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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (46 page)

BOOK: La ramera errante
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Marie no tenía muy claro cuánto tiempo habían estado viviendo en el bosque ella y Hiltrud. A juzgar por la fruta y la verdura que se ofrecía en otra parte del mercado, debían de haber sido semanas. Había cerezas, peras y las primeras ciruelas, que se cultivaban a orillas del Rin y se traían hasta allí. A Marie se le hizo agua la boca. Logró resistir la tentación, pero cuando unos pasos más adelante descubrió unos puestos con salchichas asadas, perdió el control. Se compró cuatro y buscó un rincón tranquilo donde poder comerlas. Sentía como si estuviese traicionando a Hiltrud. Después de terminar de comerse todas las salchichas y lamerse la grasa de los dedos, retomó la compostura y se dispuso a conseguir las cosas que necesitaban con más urgencia. En un corto lapso compró dos hogazas de pan, un trozo de tocino, agujas de coser y finalmente una pañoleta para los hombros en donde guardó todo lo que había comprado.

Al principio, Marie se mantuvo en silencio y se limitó a decir solo lo necesario. Sin embargo, al llegar al puesto de un vendedor de vinos de simpática sonrisa, que la saludó profusamente pero sin groserías, esperó a que le sirviera su jarra de vino del Rin y luego inició una conversación.

—Buen hombre, ¿podríais contarme las últimas novedades?

—Son muchas —respondió él riendo—. ¿Qué es lo que deseas saber, mujer?

—¿Qué pasa con ese concilio en Constanza? ¿Se han reunido ya los nobles señores?

El hombre meneó la cabeza.

—¡Pero no! ¡Qué ideas tienes! Antes de que se encuentren los príncipes y los obispos hay muchísimos asuntos que considerar. Ellos no son como nosotros, no actúan con rapidez, sino que se intercambian mensajes y hacen toda clase de acuerdos previos, ya que rara vez confían el uno en el otro. Después envían a su gente a inspeccionar los albergues del trayecto, a dar instrucciones para recibir a sus señores y a buscar el alojamiento adecuado en cada lugar. Es un asunto harto difícil, mujer, ya que el Emperador no puede alojarse en un lugar más feo que el Papa y viceversa, y un obispo no puede alojarse en un lugar más feo que un príncipe o un conde. Hasta que todo eso esté resuelto, pasarán muchos meses.

Al hombre parecía gustarle que lo escucharan hablar, ya que le explicó a Marie con lujo de detalles qué nobles señores irían a Constanza. Al rato, Marie ya tenía un embrollo de nombres en la cabeza. Además de los señores y los dignatarios del Imperio, al parecer también vendrían muchos nobles y eclesiásticos extranjeros, desde la lejana Escocia y también de España y de Italia. El hombre también le habló a Marie de los preparativos que se estaban llevando a cabo en Constanza para este gran acontecimiento. Por cierto, no parecía conocer muy bien la ciudad natal de Marie, ya que al menos ella no recordaba ningún techo de oro, ni calles con piedras de plata. Y su ciudad tampoco quedaba en medio de una isla en el lago de Constanza, que, según las palabras del vendedor, era tan grande como un océano.

—El Santo Padre viajará en su barco desde Roma directamente hacia allí —explicó el hombre con un brillo en los ojos, y comenzó a hablarle a Marie de la majestuosidad de la embarcación papal. En ese momento, Marie lo interrumpió para preguntarle por los últimos desafíos entre las casas nobles.

El mercader de vinos se quedó pensativo unos instantes.

—Sí, sí, en primavera hubo un gran combate entre los señores del castillo de Riedburg y la dinastía de los Büchenbruch. Fue tremendo, te lo aseguro. El viejo Siegbald envió en secreto hasta el Rin a su hijo mayor, Siegward, para que éste consiguiera mercenarios y esos armatostes del demonio a los que llaman cañones. Son unos monstruos terribles de metal cuyo estruendo puede tirar abajo muros y paralizar el corazón del más valiente. Riedburg debe de haber gastado una fortuna, pero no le sirvió de nada. Mientras su hijo aún seguía lejos, Lothar von Büchenbruch atacó el castillo por sorpresa y lo conquistó. Cuando el hidalgo Siegward regresó al castillo residencial de sus antepasados con sus soldados y sus monstruos de metal, Büchenbruch le había tendido una trampa. Pero el joven Riedburg no se dio por vencido y atacó al enemigo, aunque no tenía posibilidades de obtener una victoria. Ni él, ni su hermano Siegerich, ni tampoco sus mercenarios sobrevivieron a la batalla.

Marie siguió el relato del hombre con la boca abierta. Si eso era cierto, entonces Hiltrud y ella se habían escondido en el bosque sin necesidad. Pero como el vendedor de vinos le parecía un gran charlatán, no tomó en serio sus palabras. Le agradeció el relato y siguió su camino con la jarra de vino llena en la mano izquierda y el atado con el resto de las mercancías que había comprado sobre su espalda. Al pasar por el puesto de un insistente vendedor de pasamanería, compró un galón que, en realidad, no le servía para nada, y aprovechó para preguntarle al hombre qué sabía del desafío de Riedburg. El hombre le contó de buen grado y sin adornar demasiado su relato lo que conocía acerca de ello. Al parecer, el vendedor de vinos no había exagerado en ese punto. Efectivamente, los parientes de la señora Mechthild habían conquistado el castillo de Riedburg, y los dos hijos mayores del señor de Riedburg habían caído en la batalla poco después de asesinar a Gerlind, Berta y Märthe. El mercader sabía incluso que el famoso armero Gilbert Löfflein tampoco había sobrevivido a esa cruzada.

Capítulo XI

Estaba a punto de caer la tarde cuando Marie regresó algo mareada adonde estaba Hiltrud. Encontró a su amiga muy preocupada y enfadada.

—¿Era necesario que me hicieses esperar tanto? Temí que hubieras caído en manos de los mercenarios de Riedburg. Estaba muerta de miedo por ti.

Marie se echó los cabellos hacia atrás, riéndose.

—No vi un solo mercenario. Y si hubiese habido alguno, no se habría preocupado por mí, aunque me hubiese reconocido. Hiltrud, ¿sabes que nos hemos pasado todas estas semanas en el bosque sin ninguna necesidad? Siegward von Riedburg, su hermano Siegerich, el armero Gilbert y más de la mitad de los que abusaron de nosotras y de nuestras compañeras están muertos. Cayeron en una trampa que les tendieron los Büchenbruch y murieron en la batalla.

Hiltrud se quedó mirando a Marie como si no pudiese terminar de entender lo que ella le decía.

—Repítemelo otra vez, por favor.

Marie le contó lo que había oído en el mercado y le aseguró haber hablado con dos personas distintas sobre el tema. Hiltrud meneó la cabeza una y otra vez asombrada, y finalmente se echó reír a carcajadas.

—Te dije que Dios nos quería mucho más de lo que los curas quieren hacernos creer. Rara vez los culpables recibieron su merecido castigo con la misma contundencia y celeridad que en este caso.

—Lo único que me molesta es que hayamos tenido que estar escondidas durante semanas, pasando hambre y casi sin atrevernos a dormir de noche por miedo a las bestias salvajes.

Hiltrud la abrazó riendo.

—¡Tonta! Es un precio muy bajo a cambio de la libertad y la vida. Además, ahora sí podemos gastar el dinero de Riedburg sin ningún temor. Muéstrame lo que compraste. Mi lengua y mi estómago se mueren por comer algo que no sean raíces de apio cocidas y hongos yesqueros.

Marie se echó a reír a carcajadas y sacó lo que había comprado. A Hiltrud casi se le salieron los ojos de las órbitas al contemplar el pan y el tocino. Y se alegró aún más al ver el dorado vino del Rin. Mientras que Marie le dejaba por propia iniciativa la mayor parte de aquella bebida refrescante, se apuró a sacar algo más de tocino. Se lo comió sin pan, y no se detuvo hasta hacer desaparecer el último bocado. Luego se limpió la boca llena de grasa y sonrió, satisfecha.

—¿Entonces es realmente cierto? ¿Ya no tenemos que temer por Siegward von Riedburg?

—A menos que venga su fantasma. —La broma de Marie no le cayó bien a su amiga.

—No se bromea con esas cosas. Ya tengo bastante con que Gerlind se me aparezca todas las noches en sueños y me diga cuánto siente habernos traicionado.

—Es fácil arrepentirse después de haber hecho algo malo, pero entonces suele ser demasiado tarde para remediarlo. Gerlind eligió su camino sola, y estuvo a punto de arrastrarnos con ella hacia la perdición.

Marie se sirvió un poco más de vino y se quedó contemplando pensativa aquel líquido dorado como la miel. A pesar de que en un principio el asesinato de las tres mujeres la había tocado mucho más de cerca que a Hiltrud, había podido superarlo mejor que ella. Hiltrud soñaba todas las noches con sus antiguas compañeras y sentía su destino muy cercano. En cambio, los únicos rostros que Marie podía recordar de sus pesadillas por las mañanas eran los de Ruppert y los tres hombres que la habían violado en Constanza.

Hiltrud conocía a Marie tan bien que podía leerle ciertos pensamientos con solo mirarla.

—¡Ya estás pensando otra vez en tu antiguo prometido! Olvídate de él de una vez por todas. Creo que para ti habría sido mejor no enterarte de la muerte de Siegward von Riedburg. Por lo menos el miedo que le tenías te hacía olvidar tu vieja historia.

Hiltrud sonaba irritada, pero Marie no se molestó. Hacía tiempo que intentaba ocultarle sus planes, ya que Hiltrud consideraba que la venganza era un arma de los nobles, y no de gente como ellas. Marie no compartía ese punto de vista. Si había un Dios justo en el cielo, pondría en sus manos un arma para vengarse de Ruppert. Esa esperanza era lo que llenaba de sentido su vida. Desde esa perspectiva, el oro que había robado se le presentaba como un regalo del cielo. Porque ahora por fin tenía dinero suficiente para contratar a un asesino a sueldo. Lo único que lamentaba era no poder hablar de ello con Hiltrud.

La jarra de vino ya se había vaciado, y como Hiltrud no estaba acostumbrada a tomar una bebida tan fuerte, casi no podía sostener la cabeza erguida. Marie no estaba mucho mejor. Se levantaron pesadamente, se buscaron un escondite entre los matorrales espesos y durmieron el resto de la tarde y toda la noche hasta la mañana siguiente. Cuando por fin se despertaron, Hiltrud tenía un fuerte dolor de cabeza. Así que lo primero que hicieron fue buscar algo de menta silvestre, manzanilla y flores de amapola y maceraron una bebida para contrarrestar los efectos de la resaca del vino. Cuando se sintieron mejor, se quedaron un rato pensando qué harían a continuación. Como los hombres de Riedburg ya no representaban ningún peligro, resolvieron bajar hasta el Rin y retomar su oficio. Pero para ello tenían que arreglar su aspecto externo.

Hiltrud elogió a Marie por haber pensado en comprar telas y herramientas de costura, pero al mismo tiempo la criticó por no haber buscado tela amarilla o comprado cintas blancas que ellas después pudieran teñir. Las cintas viejas, deshilachadas, quedarían un poco extrañas puestas sobre los vestidos nuevos. Hiltrud les quitó las cintas a las faldas viejas, las rejuveneció un poco con una decocción de cúrcuma y diente de león y las colgó en unas ramas para que se secaran. Luego, a falta de tijeras, cortaron con el cuchillo de Marie las telas compradas y se pusieron a coser con gran diligencia. Para el vestido de Marie usaron el lienzo azul, mientras que Hiltrud se decidió por el tejido de lana de color ocre. A pesar de haber tenido que trabajar con herramientas primitivas y sobre sus mantas, quedaron más que satisfechas con el resultado de sus habilidades como costureras. Ahora podían mostrarse otra vez sin que las tomaran por rabizas de la clase de Berta. Incluso Hiltrud le encontró una utilidad al galón, usándolo para adornar el escote de Marie. Según sus palabras, allí ubicado ese galón lograría atraer la atención de los hombres sobre las dos colinas de alabastro a las que servía de marco.

Mientras cosían, Marie se detuvo a contemplar el peinado de Hiltrud. Sus cabellos teñidos de oscuro habían crecido bastante y las raíces le brillaban con su rubio natural. Pensativa, tomó una mecha de su propio cabello, que ahora tenía un aspecto castaño y sucio, y se quedó observándola.

—¿Qué hacemos? ¿Volvemos a teñirnos o intentamos lavarnos esta porquería hasta quitárnosla?

—Yo prefiero que nos lavemos —respondió Hiltrud, que estaba orgullosa de sus cabellos claros y solo se los había teñido de oscuro por temor a los hombres de Riedburg.

—Entonces deberíamos comenzar ya mismo. Yo quiero llegar al Rin siendo la Marie que allí conocen.

Marie cogió el cántaro y se fue al arroyo a buscar agua.

Como el tiempo seguía siendo bueno y no necesitaron construirse ningún refugio, sus preparativos duraron solamente tres días, en los cuales envolvieron sus cabellos en unos paños empapados en la decocción de unas raíces decolorantes. Finalmente, Hiltrud volvió a coser las cintas amarillas en las faldas de ambos vestidos, mientras Marie la observaba con expresión triste.

—Se veía mucho mejor sin las cintas —suspiró.

Hiltrud le dio un golpecito cariñoso en la nariz.

—Vamos, no te hagas la cansada. Recoge tus cosas. Quiero partir hoy mismo.

Marie parecía haber estado esperando esa orden, porque anudó su atado excepcionalmente más rápido que su amiga y se quedó mirándola impaciente. Hiltrud se apresuró e incluso comenzó a tararear una canción mientras caminaban en dirección al sol, que ya se escondía en el oeste. El tiempo seguía siendo bueno, y como era una noche de luna llena, pudieron avanzar a buen ritmo. Hiltrud esperaba llegar al Rin, a la altura de Diersheim, después de dos días de marcha. Desde allí había solo un paso hasta Estrasburgo, en cuyo puerto las prostitutas limpias y emprendedoras podían llegar a encontrar buen trabajo por un tiempo. Allí esperaban poder comprar material para montar dos tiendas y así tener un techo sobre sus cabezas cuando continuaran viajando.

Marie escuchó con paciencia a Hiltrud, que se explayó largamente sobre las grandes ferias que todavía quedaban por celebrarse ese año y se puso a especular acerca de sus posibilidades de ganar suficiente dinero como para pasar el invierno. Al mismo tiempo, pensaba en cómo encontrar un hombre en Estrasburgo dispuesto a terminar con la vida de Ruppertus a cambio de una buena suma de monedas de oro. No estaba segura de cómo debía proceder, ya que no quería volver a perder su dinero a manos de alguien que le prometiera el oro y el moro y luego se esfumara con la paga.

Marie y Hiltrud no tuvieron que hacer a pie el último tramo desde Diersheim hasta Estrasburgo, ya que unos marineros del Rin que Hiltrud conocía y a quienes consideraba honrados las invitaron a viajar con ellos en su embarcación. Fue muy agradable poder contemplar sentadas sobre unos bultos de mercancías cómo los caballos hacían avanzar la embarcación, empujándola con una larga soga desde el camino de sirga en las márgenes del río. Unos sauces estratégicamente ubicados ofrecían a los animales refugio de los rayos de sol del estío. Hacía tanto calor que la lengua se pegaba en el paladar, y Marie elogió la idea de Hiltrud de hacer llenar su jarra en Diersheim con vino agrio rebajado con agua.

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