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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (58 page)

BOOK: La ramera errante
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—Que el diablo se lleve a todas esas mujeres honorables, que siempre se nos ponen en contra y al final no ven la hora de que algún hombre las visite debajo de la falda. Bien, queridas, es hora de volver al trabajo.

Cuando las mujeres se fueron y Kordula comenzó a recibir a sus primeros pretendientes, Marie se quedó pensativa en el umbral de la puerta, para deleite de algunos mirones. A veces podían a llegar a ser muy molestas las visitas tan frecuentes de otras prostitutas, pero por otro lado, a través de ellas se enteraba de lo que estaba sucediendo en la ciudad.

En los burdeles no tenían la posibilidad de conversar sin ser espiadas, y tampoco había otro lugar en el que pudiesen estar tranquilas. En el nido de Marie, como llamaban a su casita, podían intercambiar sus experiencias con rufianes codiciosos y mercaderes usureros y discutir acerca de las medidas que podían tomar para defenderse. En esas ocasiones, Marie solía recordar aquella frase de Hiltrud según la cual las prostitutas eran débiles, pero no indefensas. Ahora, más de un rufián se sorprendía cuando alguna de sus chicas se marchaba a otro burdel sin decir nada, y algún mercader había tenido que contemplar cómo sus antiguas clientas terminaban haciendo negocios con el peor de sus competidores.

A pesar de que Marie no había buscado pasar a primer plano, el hecho de conocer la ciudad y sus habitantes la había convertido en una consejera muy solicitada. Fue haciéndose tan popular que llegaron a sitiarla, literalmente, por lo que en más de una oportunidad se había visto obligada a rechazar clientes. Sin embargo, las pérdidas que esto le ocasionaba eran limitadas, ya que las prostitutas le obsequiaban con pequeñas sumas de dinero en señal de agradecimiento, por lo que Hiltrud comenzó a bromear con que muy pronto Marie recibiría más dinero de otras mujeres que de sus pretendientes.

Marie se reía de sus palabras, pero volvía a quedarse pensativa de inmediato. Como se interesaba por todo lo que estuviese relacionado con el maestro Ruppertus y sus relaciones, se había enterado de que aquel abad obeso que le había causado una desagradable impresión cuando embarcaron hacia Constanza estaba acosando a una muchacha burguesa que se le parecía mucho. Poco a poco fue atando cabos y se dio cuenta de que seguramente se trataba de su prima Hedwig. Además, parecía ser que a esta muchacha también la perseguía otro pretendiente indeseable, el hidalgo Philipp von Steinzell, de quien también ella guardaba un mal recuerdo.

Marie se preguntó en más de una ocasión si no debía ir en busca de su tío para pedirle que llevara a su prima lejos de Constanza, ya que a la larga no podría seguir protegiéndola. Pero luego se dijo que, de hacerlo, no lograría más que ponerse en peligro sin necesidad. Enseguida se sabría que ella seguía con vida, y Ruppert sería uno de los primeros en enterarse, ya que parecía haber tendido sus hilos por toda la ciudad. En ese caso, estaba segura de que o él o Utz la reconocerían como la prostituta a quien Jodokus había entregado sus documentos, y entonces su destino quedaría sellado.

Cada vez que llegaba a esa conclusión, Marie se reprochaba su cobardía y su indecisión, ya que hasta el momento no había dado un solo paso en contra de su enemigo. Estando de viaje, muy lejos de su ciudad natal, había urdido planes y más planes, pero aquí en Constanza ninguno le parecía factible. De modo que continuó trabajando, con la esperanza de que el destino pusiera en sus manos el hilo que le permitiera trenzar la soga que ahorcaría a quien una vez había sido su prometido.

Al tercer día de su encuentro con Michel, en la casa de Ziegelgraben casi no había movimiento. Kordula seguía durmiendo, mientras que Hiltrud limpiaba su habitación, que al mismo tiempo les servía de cocina. Marie acababa de terminar de conversar con dos prostitutas jóvenes e inexpertas que habían acudido a ella con problemas femeninos, y ahora se había sentado a observar a los transeúntes en el umbral de la puerta abierta malhumorada. No había nadie entre ellos con quien valiese la pena entablar una conversación. De pronto, se quedó paralizada, ya que vio doblar por la esquina a un hombre emperifollado con casco y armadura, como si fuera a un desfile. Marie no necesitó fijarse en el león palatino en su pecho para saber que se trataba de Michel. Él la vio casi en ese mismo momento y comenzó a hacerle señas desde lejos. Cuando se detuvo ante ella, respiraba algo agitado, como si hubiese atravesado la ciudad corriendo.

—Hola, Marie. Me alegro de volver a verte. Necesito un revolcón en la cama. Tu precio eran ocho chelines, ¿no? Aquí tienes. Ah, y te daré dos más, a ver si esta vez me atiendes mejor.

Sonaba tan contento y animado que Marie hubiese querido golpearlo. Cruzó los brazos delante del pecho y llevó el mentón hacia adelante.

—Te esfuerzas en vano. No dejo que cualquiera se meta en mis sábanas.

Hiltrud asomó la cabeza fuera de su habitación.

—Marie, ¿qué pasa contigo? El señor es un capitán de la guardia, y es muy necio perder el favor de gente así.

—Ya la oíste, niña —dijo Michel riendo—. Tampoco te perjudicaré a ti, ya que pago con buen dinero. A mis chelines nadie les ha pellizcado los bordes.

Había varias monedas en circulación a las que ciertos codiciosos habían cortado los bordes, reduciendo así parte de su valor. Las prostitutas tenían que prestar especial atención a ello, ya que muchos pretendientes querían pagarles con dinero de menor valor. A ella misma le habían colado ya chelines que, según cálculos de un mercader, equivalían a lo sumo a diez centavos. De todas formas, le parecía de mal gusto que Michel se ufanara de su honestidad, dándole a entender al mismo tiempo que ella no era más que una mujerzuela que podía comprarse. ¡Y encima esperaba que le estuviese agradecida porque se había dignado a estar con ella! Hubiese querido destrozarle la cara a arañazos y echarlo con burlas e ironías. Pero tenía que tener consideración por Kordula y por Hiltrud. Si hacía enfadar demasiado a Michel, corría el riesgo de que él les enviara sus soldados a la casa. Y nadie las ayudaría si ellos llegaban a portarse como salvajes.

—Está bien. Vamos arriba —le ordenó en un tono nada amistoso, y comenzó a subir la escalera delante de él.

Michel la seguía tan de cerca que ella sentía que su pecho le rozaba el trasero. Una vez arriba, se tomó todo el tiempo del mundo para desvestirse, y con una provocativa sonrisa fue dejando sus cosas lejos del alcance de Marie. Ella se había acostado en la cama, desnuda y con las piernas abiertas, y fingiendo no interesarse lo más mínimo por lo que él estuviese haciendo.

Michel se inclinó sobre ella y quiso forzarla a que lo mirara, pero ella le giró la cara con una expresión tan indiferente que él se enojó consigo mismo por haber regresado a verla. Tendría que haberlo sabido, ya que ella le había demostrado claramente su aversión desde la primera vez. Ese día se había ido con el firme propósito de no verla nunca más. Pero las visitas que hizo luego a la casa de Mombert Flühi habían echado por tierra todos sus propósitos.

Había almorzado varias veces en casa del tonelero y flirteado con Hedwig, con la esperanza de que la muchachita le hiciese olvidar a Marie. Pero sucedió todo lo contrario: cada movimiento, cada gesto y cada palabra de ella le habían demostrado cuánto más bella, inteligente y apetecible era su prima. Esa mañana no había aguantado más y se había encaminado hacia Ziegelgraben. Se había engalanado especialmente para impresionarla. Mira en qué me he convertido, parecía querer decirle: ni siquiera un caballero es más que yo. Pero era evidente que a ella eso no le había caído bien.

Michel paseó sus ojos admirados por el cuerpo impecable de ella y suspiró preocupado. De alguna manera tenía que lograr que Marie se reconciliara con él. Si al menos lograse arrancarle un gemido de placer, habría ganado bastante. Pero desechó esa idea de inmediato. El amor carnal era su negocio, y en ese terreno podía actuar cuanto quisiera. No, tenía que hallar otra manera de ganársela. Se quedó con la mirada fija en el techo del altillo, angosto pero cálidamente amoblado, y de pronto se le ocurrió una idea.

—Marie, ¿qué te parece si te convierto en mi concubina y te alquilo una gran habitación en la que podamos vivir los dos? De ese modo, podrías liberarte de esos roñosos que te ensucian la puerta de entrada con el barro de sus botas.

—Dudo que tengas dinero suficiente como para poder mantenerme. Soy una prostituta muy cara.

Quiso sonar burlona, pero había demasiada furia en su voz como para que así fuera. Supuso que él pretendía vengarse de su rechazo y humillarla, comprándola entera y obligándola a que fuera solo para él.

—No soy pobre —le aseguró él con ingenuo orgullo.

—Tendrías que gastar el doble de lo que yo gano al día, y además hacerte cargo de mis vestidos y mi ajuar. Ni siquiera un caballero con cien campesinos siervos de la gleba podría darse ese lujo.

Michel se acostó junto a ella y le apoyó la mano derecha suavemente sobre el vientre.

—Pareces no tener idea del sueldo que recibe un capitán de la guardia. Hasta ahora he vivido siempre de forma muy austera, por lo cual ya he amasado una pequeña fortuna.

—Como se puede apreciar por tu armadura lujosa y tu vestimenta —se burló ella.

—Entonces te gustó.

Michel sonrió contento, lo cual la hizo rabiar aún más.

Marie intentó conservar su sangre fría. La idea de tener que estar al servicio de un solo hombre era atractiva, a pesar de que por lo general ese servicio no solo incluía la cama, sino también las tareas domésticas. Pero, más allá de que no era útil para sus planes entregarse a los brazos de un solo hombre, no le daría al pesado hijo del tabernero la ocasión de pavonearse a diario, enfrentándola con su ascenso social y con la deshonra de ella.

"Tú serías el último hombre sobre la Tierra al que me entregara", habría querido gritarle en la cara, para luego mandarlo al diablo. Pero no podía tenerlo como enemigo. De modo que lo miró con la cabeza inclinada y arqueó una ceja.

—¿Qué significa gustar? Cualquier pavo se ve imponente en su traje emplumado. Pero nunca se sabe si sirve para asado o puchero hasta que no se termina de pelarlo.

Michel soltó una carcajada.

—¿Dónde está la tímida muchacha llamada Marie Schärerin que una vez conocí? Tu lengua se ha vuelto tan afilada como una espada.

—No por mi culpa.

Esas pocas palabras le revelaron a Michel mucho de lo que sucedía en el interior de Marie, y entonces supo que debería tener mucha paciencia para convencerla. En algún momento ella tendría que entender que él no era un cliente más, sino que quería ser su amigo y confidente. Pero ¿cómo?, se preguntaba, ¿cómo haría para demostrarle que no veía en ella un trozo de carne femenina que se pagaba, se usaba y volvía a olvidarse, sino una mujer digna de tratar con todo respeto y adoración?

Capítulo VIII

Wilmar, el oficial de Mombert Flühi, estaba otra vez profundamente contrariado. Como si ya no tuviesen suficientes problemas con el abad Hugo y el hidalgo Philipp von Steinzell, ahora su suerte desfavorable venía a traerle a Constanza a ese capitán palatino. Mientras Hedwig evitaba a los otros dos, Michel Adler era un invitado que también ella veía con agrado. Wilmar se sentía intimidado por la apariencia de Michel, y se daba perfecta cuenta de la impresión que él había causado sobre Hedwig. Eso era lo que más rabia le daba, ya que amaba a esa muchacha y esperaba que algún día ella pudiera corresponderle ese amor. Y ya no se trataba del taller de maese Mombert Flühi, que, tal como era costumbre, algún día quedaría en manos del esposo de su hija, razón por la cual su padre lo había enviado hasta allí.

Al ser el tercer hijo de un maestro tonelero de Meersburg, Wilmar solo podría llegar a ser maestro si contraía matrimonio con la hija de otro maestro. Pero para ello debía ganarse primero la confianza de Mombert Flühi y la simpatía de Hedwig. Antes de que el concilio lo cambiara todo por completo y nada en la ciudad fuera como antes, Hedwig había demostrado un pudoroso interés por él, mientras que él se había enamorado perdidamente. Pero ahora el maestro y su hija tenían otros intereses muy distintos y apenas si le prestaban atención. Wilmar estaba tan enfrascado en sus pensamientos que no atendía al trabajo, por lo que arruinó una duela que tenía que ensamblar. También culpó a Michel por ello. Arrojó el resto a los residuos de madera, destinados a la cocina de la señora, y se levantó para ir en busca de una nueva duela. Al hacerlo, echó un vistazo a los aprendices y notó que Melcher se había ausentado otra vez. Wilmar se propuso hablar seriamente con el maestro sobre aquel muchacho rebelde que constantemente evitaba el trabajo, dando un pésimo ejemplo a los dos aprendices más jóvenes. Mientras pensaba dónde podría encontrar al muchacho, se abrió la puerta y entró el maestro.

Mombert notó de inmediato la ausencia del muchacho.

—Wilmar, ¿dónde está Melcher?

Sus ladridos hicieron que el oficial artesano bajara la cabeza.

—No lo sé. Tal vez haya ido al baño.

Los dos aprendices más jóvenes se miraron y se sonrieron con malicia. Consideraban que Melcher tenía bien merecida la ira del maestro, ya que habían deducido por sus alusiones que no regresaría tan pronto.

Había hecho alarde delante de ellos de tener amigos en la ciudad que le daban más dinero del que había pagado su padre para que lo tomaran como aprendiz. Hacía tiempo que había dejado de tomar en serio su aprendizaje como tonelero, y se burlaba de los más jóvenes por su buena disposición a aprender.

Mombert les dedicó a ambos una mirada de odio y se plantó frente a Wilmar.

—¿Así que no sabes? Vigilar a los aprendices es tarea tuya. Si siguen haciendo lo que quieren contigo, tendré que buscarme un oficial nuevo.

Wilmar se sobresaltó.

—Iré a buscar a Melcher de inmediato y lo traeré de vuelta, maese.

Mombert volvió a empujarlo con mano dura a su lugar.

—¿Para que me falten dos manos más en el taller, justo ahora que no damos abasto con tanto trabajo? No, tú te quedarás trabajando esta noche para recuperar lo que Melcher no hizo. Pero a él le daré una paliza tan grande que tendrá que trabajar ocho días de pie.

Al decir esas palabras, Mombert se acercó a un tonel grande para colocarle los últimos cinchos.

Entre tanto, Melcher vagaba por las calles mientras comía un trozo de pastel. Iba mirando a su alrededor, y esbozó una sonrisa orgullosa al ver a Utz bajo la pérgola de una taberna.

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