis guisos. Nunca he creído que importara mucho lo que uno
comiera
.
Poirot exhaló un gemido.
—Ni la ropa que uno se pusiese —prosiguió Maureen, soñadora—, ni lo que a uno se le ocurriera hacer. Yo no creo que las
cosas
importen tanto; no, en realidad.
Guardó silencio unos segundos, nublados los ojos por el alcohol.
—Una mujer escribió en el periódico el otro día —dijo de pronto— una carta estúpida de verdad. Preguntando qué era mejor... si dejar que fuera adoptado su hijo por alguien que pudiera darle
todas las ventajas
... todas las ventajas, eso fue lo que dijo... y se refería a buena educación, y ropa, y comodidades... o conservarle a su lado no pudiendo darle ventajas o seguridades de ninguna clase. Yo creo que eso es estúpido; estúpido
de verdad
. Si una puede darle a una criatura lo bastante de comer... eso es todo lo que importa.
Clavó la mirada en la copa vacía, como si fuera una bola de cristal.
—
Yo
tengo que saberlo —dijo—. Yo fui hija adoptiva. Mi madre renunció a mí y yo disfruté de todas las ventajas, como las llaman. Y siempre me ha dolido, me ha hecho daño... siempre... siempre... saber que a una no la querían en realidad, que la propia madre fuera capaz de renunciar...
—Se sacrificaría por el bien de usted quizá —dijo Poirot.
Le miró de hito en hito.
—Yo no creo que eso sea verdad jamás. No es más que la excusa que se dan. Pero, en realidad, todo eso se reduce a que pueden pasarse sin una... y duele. Yo no renunciaría a mis hijos... ¡ni por todas las ventajas del mundo!
—Y yo creo que tiene usted muchísima razón —aseguró mistress Oliver.
—También yo estoy de acuerdo con usted —apuntó Poirot.
—Entonces, bien va —dijo alegremente Maureen—. ¿Por qué diablos estamos discutiendo?
Robin, que había salido al arriate a reunirse con ellos, dijo:
—Bien; ¿de qué están ustedes discutiendo?
—De la adopción —contestó Maureen—. A mí no me gustó que me adoptasen. ¿Y a ti?
—Pues verás... es mucho mejor eso que ser huérfano; ¿no te parece, querida? Creo que debiéramos marchamos ya, ¿verdad? ¿Eh, Ariadne?
Los invitados se marcharon en masa. El doctor Rendell había tenido que partir apresuradamente ya. Bajaron la colina juntos, hablando animadamente, con ese exceso de alegría que desata una serie de combinados.
Cuando llegaron a la verja de Labumums, Robin insistió en que entraran todos.
—Nada más que para describirle a
madre
la reunión. ¡Ha sido una pena que la pobrecilla no haya podido ir por la guerra que le estaba dando la pierna! Pero no le gusta quedarse al margen de las cosas.
Entraron alegremente, y mistress Upward pareció encantada de verles.
—¿Quién más estuvo allí? —preguntó—. ¿Los Wetherby?
—No; mistress Wetherby no se sintió lo bastante bien para asistir, y la chica no quiso ir sin ella.
—Es un caso conmovedor, ¿verdad? —murmuró Shelagh Rendell.
—A mí me parece más bien un caso patológico —aseguró Robin.
—La culpa la tiene su madre —dijo Maureen—. Algunas madres casi se comen a sus hijos, ¿no les parece?
Se ruborizó al encontrarse con la burlona mirada de mistress Upward.
—¿Te devoro yo, Robin? —le preguntó a su hijo.
—
¡Madre!
¡Claro que no!
Para ocultar su confusión, Maureen se lanzó precipitadamente a describir sus experiencias en la cría de perros lobos irlandeses. La conversación se hizo técnica.
Mistress Upward dijo decisivamente...
—No hay manera de sustraerse a la herencia, tanto en el caso de personas como de perros.
Shelagh Rendell murmuró:
—¿No cree usted más bien que se deberá al ambiente?
Mistress Upward la cortó en seco:
—No, querida, no creo tal cosa. El ambiente puede dar una capa superficial y nada más. Es lo que se lleva en la masa de la sangre lo que cuenta.
La mirada de Hércules Poirot descansó, curiosa, en el rostro encendido de Shelagh Rendell. Dijo esta, con un apasionamiento que pareció innecesario:
—Eso es cruel... injusto.
—La vida es injusta —contestó mistress Upward.
La voz lenta y perezosa de Johnnie Summerhayes intervino:
—Estoy de acuerdo con mistress Upward. La raza manda. Siempre ha sido ese mi lema.
Mistress Oliver dijo, interrogadora:
—Usted quiere decir con eso que las cosas pasan de padres a hijos. Hasta la tercera o cuarta generación...
Maureen Summerhayes dijo de pronto, con su voz aguda y dulce:
—Pero la cita continúa: "y que hago misericordia a millares..."
[8]
De nuevo todo el mundo pareció experimentar cierto malestar, tal vez por la nota seria que se había introducido en la conversación.
Para cambiar el tema atacaron a Poirot.
—Háblenos de mistress McGinty, monsieur Poirot. ¿Por qué no la mató el huésped?
—Solía ir mascullando algo entre dientes —dijo Robin— cuando iba por los caminos. Le encontraba con frecuencia. Y, la verdad, tenía un aspecto la mar de extraño; parecía como trastornado.
—Alguna razón debe de tener usted para creer que no la mató él, monsieur Poirot. ¿Por qué no nos la cuenta?
Poirot les dirigió una sonrisa. Se atusó el bigote.
—Si no la mató, ¿quién fue?
—Eso, eso... ¿quien fue?
Mistress Upward dijo con sequedad:
—No le cohíban ustedes. Lo más probable es que sospeche de uno de nosotros.
—¿De uno de nosotros? ¡Oh!
Durante el clamor. la mirada de Poirot se encontró con la de mistress Upward. Vio en ella regocijo y algo más... ¿un reto?
—Sospecha de uno de nosotros —exclamó Robin, encantado—. Vamos a ver, Maureen —adoptó el tono de un fiscal—: ¿dónde estuviste la noche del... ¿qué noche
fue
?
—La del veintidós de noviembre —dijo Poirot—. ¿La noche del veintidós de noviembre? —repitió Robin.
—¡Caramba!; no tengo la menor idea —respondió Maureen.
—Nadie puede acordarse después de tanto tiempo —observó mistress Rendell.
—Pues yo sí —anunció Robin—. Porque estuve hablando por radio aquella noche. Marché a Coalport a dar una charla sobre "Algunos aspectos del teatro". Lo recuerdo porque hablé largamente sobre la asistenta de la obra de Galsworthy
La caja de plata
, y como al día siguiente mataron a mistress McGinty, me pregunté si la mujer de la obra se habría parecido a ella o viceversa.
—Es cierto —asintió Shelagh Rendell de pronto—. Y lo recuerdo ahora porque dijiste que tu madre se quedaría sola, ya que era la noche en que Janet salía. Y yo vine aquí después de cenar para hacerle compañía. Solo que, por desgracia, no conseguí que me oyera cuando llamé.
—Déjenme que piense —murmuró mistress Upward—. ¡Ah, sí! ¡Claro! Me había acostado con un fuerte dolor de cabeza, y mi alcoba da al jardín de atrás.
—Y al día siguiente —prosiguió Shelagh—, cuando supe que habían matado a mistress McGinty, pensé: "¡Oh! ¡Quizá me cruzara yo con el asesino en la oscuridad!"... Porque el principio todos creíamos que se trataría de algún vagabundo que se había introducido en la casa.
—Bueno, pues yo sigo sin acordarme de lo que estuve haciendo —dijo Maureen—. Pero sí que recuerdo la mañana siguiente. Fue el panadero quien nos dio la noticia. "Han matado a mistress McGinty", dijo. ¡Y yo que había estado preguntándome por qué no se habría presentado a trabajar como de costumbre!
Se estremeció.
—Es horrible, ¿verdad? —dijo.
Mistress Upward continuaba observando a Poirot.
Éste se dijo para sus adentros: " Es una mujer muy inteligente. E implacable. Y egoísta también. Cualquier cosa que hiciera, no sentiría escrúpulos ni remordimientos... "
Una voz tenue hablaba, porfiada, quejicosa:
—¿No tiene usted ningún indicio,
ninguna
pista, monsieur Poirot?
Era Shelagh Rendell.
El alargado rostro de Johnnie Summerhayes se iluminó de entusiasmo.
—Eso es: indicios, pistas —dijo—. Eso es lo que a mí me gusta en las novelas policíacas. Indicios elocuentes para el detective, y que nada le dicen a uno... hasta última hora, y entonces se enfurece uno consigo mismo por no haberse dado cuenta antes. ¿Puede usted darnos un pequeño indicio, monsieur Poirot?
Se volvieron hacia él caras rientes y suplicantes. Era un juego.para todos (o quizá no para uno). Pero el asesinato no era un juego, el asesinato era peligroso. Uno nunca sabía.
Con un brusco movimiento, Poirot se sacó cuatro fotografías del bolsillo.
—¿Quieren un indicio? —exclamó con las fotografías en alto—.
¡Voila!..
Y con gesto dramático las echó sobre la mesa.
Se agruparon alrededor, inclinándose y soltando exclamaciones.
—
¡Mirad!
—¡Qué tipos más absurdos!
—¡Fijaos en las rosas!
—Hija mía, ¡qué
sombrero
!
—¡Qué niña más horrible!
—Pero ¿quiénes son?
—¿Verdad que son ridículas las modas?
—Esa mujer debe de haber sido muy guapa en sus tiempos.
—Pero ¿por qué son indicios?
Poirot paseó la mirada muy lentamente por e! círculo de semblantes. No vio nada que no hubiera esperado ver.
—¿No reconocen ustedes a ninguna de ellas?
—¿Reconocer?
—¿No recuerdan haber visto ninguna de estas fotografías antes? ¿Sí, mistress Upward? Usted reconoce algo, ¿verdad?
Mistress Upward vaciló.
—Sí... creo que...
—¿Cuál?
La mujer tendió la mano y señaló con el índice el retrato de Lily Gamboll.
—Usted ha visto ese retrato... ¿cuándo?
—Recientemente; bien. Pero ¿dónde? No, no lo recuerdo. Aunque estoy segura de que he visto una fotografía como esta.
Frunció el entrecejo, y se quedó pensativa. Salió de su abstracción al acercársele mistress Rendell.
—Adiós, mistress Upward. Espero que si se siente con ánimos vendrá usted a tomar el té conmigo algún día.
—Gracias, querida. Iré si Robin me empuja colina arriba.
—Claro que sí,
madre
. Se me han desarrollado ya enormemente los músculos empujando esa silla. ¿Recuerdas el día que fuimos a casa de los Wetherby y que había tanto barro... ?
—¡Ah! —exclamó mistress Upward de pronto.
—¿Qué ocurre,
madre
?
—Nada. Continúa.
—Hablo de cuando tuve que subirte colina arriba otra vez. Primero patinó el sillón; luego patiné yo. Creí que no íbamos a llegar nunca a casa.
Se despidieron riendo y se marcharon en tropel.
No cabía duda, pensó Poirot, de que el alcohol soltaba las lenguas. ¿Había hecho bien o mal en enseñar aquellos retratos? ¿Habría sido su gesto consecuencia del alcohol también?