La ramera errante (56 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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A Oswald von Wolkenstein nada de eso lo alteraba, ya que sus manos comenzaron a deslizarse por el cuerpo de Marie y luego le quitaron el vestido con movimientos aparentemente experimentados. Finalmente el noble acostó a Marie de tal modo que en su cabeza y sus pechos comenzaron a juguetear algunos pálidos rayos de sol. No se echó encima de ella directamente, como hacía la mayoría de los clientes, sino que se sentó a su lado y se levantó el párpado con la mano derecha para poder admirarla con ambos ojos.

—Eres preciosa, mujer. No creo que entre todas las prostitutas que se han llegado hasta Constanza haya una sola que supere tus encantos. Si fuera un hombre rico, te instalaría en mi casa y te convertiría en mi concubina.

Marie rozó los bordados de oro de su jubón.

—Para ser pobre, vais envuelto en unas ropas muy lujosas.

—El que quiere ser alguien dentro de la corte del Emperador, no puede ser mezquino a la hora de gastar en ropa —respondió Wolkenstein riendo.

Se quitó el jubón, se abrió la camisa y se acercó más a Marie para acariciarla. Recorrió con los dedos las formas de su cuerpo y comenzó a alabar con versos cortos y sentimentales las curvas de sus caderas, la firmeza de sus senos de puntas rosadas y el pequeño triángulo de rizos rubios entre sus muslos. Era como si sus propias palabras lo extasiaran más que la certeza de que pronto podría hacerla suya. Al cabo de un rato se desvistió del todo y se acostó sobre Marie lentamente y con visible placer. Luego se apoderó de él la pasión, y por un breve lapso se comportó como el resto de los hombres. Pero cuando acabó, no se puso de pie enseguida, sino que se quedó con el cuerpo pegado al de ella, al tiempo que le susurraba al oído afectados versos sobre el amor.

En general, a las prostitutas no les gustaban demasiado los hombres que una vez finalizado el acto sexual se quedaban prendidos de ellas como garrapatas, disminuyendo de ese modo sus ganancias. Pero ese día, Marie no tenía ningún interés en seguir atendiendo a otros clientes, por eso disfrutó de los versos que alababan su belleza. Se preguntó si en el matrimonio los hombres hallarían esas mismas palabras para agradecer a sus mujeres los placeres de la noche.

Capítulo VI

Durante los días siguientes, las manos hacendosas de las tres mujeres convirtieron la pequeña casa en un agradable hogar. Acabaron con la mugre, quemaron los sacos de paja viejos y pulieron los suelos de madera con jabón y piedra pómez hasta dejarlos brillantes.

Como en Constanza podía conseguirse todo lo necesario para el funcionamiento de una casa, pagaron un precio desorbitado para adquirir unos armazones de cama sencillos pero firmes sobre los cuales colocaron unos sacos de lienzo rellenos con paja de avena. Tres arcones cerrados, una mesa con tres bancos y vajilla y utensilios de cocina nuevos completaron el amueblado. Finalmente, adornaron las paredes con tejidos de lana y dispersaron por el suelo juncos frescos que habían mezclado previamente con hierbas y pétalos perfumados. Cuando terminaron, se miraron entre sí, satisfechas, y se felicitaron por su nuevo hogar.

Marie se dejó caer sobre la cama de Kordula.

—Hasta los más nobles señores se sentirán tan a gusto aquí que querrán volver siempre.

Kordula dejó caer los hombros.

—Y será necesario que lo hagan. Con la cantidad de dinero que os adeudo a vosotras dos, creo que tendré que duplicar los precios de Madeleine.

Marie hizo un gesto de desdén riéndose.

—No íbamos a dejarte dormir en el suelo.

Hiltrud entendió a Kordula mejor que Marie.

—Ya hablamos de eso antes. Si te hubieses ido con un rufián, habrías tenido que pagar un alquiler más alto y ganarías muchísimo menos que trabajando por cuenta propia. Así que muy pronto podrás devolvernos todo el dinero, ¿me has oído? Ahí ya está llamando a la puerta otra vez un cliente.

Para desilusión de Kordula, era Oswald von Wolkenstein, quien secuestró a Marie en la buhardilla inmediatamente y pagó suspirando el precio exigido. A cambio, se despachó con una canción en la que se burlaba de las prostitutas reunidas en Constanza y su no menos codicioso rufián, que exigía más dinero por una jarra de vino de lo que en otra parte le habría pedido un bodeguero por adquirir un barril entero, canción con la que ya había alegrado al Emperador y a otros nobles señores. Esta vez también se quedó abrazado a ella después del acto sexual y siguió creando más versos en los que ridiculizaba tanto a los círculos más altos de la sociedad de Constanza como a los participantes del concilio. Parecía sentirse feliz de haber hallado una persona que escuchara con tanta atención sus burlas, probablemente demasiado mordaces para la corte del Emperador, donde algún que otro verso mucho más inofensivo ya le había causado problemas en cierta ocasión.

Marie lo escuchaba atentamente y lo dejaba jugar con su cuerpo, ya que planeaba sacar provecho de la elocuencia de aquel hombre. Como Wolkenstein parecía estar al tanto de todo y de todos, lo sondeaba descaradamente. Así, muy pronto estuvo al tanto de los nombres de muchos de los participantes del concilio y de sus posiciones políticas, y se enteró muy de pasada de que también se esperaba la presencia del caballero Dietmar von Arnstein y de su esposa Mechthild, aunque ellos aún no habían llegado.

Faltaba por llegar mucha gente de alto rango, sobre todo procedentes de España. Wolkenstein se exasperaba porque los señores de la península ibérica querían negarle al concilio el derecho de decidir sobre el papa Benedicto XIII, a quien ellos apoyaban. Wolkenstein decía que si el emperador Segismundo no lograba poner a los españoles de su lado, se produciría un cisma en la Iglesia. A Marie no le interesaba demasiado si los planes del Emperador podían tener éxito o no, pero lo fingía tan bien y ponía tanta atención en escuchar que Oswald von Wolkenstein aparecía todos los días un rato por su casa.

Durante su última visita, Marie comprendió por qué se despachaba sobre los españoles cada vez que iba a verla. Ese día, él le contó acongojado que debía abandonar Constanza al día siguiente, ya que el Emperador le había encomendado la honorable tarea de viajar a Aragón, Castilla y Portugal para transmitirles mensajes a los señores de allí. Lamentó en amargos versos el tener que despedirse de Marie. Ella, en cambio, se alegró por su partida, ya que a la larga le resultaba muy poco rentable como cliente y muy agotador como tejedor de versos. Pero no se lo hizo notar, sino que se despidió de él como una amante dulce y tierna y solo suspiró de alivio una vez que él dejó la casa.

A la mañana siguiente, Marie decidió salir en busca del barrio donde se encontraba su casa paterna. Hasta entonces había estado tratando de evitar la ciudad, exceptuando la plaza del mercado, por miedo a que la reconocieran sus antiguos vecinos. En el mercado también se había encontrado ya con gente que conocía de antes, pero salvo los hombres, que se fijaban en su cuerpo, nadie se había dignado a mirarla dos veces. Era como si las cintas de prostituta la envolviesen en un mágico hechizo que la tornaba invisible. De todos modos, antes de entrar a la calle que conducía desde Ziegelgraben hacia el convento, Marie escondió sus cabellos bajo un pañuelo.

A pesar de que era muy temprano por la mañana, en la ciudad ya pululaban grupos enteros de mercenarios y otra clase de holgazanes. Algunos le gritaron obscenidades a su paso, pero ni siquiera los ebrios se le acercaron demasiado. Las cintas amarillas le daban una protección de la que las mujeres y doncellas honestas no gozaban. Si un hombre molestaba a una prostituta y le ponía las manos encima, las puertas y tiendas de todas las demás quedarían cerradas para él, y además sería recibido con abucheos cada vez que intentara acercarse. Si bien las cortesanas que estaban allí provenían de distintas regiones y a menudo competían ferozmente entre sí, en Constanza se mantenían unidas.

Cuando Marie tomó por la calle en la que había vivido antaño, estuvo a punto de pasar de largo por su casa paterna, ya que Ruppert la había reformado y había hecho construir una fachada muy ostentosa. Allí donde antes estaba el patio, rodeado por el cobertizo y los galpones para las carretas, ahora se elevaba un edificio de varios pisos que parecía estar sin terminar. Sin embargo, los sirvientes entraban y salían, y la puerta estaba custodiada por unos guardias armados. Por lo que Wolkenstein le había contado, ése debía de ser el edificio donde Ruppert albergaba a muchos importantes dignatarios junto con sus comitivas, además de a su hermano, Konrad von Keilburg.

Uno de esos señores se asomó por la ventana y le gritó algo a uno de sus siervos. Para no llamar la atención, Marie continuó caminando. Luchaba para contener las lágrimas de la emoción que le había causado volver a ver su casa. Hasta entonces, al menos había mantenido su ciudad natal en el recuerdo, un lugar al que siempre podía volver en sus sueños diurnos y al que se había aferrado de forma irracional. Ahora también le habían quitado eso. Marie enderezó los hombros y se mofó de sí misma por haber ido hasta allí sin necesidad.

De golpe apareció ante sus ojos la casa de Mombert Flühi. Marie comprendió que había entrado sin darse cuenta en la Hundsgasse, que tantas veces había transitado de pequeña para ir a visitar a su tío y jugar con la pequeña Hedwig. Se preguntó cómo estarían, y por un instante consideró la posibilidad de detenerse y llamar a la puerta para preguntar por ellos. Pero luego se rió de sí misma. Probablemente le abriría una criada o la esposa de su tío, clavaría los ojos en sus cintas de prostituta y la echaría del umbral a insulto limpio antes de que ella pudiese atinar a decir una sola palabra. Al imaginarse esa situación, volvieron a brotarle las lágrimas, y se enojó consigo misma por comenzar a deshacerse en autocompasión.

Se dio la vuelta de un solo impulso y tomó la calle siguiente, que bajaba hasta el Rin. Caminaba sin fijarse en la gente que venía en la dirección contraria y, por no prestar atención, chocó con un hombre y tropezó. Se habría caído al suelo si él no la hubiese sujetado y puesto otra vez en pie.

Marie vio un uniforme palatino delante de ella y se asustó. Con los guardias del concilio no convenía partir peras.

—Perdonad, señor, fue sin querer —exclamó, y volvió a cubrirse la cabeza con la pañoleta, que se le había resbalado.

El hombre hizo un gesto de disculpa y se dispuso a seguir. Pero, de pronto, la tomó del brazo, volvió a quitarle el pañuelo de la cabeza y la observó. Sus ojos se abrieron enormemente a causa del asombro.

—¿Marie? ¡Por todos los santos, creí que estabas muerta!

Marie lo miró y tragó saliva. Lo reconoció de inmediato, aunque en los últimos cinco años había cambiado muchísimo.

—¿Michel? ¡Dios mío!

Hubiese querido que la tierra se la tragase, tal era la vergüenza que sentía de que su amigo de la infancia la viese enfundada en el deshonroso traje de una prostituta callejera. Intentó zafarse de su mano y salir corriendo, pero entonces él la cogió con ambos brazos, la estrechó y la hizo girar riendo.

—¡Marie, qué alegría de verte! Tenía tanto miedo por ti. ¡Por Dios, qué contento se pondrá Mombert! Ven, vamos a verlo ahora mismo.

Volvió a ponerla de pie e intentó llevarla con él. Sin embargo, ella se resistió, sacudiendo la cabeza con violencia.

—¡No! Mi tío no tiene por qué saber que aún estoy con vida. Y tú también deberías olvidarme de inmediato. La Marie que vosotros habéis conocido ha muerto.

Michel la miró sin entender.

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué te comportas así?

—¡Mírame! —le gritó ella, sosteniéndole una de sus cintas amarillas enfrente de sus narices—. ¡Por esto! ¿Entiendes?

—No creo que a tu tío le moleste en absoluto. Estará feliz de que estés viva y sin duda te ayudará.

—No, gracias. No necesito ayuda, y no tengo ningún interés en que nadie de aquí note mi presencia. A fin de cuentas, he sido desterrada de Constanza para siempre, y la única razón por la que me han permitido regresar a la ciudad fue para trabajar como prostituta para los señores importantes.

Marie respiró profundamente y miró a Michel desafiante.

—¿Crees que es agradable para mí que las personas que conozco de antes me señalen con el dedo y digan que siempre supieron que yo no era más que escoria?

Michel meneó la cabeza pacientemente y le acarició la mejilla en un intento de consolarla.

—¡Pero si tú no has elegido este camino por propia voluntad!

—Las actas del juicio de la ciudad de Constanza dicen otra cosa. Para la gente de aquí, soy una ramera que se acostaba con cualquier canalla, hasta con un asesino como Utz.

Marie hubiese querido que eso último no se le escapara, pero ya era tarde.

Michel entrecerró los ojos.

—¿Dices que Utz, el cochero, es un asesino?

Había incredulidad y un tono de reproche en su voz. Como si ella tratase de calumniar al hombre que en aquel entonces la había calumniado. La sujetó, y cuando un transeúnte se quedó mirando a Marie, él la puso contra una pared y simuló estar coqueteando con ella.

—¿No tienes una habitación donde podamos ponernos más cómodos?

—Donde puedas montarme, querrás decir —replicó Marie con mordacidad—. Ve quitándote esa idea de la cabeza.

Michel la apartó un instante de sí y la recorrió con la mirada.

—Creo que no sería mala idea. Realmente eres la mujer más hermosa que haya visto jamás.

—¡No lo hago con cualquiera! —Marie intentó zafarse, pero Michel no la soltaba.

—No seas así. ¿No ves que la gente ya ha comenzado a observarnos? —Mientras le decía eso, una amplia sonrisa se le dibujó en el rostro—. Me llevarás ahora a tu habitación o iré derecho a casa de Mombert y le hablaré de nuestro encuentro.

Marie alzó la nariz y estiró el mentón para parecer lo más altiva posible.

—¡Vaya, qué bajo has caído! Te has vuelto un miserable chantajista. ¡Y un hombre como tú lleva el uniforme del conde palatino! Está bien, puedes venir conmigo. Pero te juro que un tronco te demostrará más pasión que yo.

Michel le dio una palmada.

—No lo creo. Tengo fama de excelente amante.

Como no parecía tener intenciones de soltarla, Marie lo condujo hasta la casa en Ziegelgraben. Michel miró el edificio desde fuera y también metió las narices en las habitaciones de abajo antes de que Marie lo llevara al altillo. Tras examinar el mobiliario de la habitación, asintió conforme:

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