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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (60 page)

BOOK: La ramera errante
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Al alcaide se le notaba en la cara que estaba feliz de que el caso se hubiese resuelto con tal rapidez. Mientras los guardias le ataban a Mombert las manos detrás de la espalda y atravesaban el patio para llevarlo a la calle como un cordero, el tonelero alternaba los insultos con los rezos, asegurando una y otra vez su inocencia.

El alcaide se volvió nuevamente hacia Frieda Flühi.

—Mandaré recoger el cadáver enseguida. Mientras tanto, puedes ir guardando algunas cosas para tu esposo.

Esas palabras le recordaron a Mombert que no llevaba puesto más que el camisón. La vergüenza de que lo pasearan por la ciudad en esas condiciones hizo que se le saltaran las lágrimas.

Capítulo XI

Después de que el alcaide abandonara la casa, en el interior se produjo un silencio sepulcral. Frieda Flühi tuvo que apoyarse contra la pared porque sus pies ya no querían seguir sosteniéndola. Hedwig salió de su habitación, en donde había permanecido todo el tiempo con Wina por orden de su madre, y preguntó qué había sucedido. Frieda se había quedado sin voz, de modo que a Wilmar no le quedó más remedio que informarle sobre el arresto de maese Mombert.

—Es imposible que mi padre haya matado al hidalgo —susurró Hedwig bañada en lágrimas.

—Por supuesto que él no fue. Yo me habría dado cuenta si él se hubiese levantado.

Las palabras de la madre de Hedwig apenas se entendían. La mujer se abrazó a su hija y se puso a llorar a lágrima viva. La vieja Wina también juntó las manos y lamentó el destino aciago que ahora tocaba a la puerta del cuñado de maese Matthis. Los sollozos de las mujeres se detuvieron cuando entraron unos siervos del alcaide auxiliar para retirar al muerto. Wilmar se acordó del siervo del hidalgo y esperó poder desenmascararlo como el verdadero asesino. Sin embargo, cuando subió y abrió la puerta de su recámara, encontró al hombre roncando estruendosamente, tendido sobre un saco de paja. No tenía sangre en las manos, y su aliento delataba que el día anterior había atacado las provisiones de vino de su señor. Wilmar llegó a la conclusión de que aquel hombre tampoco podía haber sido el asesino, y le dio un empujón.

—¿Qué sucede, señor? Yo… —exclamó el siervo, y justo entonces se dio cuenta de que no era Philipp quien lo había despertado.

—¿Qué haces aquí, muchacho? —increpó a Wilmar.

—Anoche asesinaron a tu señor. Los siervos del alcaide están llevándose el cadáver. —Wilmar no se esforzó por sonar amable.

El otro se quedó mirándolo atónito.

—¿Qué dices? ¿Que mi señor ha muerto?

Se destapó, se levantó de un salto y salió corriendo de la habitación. Nada más llegar a la escalera cayó en la cuenta de que solo llevaba puesto un camisón fino que apenas cubría su cuerpo, y entonces regresó a la habitación. Se vistió lo más rápido que pudo y se precipitó escaleras abajo. Allí se quejó amargamente, ya que la gente del alcaide arrastraba a su señor por el patio como si fuese un saco de avena. En ese momento apareció un grupo de mercenarios armados. El líder, un tipo rollizo de traje abigarrado, se plantó delante de la dueña de casa y la examinó con descaro.

—Busco a Frieda, la esposa de Mombert, y a Hedwig, la hija de ambos —declaró con voz ronca.

—Yo soy Frieda Flühi, y ella es mi Hedwig —dijo ella, interrogando al hombre con la mirada.

—Estáis acusadas de haber planeado junto con vuestro esposo y padre el asesinato del honorable hidalgo Philipp von Steinzell. Por eso debo poneros bajo arresto.

Hedwig lanzó un grito e intentó esconderse detrás de su madre, pero Frieda Flühi se apoyó pálida contra la pared.

—Esto debe de ser una broma de mal gusto.

En lugar de responder, el líder hizo señas a sus hombres, que se abalanzaron sobre las mujeres, les amarraron las manos con movimientos experimentados y les sujetaron sogas a la cintura.

—¿Adónde nos lleváis? —inquirió Frieda Flühi.

—A la torre Ziegelturm, pues el calabozo ya está lleno —le informó el hombre de buen grado.

Hedwig palideció y miró a su madre asustada. Frieda se encogió de hombros con resignación.

—¿No podríais darnos tiempo para que nos vistamos? ¿O acaso pretendéis arrastrarnos por las calles en camisón?

El hombre parecía querer llevarlas desnudas; sin embargo, permitió que Wina les pusiera a ambas mujeres unos abrigos sobre los hombros. Luego, sus siervos empujaron a las prisioneras fuera de la casa y las condujeron a través de la fila de mirones que se había reunido en la puerta de la casa.

Los aprendices y las criadas ya se habían esfumado poco después de que arrestaran al dueño de casa, por lo cual Wina y Wilmar se quedaron solos. Con la vieja ama de llaves no se podía ni hablar. Gemía y rezaba como si estuviese esperando que el cielo se abriera y llegara el Juicio Final. El oficial se puso a caminar desesperado por el taller sin poder creer lo que había sucedido. ¿Qué Hedwig, justo ella que era tan delicada y amable, había ayudado a asesinar a alguien? No, ella no era capaz de hacer algo semejante, como tampoco lo eran sus padres.

En un primer momento, Wilmar se convenció de que muy pronto se comprobaría que se trataba de un craso error, y confió en que Mombert Flühi regresaría con ambas mujeres en cualquier momento. Siguiendo su costumbre, se sentó en su lugar y comenzó a cinchar un barril nuevo.

De pronto lo asaltó una idea que lo hizo sudar de pánico. ¿Y si los guardias también lo consideraban cómplice y pretendían encarcelarlo a él también? Quien era llevado a los molinos de la justicia no podía esperar clemencia alguna. Wilmar soltó el barril, salió corriendo de la casa, presa del pánico, y solo se detuvo al ver la puerta Augustinertor, que conducía al suburbio de Stadelhofen. Allí se apoyó contra una pared, temblando, y pensó qué hacer.

La imagen de Hedwig se aparecía ante sus ojos. Se la imaginaba en el sótano frío y húmedo de la torre, atada, sin ni siquiera poder enjugarse las lágrimas. Entonces se sintió un cobarde y un traidor. Amaba a Hedwig más que a nada, y sin embargo no había movido un solo dedo para ayudarla.

En ese momento, Wilmar recordó lo que su maestro le había contado cierta vez en la que se había puesto melancólico acerca de su sobrina, Marie, a quien también habían encerrado en la torre Ziegelturm cinco años antes. A la mañana siguiente, la muchacha había jurado por la Virgen María que tres hombres la habían vejado allí durante la noche. Salvo maese Mombert, nadie había dado crédito a sus palabras, y entonces fue azotada y desterrada de la ciudad. En aquel entonces, Wilmar no podía imaginarse que un guardia de la ciudad pudiese llegar a prestarse a semejante canallada. Pero ahora lo atormentaba la idea de que los rudos auxiliares del tribunal pudiesen llegar a entrar en la celda de Hedwig y tomarla por la fuerza.

A sus ojos, los hombres que se habían llevado a Hedwig y a su madre no eran más dignos de confianza que la calaña de mercenarios que vagaba por la ciudad molestando a todas las mujeres.

Wilmar echó un vistazo a la Augustinertor, donde había un constante ir y venir de gente, y habría querido atravesarla y seguir sin parar hasta haber cerrado tras de sí la puerta de su casa paterna. Pero entonces se dio la vuelta, resoplando desprecio hacia sí mismo por ser tan pusilánime, y comenzó a vagar por la ciudad como buscando algo, aunque no sabía qué. Si quería ayudar a Hedwig, tenía que pensar en algo pronto, pero su cabeza estaba tan vacía como una bota de vino seca.

Capítulo XII

Después de asegurarse de que no había nadie espiándolo en la galería que conducía al cuarto de huéspedes, Ruppertus Splendidus cerró la puerta de la habitación tras de sí y se dirigió hacia la mesa donde su hermanastro Konrad von Keilburg estaba desayunando. Paseó su mirada inquietante por el enorme cántaro de vino y el imponente trozo de carne asada que el conde tenía delante y se preguntó cómo alguien podía ser capaz de engullir tanto. Se notaba que Keilburg se entregaba sin pudor a los placeres de la mesa. De joven solía impresionar a sus padres por su altura y su fuerza, pero ahora que tenía treinta y cinco años, sus ojos casi habían desaparecido detrás de unos colchones de grasa, y tenía un vientre tan pronunciado que ya no podía verse los pies. Quien lo veía ahora apenas podía imaginárselo blandiendo una espada o sosteniendo un escudo, y tampoco había ya ningún caballo capaz de soportar su peso. Sin embargo, Ruppertus se cuidaba mucho de subestimar a su hermanastro. Cuando Konrad se enojaba, reaccionaba como un oso furioso que soltaba a su contrincante sólo cuando éste yacía muerto a sus pies.

Por eso, Ruppertus lo saludó con una sonrisa afable en la que solo un observador muy atento habría podido advertir un tono de burla y desprecio.

—Saboréalo especialmente, hermano. El joven Steinzell está muerto y el tonelero Mombert fue acusado de su asesinato.

Konrad von Keilburg apoyó el cántaro de vino de un golpe sobre la mesa y comenzó a reírse de tal modo que sus rollos de grasa amenazaron con hacerle saltar el jubón.

—Conque le hiciste una de tus jugarretas, ¿eh? Me quitas a un hombre de en medio y me allanas el camino, y al mismo tiempo le entregas a Waldkron la muchacha que anda persiguiendo. ¡Bien! Así se acaba de una vez por todas el lloriqueo enamorado de ese encapuchado. Quiero decir, si es que realmente logras condenar a la hija del tonelero a la esclavitud. Estoy esperando que llegue el día en que te excedas y tropieces con tus propios trucos. ¿Qué crees que te hará Waldkron si su amorcito acaba en el cadalso?

Ruppert apretó los puños pero no dejó que se le notara el odio que se agitaba en su interior. A diferencia de Heinrich, el padre de ambos, que lo había usado como a un esclavo pero al menos le guardaba cierto reconocimiento por sus servicios, Konrad lo despreciaba y se burlaba de él cada vez que se encontraban.

—No hará nada, ya que yo consigo todo lo que toco. El día en que aten a Mombert Flühi a la rueda, su hija estará en la cama del abad.

Konrad von Keilburg resopló.

—Espero que no estés llenándote vanamente la boca. En lugar de preocuparte por el estúpido del abad, tendrías que encargarte de que el castillo de Steinzell caiga en mis manos. Si sigues comportándote de forma tan melindrosa, tomaré el asunto con mis propias manos. Lo más sencillo será que le parta el cráneo a Degenhard von Steinzell y ocupe sus tierras.

—Pero si no es necesario tanto despliegue de crueldad, hermano mío. Tras la muerte del hidalgo Philipp, la única heredera es Roswitha, la hija de Degenhard. Cásala con uno de tus vasallos y todas sus propiedades caerán sobre ti como una fruta madura.

—Es una buena idea. Hoy mismo daré la orden de raptar a Roswitha von Steinzell. Solo me resta pensar con quién casarla.

Por un momento, Keilburg olvidó el lomo de cerdo que tenía en el plato y se quedó pensando con gran esfuerzo.

Ruppertus sabía que su hermano no toleraba que lo contradijeran ni tenía empacho en moler a palos a sus acólitos cuando no pensaban como él. Por eso tenía que proceder de la forma más diplomática posible.

—No me parece una buena idea. La gente podría sospechar que estás detrás de la muerte del joven Steinzell, y hay suficientes hombres en el entorno del Emperador que están esperando la oportunidad de ponerte la soga al cuello. Espera hasta que hayan condenado y ejecutado al supuesto asesino del hidalgo. Y si después de eso vas a buscar a la hija de Steinzell, la gente supondrá que solo has aprovechado la ocasión propicia.

—¿Y si ese canalla de Degenhard la casa antes? Entonces me quedaré con las manos vacías.

—Tal vez la comprometa con alguien, pero dudo que planeen efectuar la boda mientras dure el período de duelo; por lo tanto, será muy fácil impedirla. No creo que nadie quiera tomar a la jovencita por esposa si antes otro le hizo un bombo.

Konrad se rió ruidosamente y miró a su hermanastro con una sonrisa pícara.

—¿Quieres hacerlo tú mismo? Por mí puedes quedarte con Roswitha. Después de que lograras que nuestro padre te reconociera como hijo legítimo antes de palmar, perteneces a su misma clase. ¡Caballero Ruppert von Steinzell! Suena mucho mejor que ese balbuceo latino que llevas ahora por nombre, ¿o no?

La sonrisa de Ruppert se amplió, y en sus ojos resplandeció un brillo extraño.

—No, no. Entrega a Roswitha a alguno de tus hombres. Yo prefiero vivir en la ciudad, no tengo ningún interés en un castillo lleno de corrientes heladas en el linde de la Selva Negra.

—Como quieras.

Konrad von Keilburg no había hecho esa propuesta muy en serio, y se sintió aliviado de que Ruppert la rechazara. Como abogado y tergiversador de las leyes podía llegar a serle útil por mucho más tiempo; como caballero en un castillo alejado, habría sido un competidor indeseable que no tendría en mente otra cosa más que ampliar sus dominios.

—También me alegro de que el Emperador haya condenado al tirolés al destierro del Imperio. Ahora, sus tierras en la Selva Negra y a orillas del Rin están disponibles para cualquiera que pueda echar mano de ellas. Creo que seré el primero en sacar provecho.

—También te pediré prudencia en ese asunto. Ya más de uno se arrepintió de haber actuado de forma precipitada.

Konrad von Keilburg descargó un golpe sobre la mesa que hizo saltar el plato, derramando el jugo de la carne por el delicado trabajo de tallado.

—Eres un miserable indeciso, Ruppert. Si uno quiere algo, tiene que saber tomarlo.

Ruppert meneó la cabeza con paciencia.

—En primer lugar, hay que saber aguardar el momento oportuno, hermano mío. Hoy, el Emperador aún está furioso con Federico y ordena perseguirlo, pero puede ser que mañana se dé una nueva vuelta de página. El de los Habsburgo tiene un montón de amigos y aliados que saldrán a apoyarlo, y el emperador Segismundo no puede darse el lujo de provocarlos a todos. Sobre todo, debe tener cuidado con Albrecht de Austria, el primo del tirolés. Estoy seguro de que el destierro de Federico se anulará a lo sumo dentro de dos meses. Al conde le bastará con postrarse a los pies de Segismundo y prometerle que nunca más intentará apoyar a otro Papa que no sea el elegido por el Emperador. Si ahora provocas una contienda por las tierras a orillas del Rin, muy pronto tendrás que vértelas no solo con el conde en persona, sino también con sus parientes y aliados. Conténtate con arrebatarle un par de vasallos al de Habsburgo y apoderarte de sus castillos. Mientras eso suceda dentro del marco de la ley, Federico no puede hacer nada para impedirlo.

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