La ramera errante (45 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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Marie se estremeció con solo pensarlo, pero no quería condenar del todo a sus antiguas compañeras. Se imaginaba que alguna de ellas había delatado su escondite por pánico a los hombres de Riedburg, e intentó hacérselo entender a Hiltrud.

—Puede ser —la interrumpió Hiltrud con rudeza—. Pero lo único que me interesa a mí en este momento es salvar mi pellejo. Vámonos de aquí y caminemos hasta donde nuestros pies puedan llevarnos. Y no intentes convencerme de que enterremos a las tres ladronas.

—No, no hay tiempo para eso. Si Riedburg encuentra nuestras huellas, regresará en cuanto llegue a nuestro campamento y no nos encuentre allí.

Marie enderezó la espalda, se presionó el estómago acalambrado con la mano y siguió a Hiltrud, que se adentraba en la cercana noche. Se avergonzaba de su debilidad y, al mismo tiempo, se cubría de reproches. No importaba desde qué ángulo lo analizara, siempre terminaba sintiéndose culpable por la muerte de sus tres compañeras. Finalmente se aferró a las palabras de Hiltrud acerca de que la avaricia de Gerlind y las otras había sellado su propio destino. Pero sospechaba que las horribles imágenes que había visto en la encrucijada la acompañarían hasta en sueños durante mucho tiempo.

Capítulo X

Más tarde, Marie ya no pudo siquiera calcular cuánto habían caminado esa noche, y solo al día siguiente pudo determinar qué dirección habían tomado. Cuando comenzó a clarear y pudieron ver a una distancia de un poco más de seis pasos, doblaron y buscaron cobijo entre el ramaje. El campo a su alrededor parecía más salvaje y tosco que en la región de la cual venían. Hacia el sur se extendían unos bosques oscuros, cuyos árboles tenían barbas de musgo, y cuando alcanzaron una loma con un claro, vieron que a su alrededor no había más que bosques. No parecía haber ni tierra labrada ni aldeas en los alrededores.

Hiltrud miró hacia los cuatro costados y frunció el ceño.

—Debemos de haber llegado a la Selva Negra. Eso es bueno y malo al mismo tiempo.

Marie asintió, angustiada. En Constanza había oído hablar mucho de esta región, en la que, según se decía, uno podía vagar días y días sin toparse con nadie. También se decía que aquellos añosos robles, hayas y abetos albergaban más osos y lobos que la totalidad de pobladores de Constanza. Pero Hiltrud era más optimista:

—Aquí Riedburg no nos encontrará jamás. Vamos, busquemos un lugar en el que estemos a salvo de los animales salvajes. Estoy tan cansada que en cualquier momento me quedaré dormida de pie.

Marie se quitó los zapatos, que consistían en una suela de madera y unas tiras de cuero anchas, y se quedó contemplando sus pies lastimados.

—Yo no intentaría dormir a la intemperie. Pero no me opongo a encontrar un buen refugio y un arroyo en donde poder beber y refrescarme un poco los pies.

Hiltrud refunfuñó algo que sonó a "niñita malcriada" y comenzó a descender por la ladera que tenían delante. Al pie de la ladera había un arroyo bien metido entre las rocas en el que pudieron saciar su sed y llenar sus cantimploras de agua. Cuando salieron del lecho del arroyo y treparon a la otra orilla, encontraron un lugar adecuado para acampar. Mientras seguían mirando a su alrededor, sus estómagos comenzaron a rugir con fuerza. Pero estaban demasiado cansadas como para ir a buscar leña, y además tenían miedo de que el fuego las delatara. Así que compartieron el último pedazo de pan y lo bajaron con agua.

A pesar de que se les cerraban los ojos, lograron reunir fuerzas suficientes como para entretejer un escudo con las ramas que las rodeaban, de modo que ningún animal o persona pudiese llegar hasta ellas sin hacer ruido. Luego se envolvieron en sus mantas y se recostaron sobre el suelo rocoso.

Marie y Hiltrud estaban tan agotadas que durmieron hasta bien entrada la tarde. Entumecidas tras haber pasado tanto tiempo recostadas sobre un suelo duro y frío, descendieron hasta el arroyo para volver a beber un poco de agua. Para su desgracia, a esa altura del año aún no había bayas maduras ni hongos. Finalmente, Hiltrud encontró un poco de apio silvestre y desenterró sus raíces. A pesar de que tenía un olor picante, las dos mujeres lo devoraron con avidez. Alcanzaba para engañar el estómago, pero no para dejarlas satisfechas. Así no lograrían sobrevivir mucho tiempo. Además, sentían que aún estaban demasiado cerca del lugar donde Siegward von Riedburg y sus mercenarios habían matado a sus tres compañeras. De modo que esperaron a que asomara la luna, que hacía brillar con su luz los guijarros del sendero que habían visto, y siguieron su camino a través de una quebrada sumida en una semioscuridad plateada que parecía estar rodeada de muros negros, casi inexpugnables. Además, los ruidos que brotaban en dirección hacia ellas provenientes de la oscuridad no contribuían a disminuir el miedo que sentían.

Durante los días siguientes, se alimentaron de raíces y de setas. Cuando no encontraban otra cosa, masticaban resina de los árboles, ya que aún no se atrevían a encender un fuego para cocinar su última harina. Pero al final estaban tan cansadas que sus piernas casi se resistían a llevarlas. Por eso decidieron refugiarse en una quebrada boscosa. Protegidas por una pared saliente que formaba una suerte de techo, entretejieron unas ramas para armar una choza y cubrieron el techo con musgo y hierba para protegerse de la lluvia, ya que el tiempo soleado de los últimos días había dado paso a unos espesos nubarrones. Al principio, su humor estaba tan nublado como los días, pero tras conseguir hacer una fogata en su escondite y mordisquear los primeros panecillos de harina aún demasiado calientes, su ánimo se fue despejando, y disfrutaron de una sopa hecha de hierbas silvestres y hongos yesqueros cortados en pequeños pedacitos, lo que constituyó su primera comida caliente desde hacía más de una semana. Para ellas fue como un banquete.

Hiltrud estaba contenta con su refugio, ya que la aldea más próxima parecía quedar a varias horas de distancia, al otro lado de las montañas, en dirección al Rin. Hiltrud creía conocer de oídas la aldea cuyas columnas de humo habían divisado. Se decía que allí vivían los hombres que cortaban los árboles altos de la Selva Negra y los transportaban en balsas hasta Colonia para usarlos como madera para la construcción. El río en el que desembocaba el arroyito del valle en el que se encontraban debía de ser el Alb, que a su vez en Mülheim desembocaba en el Rin.

Hiltrud decidió que ellas también seguirían la corriente. Pero no quería abandonar el bosque hasta que se hubiese olvidado el asunto de Riedburg, y además quería ir primero un poco hacia el sur para no llegar a una zona del Rin que pudiera alcanzarse desde el castillo de Riedburg en menos de dos días a caballo. Marie estuvo de acuerdo con todo lo que Hiltrud propuso, ya que aún la mantenían ocupada sus propios pensamientos. El encuentro con los mercenarios y sus graves consecuencias le pesaban mucho.

Un par de días más tarde las amigas oyeron el cuerno de un pastor de cerdos y abandonaron su escondite para internarse en la profundidad de un bosque que se volvía cada vez más oscuro e intransitable. Aquí y allá se encontraban con los refugios construidos por pastores de cerdos o recolectores de resina, pero no se atrevían a utilizar las chozas por miedo a que alguien pudiese seguirles el rastro. De modo que durante las noches se fabricaban refugios provisionales hechos de maleza y ramas secas de roble. A lo largo del viaje, Hiltrud había logrado enriquecer el menú ayudándose de una soga que extendía por los lugares de tránsito de los animales salvajes. Comieron liebre asada e incluso una vez, un venado joven, con cuyos huesos finalmente llegaron a cocinar una sopa. A pesar de que Marie y Hiltrud se las arreglaban cada vez mejor con lo que el bosque les ofrecía y encontraban siempre suficientes raíces, bulbos y resina como para comer hasta hartarse, muy pronto comenzaron a extrañar el pan. Esos deseos fueron aumentando con el correr de los días, hasta que Hiltrud comenzó a soñar con hogazas de pan y a afirmar por las mañanas que estaba dispuesta a entregarse a cualquier hombre a cambio de una rebanada de pan. Marie se reía de ella, aunque admitía que sentía lo mismo.

A pesar de que evitaban a la gente por miedo a encontrarse con Riedburg y sus mercenarios, Hiltrud insistía en que se dejaran puestas las cintas de prostitutas. El peligro de que las pescaran sin esa identificación de la clase a la que pertenecían le resultaba demasiado grande. Los guardias de las ciudades solían acusar de fornicación a cualquier mujer que anduviera sola por los caminos sin sus cintas de prostituta y, después de hacer que algún juez pusilánime las condenara enseguida, las hacían azotar en público para entretener a los mirones.

A diferencia de Hiltrud, a Marie esa cautela le parecía exagerada, ya que ella consideraba que las cintas amarillas les impedían acercarse a las aldeas dispersas en el bosque a comprar provisiones sin llamar la atención. Había llegado a la conclusión de que ya no tenían nada que temer, ya que ni Siegward von Riedburg ni ninguno de sus hombres podrían reconocerlas a simple vista. Habían oscurecido sus cabellos rubios con una decocción de plantas y hongos yesqueros. Y de tanto embadurnarse con jugos de plantas, sus rostros también se habían puesto tan oscuros cómo los de las mujeres de los países del sur.

Cuando ascendieron por el valle de Schönmünztal, al norte de la Selva Negra, y contemplaron el Rin desde las alturas del monte Hornisgrinde, Marie decidió que debían volver a mezclarse entre la gente. Desde hacía varios días seguían un sendero abierto que, a juzgar por las huellas frescas, parecía bastante transitado, y Marie esperaba que aquel camino pudiera conducirlas hasta alguna ciudad pequeña o tal vez a algún lugar de peregrinaje. Estaba dispuesta a correr el riesgo de hacérselo con los guardias del portal por un chelín solo para poder ir a comprar algo.

Cuando divisaron los techos de una localidad bastante grande, Hiltrud terminó cediendo, pero como temía que llamaran demasiado la atención si iban las dos, prefirió esperar a Marie en el bosque cercano a la ciudad. Así que Marie, para disgusto de Hiltrud, se cubrió las cintas de prostituta de su vestido con el pañuelo raído que normalmente usaba para envolver sus cosas y se guardó solo un puñado de monedas para comprar pan y provisiones.

Hiltrud daba vueltas alrededor de Marie como una gallina clueca.

—No me gusta lo que estás a punto de hacer. ¿Qué pasa si alguien te molesta o si caes en las garras de los hombres de Riedburg?

Marie se rió, al tiempo que hacía un gesto de desdén.

—No creo que Riedburg se fije en una bruja mugrienta de cabellos castaños. Hiltrud, debes entender que no podemos seguir comiendo por más tiempo hierbas silvestres y hongos. Y si no nos cosemos unos vestidos nuevos, muy pronto nos veremos obligadas a caminar desnudas, ya que los harapos que llevamos puestos ahora se nos están cayendo del cuerpo. Si llegamos al Rin vestidas con estos andrajos, los hombres con dinero no nos querrán ver ni siquiera de lejos.

—En eso tienes razón, pero es que…

—No hay pero que valga, Hiltrud —interrumpió Marie a su amiga—. Ponte cómoda aquí. Yo seguiré sola.

Hiltrud se dio por vencida.

—Está bien, si no quieres oír mi consejo, ve, y que Dios te acompañe.

El lugar al que fue acercándose era más grande de lo que esperaba. La ciudad había sido construida sobre el suave declive de la ladera oeste de una montaña, y por detrás de sus murallas, de una altura mediana, sobresalían las casas hechas de madera oscura con techos de juncos que les llegaban hasta el suelo. La hacienda más grande del lugar era un albergue que saludaba a los viajeros con un cartel que se divisaba desde lejos. El macizo edificio subrayaba la importancia de aquella ruta mercantil, que seguramente era la que partía del Rin, pasaba por los últimos picos de la Selva Negra y seguía por Nagold hasta llegar a Stuttgart. Delante del albergue podían distinguirse los techos de tela de los puestos con los que los mercaderes guarecían sus productos del sol y la lluvia. Marie suspiró. Parecía que ese día había mercado.

Mientras se acercaba a la puerta de la ciudad, el corazón de Marie latía con extraordinaria fuerza. Sin embargo, los guardias no la rechazaron de inmediato. Uno de ellos se inclinó y tiró de una de las cintas amarillas, que se había salido indiscretamente del pañuelo con el cual había intentado taparlas, e inmediatamente después le exigió los cuatro peniques de portazgo. Como Marie se quedó mirándolo, indignada, él le señaló la casilla de los guardias e hizo un movimiento inequívoco.

Marie sabía qué clase de problemas podía llegar a traerle tener que prostituirse para entrar a la ciudad y entonces dijo, con expresión obstinada:

—Solo quiero ir al mercado a comprar pan.

El gesto del guardián dejaba entrever que la propuesta no había sido en serio, pero que de todas formas lamentaba que ella no hubiese aceptado. Para alivio de Marie, no le negó el acceso, sino que se contentó con tres peniques de los buenos e incluso le deseó un buen día y la bendición de Dios.

Marie volvió a esconder la cinta bajo el pañuelo y caminó en dirección al mercado lo más rápido que le permitía aquella calle transitada. Se calmó tan pronto como logró adentrarse entre los puestos y vio todas las cosas que tanto había extrañado. La mayoría de las mercancías que se ofrecían allí consistía en productos que se obtenían del bosque, desde cajas hechas con astillas de madera o cucharas y vasos tallados hasta el tocino ahumado de los cerdos que se criaban en los lugares más llanos de la Selva Negra. Pero en uno de los puestos también se ofrecían cuchillos, hachas, marmitas de hierro y cobre, y en otros, distintos tipos de géneros.

Después de haber pasado tanto tiempo en el bosque, a Marie le resultaba difícil moverse entre la gente. Cada vez que oía una voz cerca, se estremecía pensando que se dirigía a ella. Pasó un buen rato hasta que se dio cuenta de que nadie se fijaba en lo que hacía. Entonces por fin se animó a dirigirse a uno de los puestos y echar un vistazo a la mercancía allí expuesta. El vendedor miró y valoró el pequeño bolso de monedas que llevaba en el cinturón y se dirigió rápidamente hacia ella con gesto diligente.

—¿Tejido de Flandes, doncella? Está hecho para vestir a un novio elegante.

Mientras decía esto, sostenía un pedazo de tela ante sus narices.

El padre de Marie también comerciaba con artículos valiosos, entre otras cosas, y por eso ella pudo darse cuenta a primera vista de que esa tela estaba hecha con hilos demasiado finos y mal tejida. El precio que el hombre exigía por ella era indignante. Marie meneó la cabeza y se marchó. El mercader se quedó mirándola con enfado mientras ella se alejaba, pero enseguida saludó a la siguiente mujer que se acercó a su puesto.

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