La ramera errante (61 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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El rostro de Konrad volvió a ensombrecerse.

—No alardees tanto de tu astucia. En realidad, eres ruin como un escorpión y cobarde como una rata. Si no dispusieras de un par de criaturas amorales que empuñan la daga en tu lugar, jamás podrías haber llevado a cabo un golpe como el que le has dado al hidalgo Philipp. Te falta valor para enfrentarte con un hombre cara a cara. Se nota que tu madre era una esclava insignificante que se usa una vez y luego se olvida.

El conde Konrad se quedó al acecho de una reacción espontánea de su hermano. Le hubiese encantado poder darle un arañazo a aquel rostro de piel tan lisa.

El licenciado leyó aquel deseo en los ojos de su hermano y retrocedió hasta la puerta.

—Te dejo con tu asado de cerdo, hermano, porque tengo mucho que hacer.

Se despidió haciendo el amago de una reverencia y salió a la galería. Por un lado, lo irritaban la arrogancia y la torpeza mental de su hermanastro; por otro, se divertía con él. Era demasiado crédulo. Heinrich, su padre en común, se habría sorprendido del certificado con el cual se suponía había reconocido a su hijo bastardo. Tras su muerte, a Ruppert apenas le habían bastado un trozo de pergamino, una mano hábil y el sello del viejo conde copiado a tiempo para elevarse a la categoría de hijo legítimo. Si bien Konrad se había sorprendido y había protestado, jamás dudó de la legitimidad del certificado.

Para alivio de Ruppert, Konrad no se había dado cuenta de que el bastardo se había convertido de ese modo en su heredero ante la ley, y tampoco sospechaba cuál era el objetivo de Ruppert, ya que de otro modo lo habría mandado matar de inmediato. Su meta era nada más y nada menos que apoderarse del castillo de Keilburg y del título de conde. Ruppert sonrió para sus adentros. Tal como se comportaba su hermano, muy pronto la habría alcanzado.

Unos violentos golpes interrumpieron sus agradables pensamientos. Ruppert abrió la puerta que había hecho instalar en la escalera que conducía al piso de arriba para impedir las interrupciones inoportunas y mantener lejos a los espías, y vio enfrente de él al abad Hugo, cuyo rostro estaba rojo de excitación.

—Debo hablar contigo.

—Con gusto —respondió Ruppert con esa sonrisa abierta y afable que había estudiado alguna vez con gran esfuerzo. Al igual que aquella mirada severa con la que destrozaba a sus enemigos en el estrado, no se trataba más que de una máscara.

Hugo von Waldkron lo siguió nervioso hasta la habitación que Ruppert utilizaba para trabajar.

—El tonelero asesinó al hidalgo Steinzell, tal como tú presentías. ¿Qué sucederá ahora con la muchacha?

—En cuanto hayan condenado a Mombert Flühi, declararán esclava a la doncella Hedwig y te la entregarán a ti.

—¡Pero eso puede alargarse durante meses ahora que están con ese asunto del licenciado Hus! Tú me prometiste que me entregarías a la hija de maese Mombert lo antes posible.

—Me encargaré de que el juicio se realice pronto. Si no hacemos las cosas dentro del marco de la ley, ambos nos meteremos en problemas. Mientras no declaren culpable al padre, la muchacha seguirá siendo una burguesa de Constanza, y el consejo te echaría encima un juicio si abusaras de ella.

El abad cogió a Ruppert y lo sacudió.

—Tengo que poseer a Hedwig ahora. ¿O crees que alquilé la casa en Maurach solo para soñar con ella allí? Me muero de deseo.

—Si tienes tanta urgencia, móntate a una criada o ve con una prostituta. Pero no arruines mis planes con tu impaciencia. ¿Qué importa si tienes que esperar una o dos semanas más? Después podrás hacer con ella lo que se te antoje. Y ahora por favor, déjame solo. Tengo cosas que hacer.

Ruppert apartó las manos del abad de su jubón, abrió la puerta y señaló hacia abajo.

Hugo von Waldkron descendió por las escaleras irritado y se detuvo al llegar a la puerta de la calle. De pronto, una sonrisa maliciosa pasó fugazmente por su rostro, y entonces atravesó rápidamente el patio en dirección a la casa de huéspedes, haciendo flotar la sotana. Una vez en su habitación, cerró la puerta tras de sí, revolvió en su baúl y extrajo una caja alargada de madera tallada. Poco después, la mesa estaba cubierta por unas hojas de pergamino finamente pulidas, un estuche con distintas plumas para escribir, un tintero, lacre y distintos sellos. Hugo von Waldkron escogió una hoja, la alisó y comenzó a escribir. Cuando terminó, esparció un poco de arena fina sobre la hoja para que la tinta se secara y dejó caer unas gotas de cera sobre el extremo inferior. Luego eligió uno de los sellos, lo examinó con mucho cuidado y lo apoyó sobre el lacre aún líquido. Cuando lo quitó, pudo apreciarse el sello de la Ciudad Imperial de Constanza.

El abad releyó el pergamino satisfecho, y se dijo para sus adentros que Ruppert era un idiota. ¿Por qué habría de tener que esperar por la muchacha? Este no era el primer documento que falsificaba. Gran parte de la riqueza de su abadía había ido a parar a sus manos de esa manera. Los herederos de los nobles señores rara vez ponían en duda el hecho de que éstos hubiesen cedido tierras y poblados para obtener su salvación, y si lo hacían, los tribunales se encargaban muy pronto de demostrarles cuan errados estaban.

El abad creía saber que Ruppert había conseguido parte de sus éxitos de la misma manera, ya que, a fin de cuentas, el licenciado alguna vez había sido alumno suyo y lo había ayudado a modificar el testamento del abad anterior en su favor.

Con la sensación de estar un paso más allá que el resto de los seres humanos, incluso de su talentoso alumno Ruppert, enrolló el pergamino, lo puso dentro de un envoltorio y abandonó la habitación llevándose el paquete consigo. Su sirviente estaba abajo, en la cocina, flirteando con una de las criadas de Ruppert. Eran todas muy agradables, e incluso, tal como el abad había tenido la ocasión de comprobar, no eran reacias a atender las necesidades de los nobles señores. Sin embargo, el recuerdo de Hedwig ahogaba todo deseo por aquella carne dispuesta, pero cuyo uso era limitado para él. Hedwig era dueña de una belleza tan inmensa como la de la prostituta rubia que había visto en uno de sus viajes de Meersburg a Constanza y a quien también le habría gustado tener en sus brazos. Pero las prostitutas le resultaban demasiado groseras, y no se dejaban usar tan profusamente como él quería, y además les faltaba ese aura de inocencia que tanto le gustaba y que distinguía a Hedwig Flühi del resto de las mujeres de esa ciudad.

Sus sentimientos cambiantes lo ponían intolerante, y por eso comenzó a gritarle a su siervo apenas oyó su voz proveniente de la cocina.

—Selmo, ¿no ves que te necesito?

El hombre se incorporó de un salto sin vacilar y se dirigió hacia él, presuroso. A pesar de que no era monje, a petición del abad vestía el hábito de hermano de la orden de los benedictinos. De esa manera, todos lo trataban con más respeto y rara vez le hacían preguntas cuando salía por algún encargo de su señor.

—Voy a cruzar a Maurach ahora mismo —le explicó el abad cuando dejaron la casa—. Tú me acompañarás hasta el puerto, luego irás a San Pedro y permanecerás rezando allí hasta que oscurezca. No quiero que te vean antes en la ciudad. Cuando caiga la noche, irás a la torre Ziegelturm, le pondrás al guardia este pergamino frente a las narices y harás que te entregue a la hija del tonelero. Pero por el amor de Dios, no vayas a olvidarte de traer el pergamino de vuelta.

El siervo esbozó una sonrisa experta.

—Sí, señor, ya sé. No es la primera vez que cumplo con un encargo vuestro. ¿Lo sigo con la muchacha o la llevo a la casa del licenciado Ruppertus?

—Por supuesto que me traerás la muchacha directamente a mí. Y no le pongas las manos encima o tendrás que vértelas conmigo.

—¡Pero no, señor! Yo jamás tocaría a una mujer destinada para vos —respondió Selmo, aunque eso no era del todo cierto—. Pero cuando os hayáis hartado de ella, me la cederéis a mí, ¿verdad?

—¡Seguro! Cuando me haya cansado de ella, podrás tenerla. Pero creo que tendrás que armarte de paciencia.

El siervo salió trotando detrás de su señor.

—Lástima que Waldkron no sea un convento de monjas. Entonces me resultaría mucho más fácil esperar.

—Si Waldkron fuese un convento de mujeres, casi no estarías de servicio allí, salvo como peón, con las uñas de los pies llenas de bosta —se burló el abad, y luego guardó un silencio concentrado hasta que llegaron al puerto. Allí, señaló una embarcación que estaba amarrada un poco más apartada que el resto.

—El dueño de aquel bote no tiene problemas en cruzar el lago de noche, y tampoco hace preguntas molestas. Estará esperándote desde que anochezca.

—¿Por qué no lleváis a la muchacha ahora mismo? Si me doy prisa, podríais tenerla en vuestro bote.

El abad le dio un empujón.

—No te hagas más idiota de lo que ya eres. Si yo llegara a aparecer con una doncella en el puerto a plena luz del día y la subiera a un barco, daría pasto a las murmuraciones de los mirones en las tabernas. Pero de noche, todos los gatos son pardos, y si te pones una capucha en la cabeza, nadie te reconocerá. ¡Ah! Casi me olvidaba. Aquí tienes una botella con jugo de amapola. Dáselo a la muchacha para que no haga ningún escándalo. Y, por las dudas, toma de la iglesia otro manto de monje. Así puedes esconderla.

El siervo recibió la botella y el rollo con el documento y luego se dirigió hacia San Pedro inmerso en un estado de contemplación. Hugo von Waldkron se subió a una embarcación que sabía que zarparía pronto con destino a Meersburg. Poco después, estaba sentado con algunos otros pasajeros sobre un cargamento, sonriendo tan tiernamente como corresponde a un servidor de Cristo.

Capítulo XIII

Mientras vagaba sin rumbo por la ciudad, Wilmar se encontró con Hugo von Waldkron y su acompañante, y advirtió la sonrisa de satisfacción en el rostro del obeso abad, que difería mucho de la expresión irritada de las últimas semanas. Si bien no había podido entender la conversación entre los dos hombres, que hablaban entre sí en voz muy baja, los gestos que hacía el abad señalando hacia la torre Ziegelturm no dejaban lugar a dudas. Su preocupación por Hedwig creció aún más al ver la entrega disimulada del rollo de pergamino y de otra cosa más. Wilmar clavó los ojos en Selmo, que se quedó mirando la partida de su señor con gesto burlón mientras pasaba la mano por el rollo que había escondido debajo del hábito.

El barco al que se había subido el abad tuvo que esperar a que otra embarcación que había partido antes con destino a Lindau tomara impulso suficiente como para no frenarlo. Al pasear su mirada por el barco que se dirigía hacia Lindau, de pronto Wilmar distinguió a Melcher, que contemplaba la ciudad desde la popa. Por un instante, Wilmar se quedó pensando cómo habría conseguido el dinero para hacer ese viaje, que no era precisamente barato, pero luego notó que Selmo comenzaba a alejarse y lo siguió sin perder más tiempo pensando en Melcher.

Cuando el siervo pasó junto a la torre Ziegelturm y se quedó contemplándola, Wilmar se convenció de que la canallada contra Hedwig tendría lugar ese mismo día. En una ciudad como Constanza era muy difícil guardar un secreto, y ya era sabido por todos que Hugo von Waldkron había alquilado una casita alejada del centro de Maurach, por lo que Wilmar llegó a la conclusión acertada.

Desesperado, pensó cómo hacer para impedir que el tristemente célebre abad raptara a Hedwig. Si hubiese tenido la fuerza del mítico Hércules, habría tirado abajo los muros de la torre de inmediato y se la habría llevado de allí. Pero no era más que un pobre oficial artesano sin fuerza, poder ni influencia que había perdido a su maestro y podría considerarse afortunado si después del asesinato lo tomaba otro tonelero. Su propia desgracia lo conmovía tanto como la miseria a la que Hedwig había sido arrojada, y así fue como continuó avanzando a tumbos, ciego por las lágrimas.

Cuando la puerta Schottentor emergió ante él, se mezcló con un grupo de soldados de infantería palatinos. Uno de esos hombres lo cogió de la chaqueta y lo hizo a un lado como si fuera un montón de harapos, al tiempo que le dirigía un comentario descortés. Sin embargo, no lo golpeó, como probablemente lo hubiesen hecho otros soldados mercenarios. Por un momento, Wilmar se quedó respirando con dificultad. El encuentro lo había devuelto a la realidad, y entonces dejó de preguntarse si ponerle punto final a su vida desdichada de inmediato o matar antes al abad. Se quedó contemplando a los soldados mientras se alejaban y recordó de pronto al gallardo capitán que había estado de visita en casa de su maestro. Tal vez ese hombre pudiese ayudar a Hedwig. Pero si Michel Adler llegaba a rescatarla, el corazón y el agradecimiento de ella serían suyos.

Wilmar trabó una breve lucha consigo mismo y finalmente agachó la cabeza, avergonzado de haber estado a punto de anteponer sus celos al bienestar de la muchacha que amaba. Si quería seguir viviendo y llevar la frente alta, debía hacer cuanto estuviera a su alcance para ayudar a Hedwig, aunque eso significara tener que contemplar con una sonrisa fingida y el corazón destrozado cómo ella era feliz con otro hombre. Súbitamente resuelto, salió corriendo detrás de los palatinos y detuvo a uno de ellos.

—Por favor, señor, ¿podríais decirme dónde encontrar a Michel, vuestro capitán?

—Está con la bella prostituta en Ziegelgraben o en la taberna de Adler, en la Katzgasse.

El hombre se llevó la mano al casco, como si quisiera rascarse la cabeza, y se quedó pensando un instante.

—Creo que se fue en dirección a la taberna.

—Gracias, señor.

Wilmar hizo una reverencia y salió disparado hacia la Katzgasse tan rápido como podían llevarlo sus piernas, sin prestar atención a los insultos de algunos burgueses mayores que se enojaron por su falta de consideración.

Ya era casi mediodía, y la taberna parecía un hervidero de gente. Estaba tan llena que algunos tenían que comer su pan y beber su sopa de pie en la puerta, con la jarra de vino apoyada en el suelo, entre los pies. Wilmar se abrió paso entre la multitud, buscando entre la gente apretujada en las mesas de la taberna, y para su alivio encontró al capitán en un nicho que había en un rincón del fondo. Michel estaba con cara de pocos amigos, con una expresión que no invitaba a que le dirigieran la palabra. Por eso Wilmar se quedó un instante balanceando el peso de su cuerpo entre un pie y el otro, hasta que por fin carraspeó de forma notoria. Como el hombre no levantaba la vista de su jarra vacía, volvió a respirar hondo y le tocó el hombro con la punta de los dedos.

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