La ramera errante (68 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—¡Aléjate de mí, espíritu, no vengas a atormentarme también en este lugar sagrado!

Marie contempló al monje confundida. Sentía que él la rechazaba y la molestaba aunque ella no se le había acercado demasiado.

El monje se levantó e hizo la señal para conjurar a los demonios. En ese mismo instante Marie lo reconoció por sus ojos pálidos.

—¡Linhard! ¡Miserable traidor!

Había tanto odio en su voz que el hombre se replegó sobre sí mismo y se arrastró más cerca del altar. Pero entonces pareció darse cuenta de que quien tenía enfrente no era un fantasma, sino una persona de carne y hueso.

—¿Quién me llama con ese nombre que había enterrado y olvidado hace ya tiempo? —Linhard se puso tan pálido como Marie nunca antes había visto a nadie—. ¿Eres tú? ¿Realmente eres Marie Schärerin, la hija de maese Matthis?

Marie miró con desdén a ese hombre, a quien hubiese querido aplastar como a un gusano, y se dispuso a arrojarle todo su desprecio en la cara. Pero justo a tiempo logró darse cuenta del peligro en que se encontraba. Si Linhard llegaba a contarle a la persona equivocada que se había encontrado con ella, su vida ya no valdría ni un penique de Halle. Con la capacidad para sobreponerse que le había enseñado la dura vida en las calles, se forzó a adoptar una expresión de amable indiferencia.

—No sé qué queréis de mí, honorable hermano. Mi nombre es Berta, y no os había visto nunca antes.

Se persignó murmurando un rápido "amén", volvió a inclinarse ante la Madre de Dios y luego se encaminó hacia la puerta. Tuvo que contenerse casi con violencia para no mirar atrás, ya que tenía la sensación de que las miradas de Linhard la carcomerían como tizones ardientes. Al llegar a la puerta volvió a darse la vuelta, como si solo quisiera saludar a Michel con un gesto. Linhard estaba de espaldas al altar y sostenía la mano derecha extendida en dirección hacia ella. Cuando vio que ella se volvía hacia un hombre, hizo la señal de la cruz y volvió a arrojarse al suelo frente a la representación de la Piedad.

Michel salió detrás de Marie y la miró sin entender. Cuando notó cómo temblaba, la rodeó con sus brazos para sostenerla.

—¿Qué fue lo que sucedió?

Los dientes le castañeteaban tanto que Marie apenas si podía hablar.

—El monje. Era… Linhard. Me ha reconocido.

Michel vio el espanto en la expresión de Marie y supo que todas las humillaciones y los dolores de antaño habían vuelto a atormentarla. Pero no podía hacer otra cosa más que abrazarla y llevarla por las calles sosteniéndola como a una enferma. Hubiese querido sacarla de Constanza, donde ya no estaba segura. También evaluó la posibilidad de acechar a Linhard en algún callejón oscuro y romperle la nuca para que no pusiera en peligro a Marie, pero ninguna de las dos soluciones le pareció satisfactoria. Como él mismo no podía dejar la ciudad, si la enviaba lejos, ella tendría que retomar la vida de una prostituta errante y estaría completamente sola, dependiendo de su propia suerte; y asesinar a un hombre a sangre fría tampoco era su estilo, incluso tratándose de un canalla repugnante como Linhard.

Se inclinó sobre Marie y la besó en la nuca.

—Anímate, pequeña. Ahora te llevaré a la cama. Después beberás un trago de vino y dormirás a pierna suelta para recuperarte del susto. Yo no creo que corra a contárselo al licenciado Ruppertus.

Pero la cautela con la que miraba a su alrededor y cambiaba de dirección cada vez que creía advertir a lo lejos a un monje con el hábito de los descalzos se contradecía con sus palabras.

Cuando por fin llegaron a la casita en Ziegelgraben, se encontraron con que, además de Hiltrud y Kordula, allí también estaban Helma y Nina inmersas en una agitada conversación. Nina tenía un ojo morado y una herida abierta y profunda en la frente que sangraba mucho y que Hiltrud estaba curándole. Si bien Marie estaba aún bajo los efectos de la conmoción que le había producido su inesperado encuentro con Linhard, se preocupó enseguida por la italiana.

—¿Qué te ha sucedido? ¿Fue un cliente el que te golpeó así?

Helma meneó la cabeza en su lugar.

—No. Fue nuestro rufián. No le gustó que viniera a nuestra reunión y que por ello no pudiera recibir a ningún cliente. Al principio solo le gritaba, pero como Nina lo contradijo, comenzó a golpearla. No volveremos con ese bruto. ¿Podemos quedarnos con vosotras? Es cierto que el lugar es estrecho, pero Nina y yo realmente no necesitamos mucho espacio.

Marie y Hiltrud se miraron, asustadas. Ya hacían muchos malabarismos para ocultar a Hedwig de los extraños. Pero si Helma y Nina se mudaban con ellas, tendrían que revelarles todo el asunto a ellas también, y eso les parecía demasiado peligroso. Marie se preguntó cómo podía hacer para rechazar a sus dos compañeras de viaje sin que se ofendieran y sin tener que dejarlas a expensas del rufián. En ese momento, Michel carraspeó y tocó el hombro de Helma.

—Aquí no hay suficiente espacio para las cinco. Pero creo que puedo ayudaros. Mi hermano Bruno quiere instalar un burdel en un rincón de su casa. Así que podríais alojaros con él. Estando bajo mi protección, él os tratará bien y no os engañará. Además, tengo buenos amigos que seguirán con gusto mis consejos si les recomiendo un lugar donde puedan encontrar muchachas limpias y agradables. ¿Y bien? ¿Qué opináis?

—Tal vez puedas incluirte tú también en la lista de espera de sus clientes.

Ni siquiera la propia Marie supo por qué había reaccionado con tanta exasperación. Nina y Helma se miraron perplejas, pero Michel se echó a reír a carcajadas.

—Pero Marie, eso afectaría a tu reputación. Si toda la ciudad sabe que tú eres la única prostituta que frecuento.

El rostro de Marie se desfiguró de furia; Hiltrud, en cambio, se contuvo hasta que no aguantó más y estalló a reír a carcajadas. Nina y Helma también intentaron ocultar su risa, pero los hombros se les sacudían. La fidelidad que Michel guardaba hacia Marie, que lo trataba de forma tan arisca, era uno de los temas de conversación preferidos entre las prostitutas de Constanza.

Helma aspiró profundamente, alzó la vista hacia Michel y se puso a jugar con las hebillas de su peto.

—Tu propuesta no está nada mal, soldado. Si no tenemos una habitación para cada una, no podremos ganar suficiente dinero. ¿Tú respondes por tu hermano?

—Sí, creo que puedo hacerlo.

Michel recordó las épocas en las que Bruno le propinaba una bofetada cada vez que él lo contradecía. Pero esas épocas estaban muy lejos ya. Ahora su hermano corría solícito a atenderlo en cuanto éste pisaba la taberna Adler y le leía los deseos en su mirada.

—Yo diría que fuéramos a verlo inmediatamente. Y tú, Nina, no te preocupes porque pudiera rechazarte por tener el ojo morado. De este modo, mi hermano comprenderá de inmediato por qué te has ido del burdel de Rüdi. Si llega a ir tu rufián y pretende exigirte algo, él sabrá darle la respuesta correcta. Y si Rüdi insiste en presionaros, enviaré a mi gente a su burdel. Ellos se encargarán de que no le quede una sola habitación sana.

La risa de Michel atenuó un poco su amenaza. De todos modos, las dos jóvenes prostitutas se sintieron aliviadas, ya que sabían por experiencia propia cuan desagradable podía llegar a ser un rufián cuando perdía alguna de sus fuentes de ingresos. Se despidieron rápidamente de sus amigas y abandonaron la casa a toda prisa, como si temieran que aquella oportunidad se les escurriese entre los dedos.

—Gracias a Dios —suspiró Kordula—. Pensé que no se irían nunca. Hoy no he tenido ni un solo cliente.

—Yo tampoco —suspiró Hiltrud—. Además, Hedwig no ha podido salir más que unos pocos minutos de su escondite, a pesar de estar asándose allí durante horas. Ahora por fin podrá comer algo.

—Le diré que no hay moros en la costa.

Marie subió a su habitación, se subió a su baúl y corrió las dos tablas que franqueaban la entrada del estrecho escondite. Hedwig asomó la cabeza de inmediato, como si hubiese estado a punto de morir asfixiada. Tenía la cara roja como un tomate y estaba cubierta de sudor.

—No puedo más, Marie. Tengo que ir al retrete ahora mismo. Un segundo más y me lo habría hecho encima.

—Eso no habría estado bien. Helma tiene muy buen olfato.

Marie ayudó a su prima a salir del escondite y se apartó para que la muchacha pudiese ir corriendo a la planta baja. Por suerte, el retrete de la casa estaba en la parte de atrás, de modo que se podía ir sin ser visto por los vecinos. Unos segundos más tarde, los suspiros de alivio de Hedwig se oían incluso desde el piso de arriba.

—Parece que se salvó en el último momento —se burló Kordula. Le daba lástima Hedwig, aunque no ocultaba que su presencia le resultaba molesta. Quiso añadir algo más, pero en ese momento vio pasar a un hombre enfundado en el traje de un oficial de caballería bávaro y corrió a encararlo. Marie, que había bajado, le tiró a Hiltrud de la manga.

—Es posible que tengamos que huir de aquí muy pronto. Me han reconocido.

—¿Quién?

Hiltrud se llevó la mano al cuello, como si se hubiese quedado sin aire a causa del susto.

—Linhard, el antiguo secretario de mi padre. Me ha visto en la iglesia y me ha llamado por mi nombre. Si se lo cuenta a Ruppert o a Utz, estaremos en serio peligro.

Hiltrud le pidió que le relatara el encuentro con todo lujo de detalles.

—Debemos estar preparadas para poder huir en cualquier momento. Pero ¿qué harás con Hedwig? Si la traes con nosotras, ella también tendrá que trabajar como prostituta.

Marie no supo qué contestarle. Si llegaban a ejecutar a Mombert por el asesinato del joven Steinzell, Hedwig no tendría otra salida. Pero entretanto Marie conocía a su prima lo suficiente como para intuir que no soportaría por mucho tiempo la vida de una prostituta. Le faltaba la resistencia necesaria, y se libraría de su destino ahogándose en el lago antes de que terminara el verano.

—¿Dices que se ha hecho monje? —Hiltrud levantó la vista en un rapto de inspiración—. Entonces tal vez estés viendo un peligro donde no lo hay. Puede que Linhard te haya reconocido. Pero ¿estás tan segura de que te traicionará? Si entró en un convento, tal vez eso signifique que se ha arrepentido del crimen que ha cometido contigo y quiera expiar sus culpas por el resto de su vida.

Marie no lo había considerado desde ese punto de vista. Pero aunque las suposiciones de Hiltrud fueran ciertas, eso no significaba que estuvieran a salvo. Linhard podía guiar sin querer a Ruppert tras sus huellas. Tal vez el maestro lo tuviese bajo vigilancia y ya estuviese al tanto de aquel encuentro. Marie sabía que tenía tendencia a ver fantasmas donde no los había, pero tratándose del traidor de su antiguo prometido, prefería estar preparada para lo peor. Durante unos instantes, dudó entre quedarse o huir. Pero escapar presa del pánico no le serviría de nada. Si quería hacer morder el polvo a Ruppert, tenía que quedarse, aunque para ello tuviese que arriesgar su propia vida.

Marie se rió con amargura. Ruppert la había empujado hacia la prostitución. Pero al hacerlo le había abierto al mismo tiempo la posibilidad de hundirlo. Si la hubiese encerrado en un convento, ella jamás habría conocido ni al hermano Jodokus ni al conde de Württemberg.

Capítulo IV

Durante los días siguientes, Marie cambiaba de estado de ánimo más rápido que de cliente. Por momentos sentía miedo hasta de la sombra que proyectaban los que pasaban por delante de la casa, y se sentía tan indefensa como una mosca atrapada en una telaraña. En sus momentos de mayor optimismo, se decía que, por el momento, Ruppert y Utz no la habían reconocido, aunque entre tanto ella se había convertido en una presencia reconocida en la ciudad. Probablemente no se dieran cuenta de que la prostituta de Ziegelgraben era la misma muchachita hija de un burgués cuya vida habían destrozado cinco años antes. En esos momentos se regodeaba como antes en sus planes de venganza y se imaginaba haciendo su entrada triunfal, rescatando a su tío del calabozo con una mano y arrojando adentro con la otra a Ruppert y a sus secuaces. Pero esa confianza nunca se mantenía mucho tiempo.

Tenía que admitir que tenía miedo del futuro. No importaba cómo terminase todo, ya no había nadie que pudiese ayudarla a ella. Era como una escoria de la calle que podía ser pisoteada por cualquiera, y eso seguiría siendo así. Pero antes de acabar de forma tan miserable como la mayoría de las prostitutas, quería ver a los causantes de todas sus desgracias enterrados en el cementerio de animales.

De modo que, cuando volvió a ver a Württemberg, lo exhortó a que hiciese algo en contra de Konrad von Keilburg y su hermano. El conde Eberhard levantó las manos lamentándose.

—No sabes con qué gusto lo haría, mi pequeña, pero en este momento tengo las manos atadas. El Emperador está tan ocupado con sus propios planes que incluso tomaría a mal que yo reuniese mis tropas y comenzara con los preparativos para desafiar a Keilburg. Ve rebeliones y traiciones por doquier, y enseguida está dispuesto a condenar. Ahora que Juan XXIII fue borrado de la lista de los papas por indigno y bajó a la mera categoría de cardenal, rebautizándose Baltasar Cossa, lo único que quiere el Emperador es derrocar al siguiente representante de Dios en la Tierra.

Eberhard von Württemberg se rió, y Marie se preguntó si estaría riéndose de los Papas que se peleaban entre sí o del Emperador.

La política de los poderosos la tenía sin cuidado siempre y cuando ella misma no corriera el riesgo de quedar atrapada entre las piedras de sus molinos. Pero se metió en ese tema de conversación con la esperanza de poder convencer a Württemberg después de todo.

—¿Qué es lo que está planeando ahora el Emperador?

—Ahora quiere deponer al papa Gregorio. El licenciado Jan Hus también le resulta muy molesto, ya que sus revolucionarios sermones suponen una amenaza para su corona. Segismundo también es rey de Bohemia, y dicen que el licenciado Hus está llamando a desobedecer a la Santa Iglesia y a su protector, el Emperador y rey.

Nuevamente, era difícil saber si Eberhard von Württemberg compartía o no la opinión del Emperador.

Marie frunció el entrecejo y contempló al conde meneando la cabeza.

—Por lo que he podido oír, el licenciado Hus no predica nada que vaya en contra de Dios ni del orden por Él establecido. El hecho de que condene la inmoralidad de los prelados y la opulencia en la que viven los abades y obispos es algo con lo que cualquier cristiano verdadero debería coincidir. Al fin y al cabo, esos señores fueron nombrados pastores de la cristiandad, no sus cancerberos.

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