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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (40 page)

BOOK: La ramera errante
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A juzgar por la amargura que resonaba en sus palabras, Marie dedujo que lo que más lamentaba Jörg Wölfling no era tanto su desgracia sino más bien la pérdida de su lugar en el Consejo, que conllevaba la desposesión de privilegios de todo tipo. El deseo de venganza de Marie era lo suficientemente poderoso como para alegrarse de que lo hubiesen apartado de los privilegiados, ya que no había olvidado cómo él y maese Gero habían registrado su habitación y habían saltado de júbilo al encontrar la joya que la perjudicaba.

Sin embargo, no dejó traslucir esos sentimientos, sino que continuó interrogando a maese Jörg. De esa manera, pudo enterarse de algunas cosas que habían sucedido en Constanza después de su destierro. Giso ya le había contado acerca de su primo muerto al poco de nacer. Maese Jörg le contó que al menos habían llegado a bautizar al pequeño hijo de Mombert para poder darle sepultura en tierra bendita.

—Entretanto, Mombert y su mujer han logrado superar su dolor. Si bien es poco probable que vuelvan a tener un hijo varón, se consuelan con su Hedwig que, por cierto, se ha convertido en una muchacha muy bella. Se parece mucho a ti, Marie, como si fuera tu hermana menor. Aunque debo decir que en estos últimos cuatro años te has vuelto aún más bella. Si tuviese dinero suficiente te compraría una casita río abajo y te tendría como amante.

Maese Jörg pensó en su mujer entrada en carnes, que apenas lo excitaba en la cama, y en Elsa, la criada, que estaba al servicio de maese Matthis y ahora trabajaba para él. De vez en cuando, ella le entibiaba el lecho, cobrándose a cambio con provisiones. Entretanto se había puesto tan gorda que apenas si pasaba por las puertas. Meneó la cabeza al tiempo que dejaba escapar un suspiro y pensaba qué más podía contarle a Marie.

—Por cierto, ¿recuerdas a Michel, el hijo de Guntram Adler, que tenía una taberna en la Katzgasse? El joven debe de haber estado muy enamorado de ti, ya que ese mismo día abandonó la ciudad para seguirte. Burkhard y Hannes, los guardias, le gastaron una broma, enviándolo en la dirección equivocada. Cuando su padre mandó a buscarlo, le perdieron el rastro cerca de Diessenhofen, y dicen que se alistó en un barco del Rin que se dirigía a Holanda.

—¡Entonces hubo al menos una persona que me creyó! —exclamó Marie.

Intentó en vano recordar el rostro de Michel. Se había olvidado de su aspecto, pero aún recordaba claramente su voz la noche en la que él le había advertido acerca de su prometido. Michel parecía conocer mejor a Ruppert que su padre, a quien el honor de tener como yerno al hijo nada más ni nada menos que de un conde lo había cegado ante la realidad. Marie deseó para sus adentros que Michel no hubiera corrido la misma suerte que ella y tuviese que vagar por los caminos sin patria, y al mismo tiempo temió que él hubiese pagado con la vida su lealtad hacia ella, ya que los marinos eran gente ruda, y el Rin había ahogado a muchos de ellos. Tal vez Michel fuera un hombre más entre los que pesaban sobre la conciencia de Ruppert. Marie derramó una lágrima por su antiguo compañero de juegos y le hizo un gesto de agradecimiento a maese Jörg.

—Te agradezco las novedades. Por favor, ahora déjame sola. Necesito reflexionar sobre todo lo que me has contado hoy.

—Te entiendo. Lamento no haberte podido dar mejores noticias. ¿Estás segura de que no quieres que le cuente a tu tío nada acerca de nuestro encuentro?

Marie meneó la cabeza. Jörg Wölfling evaluó la posibilidad de contárselo a Mombert de todas formas. Pero luego pensó que sería mejor cerrar la boca, ya que si le contaba a alguien acerca de su encuentro con Marie, probablemente también llegaría a oídos de Ruppert, y con ese hombre no quería tener nada que ver.

Se sirvió el último vaso de vino y se lo acabó de un trago. Como Marie había bebido muy poco, casi todo se lo había tomado él, y el alcohol lo ponía sentimental. Recordó todas las veces que el padre de Marie lo había invitado a comer y sintió remordimientos hacia la muchacha que tenía enfrente. De golpe le pareció tan bella y pura como una santa. ¡Qué burguesa más virtuosa y ejemplar podría haber sido! Por un momento sintió desprecio hacia sí mismo por su debilidad de antaño. Se pasó la mano por el monedero. La actividad de intermediario desarrollada en Wallfingen le había deparado una importante suma de dinero, y en un impulso soltó las hebillas que sujetaban la talega a su cinturón, la abrió y echó un vistazo a su interior. Luego se la extendió a Marie con todo su contenido dentro.

—Toma, seguramente lo necesitarás—. Se puso de pie enseguida, como si temiera arrepentirse de su generosidad—. Creo que ahora mejor me voy. Que los santos te protejan, Marie.

—Ya va siendo hora de que empiecen a hacerlo.

Marie se puso de pie también y le estrechó la mano a modo de despedida.

Maese Jörg apretó su mano por un instante y luego la soltó tan abruptamente como si se hubiera quemado. Marie se quedó mirándolo hasta que desapareció tras las puertas de la ciudad, y después regresó a su carpa. Cuando se encontró con Gerlind, recordó que todavía tenía en su poder el dinero que maese Jörg le había dado.

Marie se moría de ganas de exigirle a la vieja bruja que le entregara su parte. Pero luego se encogió de hombros, pasó al lado de ella y siguió de largo. En ese momento no sentía deseos de entablar una discusión. Además, ahora tenía el monedero de maese Jörg, y allí había mucho más dinero que el par de chelines que Gerlind se había apropiado.

Capítulo VI

El encuentro con Jörg Wölfling ocupaba los pensamientos de Marie de modo que era incapaz de seguir la discusión que sostenían Gerlind y Hiltrud. La vieja prostituta quería cambiar de dirección y dirigirse hacia Baden, y desde allí continuar hasta el Rin, donde esperaba ganar más dinero. Por eso quería remontar el Enz y continuar luego por el monte hasta llegar a Kämpfelbach y a Durlach. En cambio, Hiltrud opinaba que era mejor dirigirse primero hasta el Neckar y luego seguir su curso hasta llegar al Rin, ya que había oído en el castillo de Arnstein que se produciría un desafío entre el linaje de los Büchenbruch y los caballeros del castillo de Riedburg. Mechthild von Arnstein tenía cierto parentesco con los caballeros de Büchenbruch, por eso la lucha entre los dos linajes había llegado a atraer el interés de los siervos de la gleba en Arnstein. Hiltrud temía quedar atrapada entre los dos bandos enemigos si seguían por el camino propuesto por Gerlind. Pero Gerlind hizo un gesto desdeñoso.

—Solo son habladurías. Si hubiese un desafío, ya nos habríamos enterado en Wallfingen. Yo digo que sigamos en línea recta hasta el Rin. Así llegaremos lo suficientemente pronto para esperar a los balseros de la Selva Negra. Aún llevan los bolsillos repletos del dinero que sus señores les entregaron como adelanto al comenzar el viaje, y estarán felices de poder descansar de su arduo trabajo con nosotras. En cambio, si tomamos el camino que bordea el Neckar, los balseros llegarán antes a Colonia y gastarán su dinero con las prostitutas de allá.

Berta se irguió e intentó mirar desde arriba a Hiltrud, lo cual, en vista de la diferencia de altura entre ambas, resultaba más bien ridículo.

—Yo estoy de acuerdo con Gerlind. Fita y Märthe también. Así que ya somos cuatro contra ti.

—Contra mí y contra Marie, que también oyó hablar del desafío y seguramente opina igual que yo —replicó Hiltrud con gesto desafiante y se dio la vuelta, buscando a su amiga. Pero no se la veía por ninguna parte. De modo que finalmente se dio por vencida.

—Está bien, remontemos el Enz. Espero que todo salga bien.

—¿Y por qué habría de salir mal? —preguntó Berta burlona—. Si un hombre se nos acerca demasiado, le hago un tajo con mi cuchillo que no lo dejará levantarse hasta el día del Juicio Final —agregó al tiempo que extraía su arma y la agitaba delante de Hiltrud ante las carcajadas del resto.

Hiltrud dio sin querer un paso atrás, lo cual hizo reír aún más a Gerlind.

—Lo ves —dijo, con el vientre y los pechos saltándole de la risa—. Seis mujeres dispuestas a todo como nosotras ni siquiera necesitan tener temor de Dios.

Fita se puso seria de golpe y se hizo la señal de la cruz. Luego juntó sus manos y le pidió perdón a Dios por esa blasfemia. Berta se paró al lado de ella y le pegó un codazo tan fuerte que la hizo caerse de bruces al suelo.

—Ahora no actúes como si Dios no pudiera entender una broma. Seguro que él no es tan estricto con nosotras, pobres rameras, como los curas quieren hacernos creer. ¿Acaso no te has dado cuenta todavía de que nos hablan tanto del infierno únicamente para poder levantarnos la falda sin pagar?

Fita abrió la boca dispuesta a largar una de sus peroratas religiosas, pero Gerlind le gruñó:

—¿No ves que ahí andan dando vueltas unos tipos a los que les pica la polla? Mejor vete a buscar a uno de ellos, o muy pronto te quedarás sin un centavo para arrojar en el cepillo de la iglesia o para ofrendarle una vela a la Virgen María. Has ganado demasiado poco en los últimos tiempos, y no pienso seguir alimentándote.

La pobre Fita se puso de pie balanceándose, se enjugó las lágrimas de la cara con su falda y se dirigió hacia donde estaban los tres hombres. Dos de ellos apenas si le echaron un vistazo y se quedaron mirando con ojos libidinosos a Marie, que les había dado la espalda a las otras prostitutas y estaba alimentando a las cabras. El tercero comparó la oferta y el precio y se dejó llevar a la carpa de Fita. Poco después comenzaron a oírse fuertes gemidos y jadeos.

—Si folla igual que grita, sí que la está haciendo gozar —se burló Berta, al tiempo que se dirigía meneando las caderas hacia los dos acompañantes del hombre. Ante una señal de Gerlind, Märthe se le ofreció al tercero.

A Hiltrud le causaban mucho desagrado las costumbres de las cuatro prostitutas. Se rebajaban, ellas mismas eran culpables de que los mejores clientes las evitaran como si tuviesen la peste. Ella, en cambio, había estado tan selectiva ese día que ni siquiera había ganado lo mínimo indispensable. Sin embargo, no salió a buscar un nuevo pretendiente, sino que se sentó en la hierba junto a Marie y se quedó acariciando a sus cabras.

—Hasta que lleguemos al Rin, permaneceremos con el grupo de Gerlind, pero después seguiremos nuestro propio camino, te lo juro, aunque tengamos que acostarnos con todos los siervos de una caravana —le declaró Hiltrud a su amiga, y luego le informó acerca de la ruta que Gerlind pensaba tomar.

Pero Marie seguía escuchando solo a medias.

—Me da lo mismo adonde vayamos. Lo único que importa es llegar a algún lugar donde podamos deshacernos de ellas.

Capítulo VII

A la mañana siguiente, las seis prostitutas partieron nada más amanecer. Esta vez, Gerlind y sus compañeras no tuvieron que cargar tanto equipaje, ya que tras otra acalorada discusión, Hiltrud les había permitido que cargaran parte de sus pertenencias en su carreta. Las cabras tenían que esforzarse el doble, e incluso los cabritos, que ahora también llevaban un arnés, tiraban del carro con empeño. Pero cuando el camino era cuesta arriba, los animales ya no podían cargar tanto peso, y entonces Hiltrud tenía que atarse delante del carro y Marie lo empujaba desde atrás. Después de la tercera cuesta, Marie propuso que se engancharan Berta o Märthe.

Hiltrud desechó la propuesta con un gesto de desdén.

—A lo sumo, ellas obligarían a Fita a ayudarnos, y Fita se nos desplomaría a los tres pasos como un caballo decrépito.

Marie soltó un suspiro.

—Hace cuatro años jamás me hubiese imaginado que llegaría el día en que anhelaría que nos separáramos de Gerlind.

Pensó en lo amable que había sido Gerlind en aquel entonces al recibirla y en cómo la había ayudado casi con cariño a superar los primeros tiempos. Le había estado sinceramente agradecida, pero aquella vieja malvada que iba cojeando delante de ellas con el vestido sucio no era la Gerlind que Marie había aprendido a conocer y apreciar en aquel entonces. De todas formas, sentía remordimientos de no poder sentirse agradecida con la vieja prostituta. Luchó contra esa sensación y terminó por sacudírsela de encima.

—¿Qué tienes? —preguntó Hiltrud preocupada.

—Estaba pensando en Gerlind y en mí. Dime, ¿quién ha cambiado más: ella o yo?

Hiltrud soltó una carcajada.

—Es evidente que las dos habéis cambiado. Tú, para mejor y ella, para peor. Espero que ésta sea la última vez que la veamos. Solo verla me provoca rechazo.

Marie asintió en silencio y volvió a empujar el carro.

Los días siguientes transcurrieron casi sin novedades, pero no sirvieron para calmar la ira de Marie y de Hiltrud. Su cólera se dirigía no tanto a Gerlind, sino más bien a Berta, que hacía todo lo posible por complicarles la vida. La primera noche insistió en que Marie y Hiltrud no se sentaran con las demás junto al fogón, sino que montaran sus tiendas lejos de ellas. De todos modos, exigió que hicieran guardia durante la mitad de la noche, y además hizo uso de la leña que ellas habían recolectado para su propia fogata. Hiltrud no se opuso a repartirse la guardia, ya que no confiaba en las demás y tenía miedo de perder sus cabras a manos de un oso o un lobo que anduviera merodeando por ahí.

Marie rogaba que no fueran atacadas por animales de rapiña, ya que no tenían armas adecuadas para hacerles frente. Ni siquiera el bastón forrado de metal de Gerlind era lo que había sido. La afilada punta ahora estaba gastada y se había torcido. Por eso, Marie se alegraba de que hubieran acampado cerca de una finca, aunque los ladridos de los perros resonaban con tal estruendo que amenazaban con quitarles el sueño. Pero al menos el estruendo mantendría alejados a los carroñeros.

El segundo día, Berta cazó cuatro gallinas gordas que se habían perdido en el camino y las degolló. Al verlas, a Marie se le hizo la boca agua, ya que el pollo le gustaba mucho, sobre todo preparado como lo hacía la anciana Wina en su casa, con un delicioso relleno y bien crujiente por fuera. Pero las otras cuatro no pensaban invitar a comer a sus dos acompañantes.

Hiltrud les dio la espalda y preparó una masa con harina que horneó sobre una piedra y cubrió con cebolla e hinojo silvestre. Marie observó el movimiento en el otro fogón y se estremeció al ver que las otras dejaban los pollos en el fuego hasta quemarlos por fuera y luego los devoraban medio crudos por dentro. Para eso, se quedaba con las tortillas de Hiltrud.

Al tercer día divisaron desde una loma la cumbre boscosa del monte Fürstkopf al sur y, cuando bajaron por la ladera hasta el valle para encarar la siguiente subida, vieron que el sendero por el que estaban yendo desembocaba en un camino más ancho por el cual debía de haber pasado gente con carros muy pesados, tal como podía deducirse por las huellas de las herraduras de caballos grandes, los surcos profundos dejados por las ruedas y la hierba aplastada a la vera del camino. Gerlind y Berta cayeron en una excitación febril. Las huellas les auguraban una poderosa caravana comercial, y en esas caravanas había suficientes hombres con ganas de gastar su salario en mujeres. Por eso, en lugar de buscar como de costumbre un lugar apropiado para acampar antes de que cayera la tarde, para que el grupo pudiera montar las tiendas y juntar leña para el fuego mientras aún era de día, Gerlind aceleró el paso y comenzó a instar a sus compañeras a apurarse.

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