La ramera errante (32 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—¿Y qué pasó con Linhard Merk, el escribiente? —Marie escupió el nombre como si algo asqueroso se le hubiese metido entre los dientes.

—Linhard ingresó en el monasterio escocés de Constanza unos meses después de tu destierro. Ahora es el hermano Josephus.

Marie soltó una amarga carcajada.

—Un asesino y violador de mujeres con el hábito de un monje. Y pensar que los burgueses depositan su confianza en semejante hombre, creyendo que con su ayuda entrarán más fácilmente en el Reino de los Cielos. ¿Y qué hay de sus dos cómplices?

Giso se frotó la nariz y se quedó pensando un instante.

—Hunold sigue perteneciendo a la guardia de la ciudad y Utz viaja por el mundo como cochero y líder de caravanas comerciales, y goza de la confianza de los mercaderes de Constanza.

—De modo que la barbarie que cometieron no les aportó ningún beneficio. Yo esperaba que Ruppert al menos recompensara generosamente a Utz. ¿Y la viuda Euphemia?

—Ella fue la que menos provecho sacó por haberte traicionado, ya que tres meses después de tu juicio la encontraron muerta en su cama. Lo más extraño del caso es que era una mujer muy sana y poco antes había andado pavoneándose diciendo que pronto sería muy rica.

—Tal vez intentó extorsionar a Ruppert y entonces él o alguno de sus secuaces la mató.

Marie no se quedó conforme con su castigo. Solo le cabía confiar en que Euphemia hubiese recibido su justo castigo y que realmente tuviera que soportar las torturas infernales con que la iglesia amenazaba a quienes cometían perjurio.

Marie le preguntó a Giso por sus parientes, pero lo único que él pudo informarle fue de que maese Mombert y su familia estaban de duelo: si bien habían tenido el hijo varón que tanto anhelaban, el niño había muerto poco después. Marie intentó recordar a Hedwig, la hija de Mombert, pero no lo consiguió. Mientras Giso seguía contándole más detalles del viaje y le preguntaba a su vez por Hiltrud, Marie recordó a Michel, el hijo del posadero. Iba a preguntarle por él, pero como no le había mencionado su nombre a Giso, finalmente desistió de hacerlo. En su lugar, le agradeció la información y prometió anunciarle a Hiltrud su llegada.

Capítulo VIII

Fue como si la llegada de Giso hubiese desencadenado una serie de acontecimientos que mantuvieron en vilo a los habitantes del castillo. El sol seguía estando en el cénit cuando el vigía de la torre anunció que se acercaba un jinete que forzaba a su caballo a galopar a toda velocidad, a pesar de que los caminos estaban cubiertos de nieve. El animal resbaló varias veces al llegar a la ladera congelada. Sin embargo, el jinete no pensaba apearse y seguir a pie, sino que lo espoleaba y le pegaba con el látigo para que el caballo volviera a incorporarse.

Giso mandó abrir el portal y salió al encuentro del hombre para cantarle las cuarenta por la forma en que maltrataba al animal. Pero no llegó a hacerlo, ya que el jinete se cayó de la montura, de modo que solo atinó a atajarlo. De los párpados le colgaban cristales de hielo y temblaba tanto que apenas podía hablar.

—Tengo que hablar con el caballero Dietmar. Es muy importante.

—¡Pero si es Philipp von Steinzell! —exclamó uno de los guardianes del portal, azorado.

Solo entonces Giso reconoció al hidalgo y se preguntó qué otra desgracia vendría a anunciar. Tomó al huésped inesperado por las axilas y lo cargó hasta la torre del homenaje. Por el camino recordó al caballo. Se giró y vio al animal completamente agotado, con las patas llenas de rasguños y los flancos sangrando, temblando bajo el arco de la puerta.

—Llevad al rocín al establo y llamad al pastor de cabras. Que le prepare compresas de hierbas para curarlo.

Giso cargó al joven Steinzell a pesar de su peso ya considerable hasta el salón y le dio a beber el vino caliente que apenas unas horas antes le había devuelto el alma al cuerpo a él mismo. Cuando el caballero Dietmar irrumpió en el salón, ya se había enterado de la mala noticia.

—¡Rumold von Bürggen nos ha traicionado! —exclamó el joven al ver al señor del castillo—. Se ha aliado con Keilburg, y a cambio recibió la región de Steinwald y el castillo de Felde incluyendo parte de las tierras que lo circundan.

Dietmar se quedó inmóvil, como si un rayo hubiese caído a sus pies, y luego enrojeció de furia.

—¿Qué dices? ¡Eso sería traición! No, no creo que haya hecho eso.

Philipp von Steinzell asintió sombrío.

—Lamentablemente, es la verdad. Mi padre me envió de inmediato y me pidió que os diga que ahora nuestra única salida es hacer lo que él siempre propuso. Tenemos que ofrecernos de inmediato como vasallos ante el duque Federico y rendirle pleitesía. Como el duque firmó un acuerdo con Keilburg, el conde Konrad ya no podrá hacer nada contra nosotros.

Mientras el caballero Dietmar seguía tratando de tomar aire, ya que evidentemente necesitaba tiempo para procesar lo que acababa de escuchar, la señora Mechthild interrogó al joven Steinzell. Su informe no dejaba lugar a dudas. La unión entre los cuatro señores había fracasado antes de llegar a tener algún efecto. A partir de ahora, Rumold von Bürggen también debía ser considerado un enemigo más de Arnstein. Philipp insistió en que su padre se uniría al duque Federico de Tirol, e instó al caballero Dietmar a hacer lo propio.

Marie, que ya no necesitaba ocultarse arriba, en el descanso de las escaleras, sino que podía permanecer en el salón como un miembro más de la familia, notó que Arnstein se retorcía de impotencia en su interior. La traición de Bürggen parecía sellar su final, ya que su territorio se metía como una cuña entre él y los otros dos vecinos que aún seguían siendo sus aliados. Ahora, por lo menos tres cuartas partes de sus dominios quedarían rodeadas por su enemigo, Keilburg.

Cuando el hidalgo Steinzell hubo terminado de hablar, el caballero Dietmar gritó su furia con tal fuerza que las paredes devolvieron el eco de su voz.

—De haber sabido la clase de traidor que era Rumold, yo mismo habría aceptado la oferta del conde Konrad. Así no habríamos salido tan mal parados.

La señora Mechthild meneó la cabeza y dijo algo como "no hay que confiar". Al mismo tiempo, su cara se desfiguró de dolor. Se tomó el vientre con ambas manos y gimió jadeante.

—¡Me duele tanto! —susurró entre lágrimas. Al instante, su grito resonó en todo el salón, haciendo pasar todo lo demás a un segundo plano.

Guda apareció de inmediato y condujo a la señora escaleras arriba, al aposento de las damas.

—El niño está llegando. ¡Orad a Dios para que todo salga bien! —le dijo al señor del castillo, al tiempo que impartía una serie de órdenes al resto de los sirvientes.

El salón se vació con tal rapidez que Marie se quedó a solas con el joven Steinzell. Ya estaba pensando en ofrecerle a Guda su ayuda cuando el hidalgo Philipp le extendió la jarra.

—Sírveme más, mujer. Necesito otro trago de vuestro vino caliente.

Marie fue a la cocina, sumergió otra jarra en la olla que estaba junto al fuego para conservar el calor y regresó de inmediato para llenarle la copa al hidalgo. Pero sus pensamientos estaban con la parturienta, y por eso no notó el rostro ardiente del muchacho que, sin prestar atención al vino humeante, tomó a Marie, la atrajo hacia sí y le empujó la pierna derecha entre los muslos.

—Tú eres la ramera buscada para Arnstein por su mujer. No creo que él te necesite ahora. En cambio yo sigo helado después de la cabalgata. Deberías calentarme un poco.

—No creo que tenga ganas de hacerlo.

Marie intentó zafarse, pero nada podía contra la fuerza del hombre. Philipp von Steinzell se rió y la estrechó contra su cuerpo.

—Ya me habías llamado la atención durante mi última estancia en Arnstein. Aunque en aquel momento no pude acercarme a ti porque la señora Mechthild mandó a su gente vigilarme constantemente. Pero ahora está ocupada en otra cosa y ya no puede privarme de ti. Así que si te me resistes, te tomaré por la fuerza.

Marie se dio cuenta de que lo decía en serio e intentó pedir ayuda, pero en ese momento él le tapó la boca con su mano enguantada. A pesar de su resistencia, la arrastró como a un saco de harapos hacia un pasillo al otro lado del salón y la empujó dentro de la habitación destinada al equipaje de los invitados. En el cuarto había un par de baúles lo suficientemente grandes como para hacer las veces de lecho amoroso improvisado, y el lugar estaba lo suficientemente apartado tras sus gruesos muros como para que nadie pudiese oírla gritar. En ese momento, Marie comprendió por qué una de las criadas más jóvenes evitaba obstinadamente pasar al lado del hijo del caballero Degenhard durante su visita anterior. Desesperada, pensó en lo que Hiltrud le había enseñado y se propuso relajarse para no salir demasiado lastimada.

En ese momento giró la llave en la cerradura y la puerta se abrió.

—Quién diablos… —maldijo el hidalgo mientras se incorporaba. En ese momento, vio a Jodokus enfrente de él. El monje no pareció prestarle ningún interés a la situación, ya que su voz sonaba absolutamente indiferente.

—Marie, la señora desea verte.

—Maldito encapuchado, ¿no ves que estamos ocupados? ¡Largo de aquí!

Philipp dejó escapar otro insulto obsceno y se acostó sobre Marie. Pero Jodokus lo apartó de ella de inmediato. Para ser tan delgado, el monje realmente tenía una fuerza extraordinaria.

—Estáis actuando de forma irrespetuosa, señor Philipp. No es correcto que un invitado haga uso de lo que es propiedad del señor.

—¡Déjame en paz, cuervo! A esta mujer ya se la han follado tantos que uno más no hará la diferencia.

Pero el monje no dio un paso atrás.

—La señora desea que Marie le haga compañía al señor. Y es imposible que lo haga si tiene el semen de otro hombre entre los muslos.

Su tono dejaba bien claro que denunciaría a Philipp ante su señor si él no soltaba a Marie.

Se notaba que Philipp von Steinzell habría querido moler a palos al monje. Pero había ido hasta allí para convencer a Dietmar von Arnstein de que también se convirtiese en vasallo de Federico de Habsburgo. Si le rompía la nuca a ese monje cargante, tendría que regresar sin haber cumplido con su misión, exponiéndose de este modo a la ira de su padre. Por eso soltó a Marie con desgana.

—Nosotros dos no hemos terminado. Cuando el caballero Dietmar se haya hartado de estar contigo, le pediré que te entregue a mí.

—Me temo que se le secará la boca de tanto esperar. Yo no soy esclava de nadie, ni del caballero Dietmar ni de vos.

Marie se acomodó el vestido y corrió hacia la puerta pasando junto al caballero. Jodokus la siguió y la retuvo del brazo.

—Espero que no te olvides de que te salvé de ese loco —le susurró al oído con voz ronca.

Marie asintió en silencio. Jodokus pertenecía a una clase de hombres especialmente obstinados. Esperaría pacientemente hasta que la señora Mechthild la liberara de sus servicios y entonces reclamaría su recompensa. De todos modos, debía estarle agradecida, ya que para ella era más fácil entregarse a un hombre a la manera de una prostituta que ser tomada por la fuerza. Por eso le obsequió una sonrisa de agradecimiento.

—¿Realmente me mandó llamar la señora?

—Sí, debes calmar a su esposo para que no se ponga en el camino de las criadas.

La voz de Jodokus dejaba traslucir unos celos que hicieron estremecer a Marie, y por primera vez deseó con ansiedad que llegara el día en que pudiera abandonar el castillo de Arnstein. Pero por el momento se alegraba de poder dirigirse a los aposentos de la señora. Por eso no alcanzó a ver cómo el monje se quedaba esperando con expresión maliciosa al hidalgo Philipp, que salió poco después de la habitación y miró a su alrededor en busca de una criada con la cual poder saciar su lujuria. Pero al único que encontró fue al hermano Jodokus.

—El cielo ya se ha despejado y será una noche de luna clara. Si os apresuráis, llegaréis a vuestro hogar esta misma noche. No podéis permanecer aquí, en el castillo Arnstein, ya que los sirvientes no tienen tiempo para ocuparse de las visitas. Enviadle a vuestro padre mis más cordiales saludos y decidle que trataré de persuadir al caballero Dietmar para que se una al duque Federico.

Philipp declinó la propuesta indignado.

—Debo esperar aquí hasta que tu señor acepte formar una alianza con el duque Federico.

El monje sonrió con suavidad.

—Mientras su esposa continúe con los dolores de parto, el señor Dietmar no pensará en otra cosa que no sea en ella y en el niño. En qué momento volverá a estar dispuesto a hablar con vos dependerá de cómo resulte el parto. ¿Acaso queréis dejar a vuestro padre con la incertidumbre durante días?

De hecho, Philipp no quería eso, y como allí no encontraría tan rápidamente una criada que pudiera satisfacer sus urgencias, asintió a regañadientes. El monje lo ayudó a ponerse el abrigo, le extendió solícitamente los guantes y mandó a llamar a un peón del establo para que le ensillara al hidalgo un caballo descansado. Acompañó a Philipp hasta el portón exterior y se quedó mirándolo hasta que se lo tragó la noche. Luego volvió al salón.

Al llegar al pie de la escalera, Jodokus se detuvo por un instante y se quedó escuchando los ruidos que provenían del aposento de las damas, donde se encontraba la señora. Toda la atención estaba concentrada allí arriba, con la señora Mechthild. Seguramente el señor tampoco podía pensar en otra cosa que no fuese en ella. El monje estaba seguro de que en ese momento el caballero Dietmar no estaría dispuesto a sucumbir a sus encantos, y se imaginó cómo sería poseer a la joven prostituta. Por las noches soñaba con Marie y durante el día se moría de deseo. Si aún seguía en el castillo era solo por ella. Ya tendría que haber cumplido con su misión y desaparecido sigilosamente de allí hacía mucho tiempo.

Jodokus no podía perder más tiempo. Si quería tener éxito, debía actuar en las próximas horas. Era difícil que volviese a presentarse una segunda oportunidad. Pero si desaparecía esa misma noche, corría el riesgo de no volver a ver a Marie nunca más. Esa idea estuvo a punto de hacerle abandonar todos sus planes. Pero entonces se dio una palmada en la frente. Si no actuaba en ese momento, su sueño de hacerse rico se habría desvanecido para siempre. Sabía lo suficiente acerca de la joven prostituta como para poder volver a hallarla. Y si ahora todo salía bien, llegaría el día en que ella le pertenecería solamente a él.

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