La ramera errante (31 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—¿Qué ocurre con el licenciado Ruppertus?

Marie soltó un gemido al sentir que la mano de la señora del castillo se le hundía dolorosamente en el hombro.

—¡Era mi prometido! Me quitó todo lo que tenía y me transformó en lo que veis.

La señora aflojó un poco la mano. El rostro de Mechthild traslucía duda, pero también interés.

—Me informarás de todo lo que sabes sobre él. ¡Ven conmigo!

Mechthild condujo a Marie a una habitación que en realidad consistía únicamente en un saledizo desde el cual podían abarcarse el patio del castillo y parte de la albacara interna. Además del banco de piedra, que se extendía debajo de las tres ventanas y que estaba bien acolchado con almohadones y mantas, había un hermoso armario, una mesa de coser adornada con incrustaciones a juego, y otro banquito para los pies igualmente acolchado. El suelo estaba cubierto por pieles de oveja que, junto con las viejas cortinas de lana, le conferían a aquella habitación diminuta la atmósfera de una cueva. La señora del castillo solía recluirse allí cuando quería estar sola.

Mechthild ordenó a Marie que se sentara en el banco de la izquierda. Luego extrajo dos vasos del armario, vertió en ellos vino que había en una jarra de cerámica, listo para servir, y se sentó de modo tal que su rostro quedó en las sombras, mientras que el sol del invierno, que ya comenzaba lentamente a esconderse, alumbraba a Marie.

—Ahora dime todo lo que sabes, ramera. Pero te lo advierto, si tengo la impresión de que estás mintiéndome, no tendré compasión contigo.

Marie clavó la vista en sus manos e intentó tragar el nudo que se le había formado en la garganta. No se debía a la amenaza de la señora, sino más bien al recuerdo que la había asaltado lo que la hacía balbucear. Pero cuando Mechthild se quedó escuchándola en calma, sin interrumpirla, tomó confianza y soltó a borbotones, como si fuera una catarata, todo lo que había vivido y de lo que se había enterado. No se guardó nada, ni siquiera los planes de asesinato que albergaba.

Cuando iba a entrar en los detalles de su peregrinaje, la señora del castillo levantó la mano y volvió a tocar el tema de Ruppert. Le hizo repetir a Marie todo lo que tenía que ver con él. Finalmente se puso de pie y se sostuvo la espalda, como si estuviese tratando de evitar que se le quebrase por el peso del niño y de la responsabilidad.

—Si es cierto lo que has dicho, entonces nuestro enemigo es mucho más peligroso de lo que suponíamos hasta ahora.

—Juro por todos los santos que he dicho la verdad —dijo Marie con la mayor tranquilidad de la que fue capaz en el estado de conmoción interna en el que se encontraba.

—Más te vale. Enviaré a Constanza a un hombre de mi más absoluta confianza para que averigüe más. Hasta su regreso, deberás permanecer en el castillo.

La señora Mechthild se puso de pie y abrió la puerta, pero luego volvió a cerrarla y apoyó sus manos sobre los hombros de Marie.

—Si lo que has contado se corresponde con la verdad, lo que el licenciado Ruppertus ha hecho contigo es más que vergonzoso.

Marie volvió a verse con Utz y con los otros dos hombres en la torre y volvió a estallar en sollozos.

—No fue el único.

—¡Ahora, contrólate, muchacha!

La señora Mechthild no dio tiempo a Marie para regodearse en su desgracia, sino que la envió a su habitación y le ordenó prepararse para su esposo. Cuando Dietmar regresó de su paseo, seguía estando enojado y con pocas ganas de acostarse con una mujer, pero nada podía hacer contra la voluntad de su esposa.

Capítulo VII

Mechthild von Arnstein tomó tan en serio el informe de Marie que envió a la ciudad de Constanza a su hombre de mayor confianza, el alcaide del castillo en persona. Durante algunas semanas, ése fue el único acontecimiento que alteró un poco la normalidad cotidiana. Las fuertes nevadas habían terminado, pero ahora el territorio estaba siendo asolado por heladas y escarchas, y unas intensas ráfagas de viento azotaban las sierras. A pesar del frío, Marie se paseaba cada día por los adarves y subía a las torres para ver si regresaba Giso. Sentía un gran alivio de que la señora no la tratase como a una prisionera y la dejara vagar libremente por todos los rincones del castillo, ya que de otro modo no habría podido soportar la tensión en su interior.

Hiltrud intentaba distraerla un poco, y la llevó a los establos de cabras. Thomas le presentó cada una de las cabras por su nombre, como si se tratase de sus hijas, e intentó alegrarla con toda clase de historias divertidas. Durante un par de días, Marie fue de buena gana a los establos, pero pronto comenzó a sentirse una intrusa que interfería en la felicidad de su amiga. Comprendió que entre esos dos seres tan distintos se había creado un lazo que iba mucho más allá de una amistad corriente. Pero cuando le aconsejó a Hiltrud que le pidiese permiso a la señora Mechthild para permanecer en el castillo de Arnstein, su compañera meneó la cabeza con vehemencia.

—No, no funcionaría aunque nos llevemos tan bien. Thomas es un siervo de la gleba, alguien que no puede dar un solo paso sin el permiso de su señor, y a mí siempre me harían sentir una prostituta despreciable. Disfrutamos el momento y guardaremos un grato recuerdo del tiempo que pasamos juntos. Las personas como nosotros no pueden aspirar a otra cosa.

—Es una pena. Tu Thomas es un buen hombre, y sería un compañero excelente para ti.

Al advertir las lágrimas en los ojos de Hiltrud, Marie se dio cuenta de cuánto le dolía a su amiga hablar de sus sentimientos hacia aquel hombre, y se propuso no volver a tocar el tema. Pero tras esa conversación, Marie no volvió a ir tan a menudo a ver las cabras. Mientras Marie pasaba la mayor parte del tiempo en las murallas del castillo o en la sala de coser, la señora estaba cada vez más ocupada con su embarazo. Mechthild von Arnstein luchaba enérgicamente contra su debilidad, y ni siquiera su esposo preocupado logró disuadirla de seguir controlando que todo estuviese en orden.

Antes de la Navidad comenzó a nevar copiosamente otra vez, y durante un tiempo pareció que el castillo había quedado completamente apartado del mundo exterior. En medio de una terrible tormenta de nieve, Giso regresó por fin de su viaje. A pesar de su avanzado estado, la señora Mechthild salió corriendo al patio del castillo a recibirlo. Marie fue tras su señora llevando un vaso de vino aromático caliente y se alegró de que la dama estuviese tan ansiosa como ella de escuchar el informe de Giso.

El alcaide del castillo recibió el vino que Marie le ofrecía y se lo bebió de un tirón, casi sin mirarlo. Luego se sacudió la nieve del abrigo, se lo arrojó a uno de los criados en el salón y se frotó las manos ateridas.

—Este no es clima para viajar, señora. Pero creo que valió la pena. Tuve que aguardar a que me llegaran un par de noticias importantes más en Constanza; si no, habría estado aquí antes de las nevadas y no tendría que haberla dejado tanto tiempo esperando llena de incertidumbre.

La señora Mechthild lo miró extrañada.

—¿Acaso fue tan difícil averiguar algo sobre Marie?

Giso hizo un gesto negativo con la mano.

—De ninguna manera. A los tres días de llegar, ya sabía todo lo que era posible averiguar. Pero, mi señora, existen otras novedades que a vos y a vuestro esposo os interesarán mucho más que el destino de esta mujer. El Emperador Segismundo irá a Constanza y permanecerá allí durante tres o cuatro meses. Eso os dará tiempo suficiente para viajar hacia allá y llevar ante él el litigio por el testamento del caballero Otmar.

—Es la mejor noticia que he recibido en mucho tiempo.

La señora Mechthild suspiró y unió sus manos un instante para elevar una plegaria. Si bien el Emperador pasaba la mayor parte del tiempo en Praga, solía viajar a menudo por sus tierras en el resto del Imperio. Para poder presentarle su caso, el caballero Dietmar tendría que haber partido en su búsqueda, llevándose una importante comitiva para que lo protegiera. Pero eso habría dejado el castillo demasiado desprotegido para la cantidad de hombres belicosos que lo rondaban y le habría dado a Keilburg la oportunidad de tomar el castillo de Arnstein en un ataque sorpresa.

Giso intuía lo que su señora estaba pensando. Por eso aguardó a que recuperase la compostura y asintió con la cabeza, infundiéndole ánimos.

—El Emperador quiere celebrar un concilio en Constanza que barrerá la cristiandad como un huracán y la limpiará de toda la escoria, comenzando por los tres Papas indignos.

—¿Un concilio? ¿Y en Constanza, has dicho?

La noticia sorprendió tanto a la señora Mechthild que la hizo olvidarse por completo de los motivos por los cuales había enviado a Giso a esa ciudad. Le preguntó al alcaide de su castillo algunos detalles más sobre lo que había averiguado y luego se puso a deambular por la sala para meditar sobre lo que había escuchado. Entonces Marie, que ya no podía dominar su impaciencia, se atrevió a dirigirse a Giso.

—¿Pudiste averiguar algo acerca de mi padre?

El rostro del hombre se tornó sombrío.

—Tu destino ha causado mucho revuelo en Constanza. Todas las personas que consulté supieron decirme algo. Posteriormente, a mucha gente le causó gran indignación la forma en que se procedió contigo. Algunos consejeros protestaron ante el gobernador imperial contra tu condena tan apresurada ante el tribunal de los dominicos, ya que tu padre poseía plenos derechos de burguesía, por lo cual el veredicto tendría que haber sido confirmado por el Consejo de la ciudad. Pero de forma oficial ya no se hizo nada más porque tu padre desapareció el mismo día de tu destierro. Me dijeron que había partido en tu búsqueda para llevarte a un convento que estuviese fuera de la esfera de poder del obispo de Constanza. Pero también hubo quienes insistieron en afirmar que había partido hacia Tierra Santa para orar por el perdón de tus pecados. Y finalmente, un esquilador de ovejas borracho de nombre Anselm me contó a cambio de dos vasos de vino una historia que considero la más probable. Él asegura que, un par de días después de tu destierro, ayudó al sepulturero a enterrar un cadáver en el cementerio de los pobres. El muerto estaba apenas cubierto por una sábana, y cuando lo arrojaron a la fosa, la tela se le cayó, de modo que el esquilador pudo reconocer al muerto. Anselm me juró por todos los santos que se trataba de Matthis Schärer, tu padre.

La noticia no tomó por sorpresa a Marie. La muchacha bajó la cabeza, y esperó a que llegaran las lágrimas, pero sus ojos permanecieron secos. Continuó escuchando casi con indiferencia mientras Giso le contaba a su señora, que había vuelto a acercarse curiosa, la inusual velocidad con que habían enjuiciado a Marie y habían ejecutado la condena. También oyó que Ruppert había reclamado la totalidad de los bienes de su padre y que se los habían otorgado. El licenciado también le había ganado unos juicios a su tío Mombert, que se había resistido a la desvergonzada apropiación del patrimonio de Schärer.

—Creo que todo ha sido una obra siniestra de ese canalla bastardo de Keilburg —afirmó Giso cerrando su exposición. Lo dijo con tanta rabia que parecía querer ahorcar al licenciado con sus propias manos.

La señora Mechthild le acarició la cabeza a Marie.

—Debo darte las gracias, niña, ya que ahora sé que estamos tratando con un ser de la peor calaña, y además tengo la certeza de que muy pronto podremos llevar nuestro caso ante el Emperador. Pero quiero expresarte también mis sentidas condolencias por la muerte de tu padre. Su muerte también debe ser obra de ese abogado del diablo, aunque él no lo haya matado con sus propias manos.

Marie le agradeció sus palabras con algunas frases amables, pero sus pensamientos estaban en el día en el que había oído las palabras y visto la cara de Utz, tres años atrás. Ese día había comprendido que jamás volvería a ver a su padre. Pero ahora podía reconciliarse con él y pedirle perdón en silencio por haberlo creído capaz de abandonarla. De todos modos, no había forma de que sintiera tristeza. Lo único que sentía era un odio asesino hacia todos los que habían llevado a su padre a la muerte y a ella a la miseria.

—Ahora Ruppert vive en la casa de mi padre y finge ser un noble señor —dijo con amargura.

Giso asintió compasivo.

—Lamentablemente es así. Se ha convertido en un ciudadano respetable de Constanza y el nuevo obispo lo tiene en alta estima.

—Parece que incluso está desempeñando un importante papel en la preparación del concilio.

La señora Mechthild echó la cabeza hacia atrás.

—Entonces tal vez las condiciones no sean tan favorables para nosotros como yo esperaba. Si goza de tanto apoyo, podría inducir al Emperador a reconocer el testamento que le presente el conde de Keilburg. Quisiera poder hablar con el tío de mi esposo. En realidad, el caballero Otmar quería ingresar en el monasterio de Santa Otilia, pero jamás apareció por allí.

Giso mostró los dientes.

—Tal vez el conde Konrad lo haya mandado matar.

La señora Mechthild se santiguó.

—Que Dios no lo permita. Temo que haya sido un error disuadir a mi esposo de formar una alianza con Keilburg.

Giso hizo un gesto de profundo rechazo.

—Si el conde Keilburg se sirve de un canalla sin escrúpulos como el licenciado Ruppertus, querer aliarse con él sería un pecado a los ojos de Dios.

—Solo espero que mi esposo también lo vea de ese modo —respondió con cierta angustia la señora Mechthild.

Marie se atrevió a tomar la mano de la señora del castillo y se alegró de que ésta no la retirara.

—El señor os ama muchísimo y jamás dirá algo malo en contra de vos, mucho menos ahora que la hora de vuestro alumbramiento está tan cerca.

—Ahora sí que espero realmente que sea un varón. Si no, mi esposo sufrirá una profunda desilusión.

La señora Mechthild suspiró y les pidió a Giso y a Marie que la excusaran.

Cuando abandonó la sala, deprimida e inusualmente derrotada, Marie se quedó contemplándola con honda preocuparon hasta que la puerta se cerró detrás de ella. Luego volvió a dirigirse hacia Giso, que acababa de vaciar su tercera copa de vino caliente.

—¿Pudiste averiguar algo sobre los otros tres que te nombré? Por ejemplo, ¿qué fue de Wina, nuestra ama de llaves, y de Elsa y Anne, nuestras dos criadas?

—Ahora la vieja Wina trabaja para tu pariente, Mombert. Las criadas también se buscaron un nuevo empleo, una en Constanza y la otra en Meersburg. En casa de Ruppert ya no queda ningún sirviente de la época de tu padre.

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