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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (35 page)

BOOK: La ramera errante
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Tras el breve estallido de furia del señor del castillo, se produjo un silencio profundo en el salón. La gente se miraba, y en sus caras se reflejaba el miedo ante un enemigo cuyo poder era suficientemente grande como para destruir contratos guardados tras gruesas murallas en cofres cerrados con varias llaves. Algunos se persignaron.

El conde de Württemberg sintió que había que hacer algo para ahuyentar el pánico de los presentes ante el poder aparentemente ilimitado de Konrad von Keilburg. Bebió un sorbo de vino y apoyó la mano sobre el hombro de su anfitrión.

—¿No nos habéis invitado a un bautismo, caballero Dietmar?

El aludido asintió, confundido.

—Sí, pero…

—¡Nada de peros! —exclamó Württemberg con voz estruendosa—. No permitiremos que el conde Konrad nos arruine la fiesta. Señora Mechthild, traed a mi ahijado y un poco de agua bendita. No, qué digo… agua bendita, no. Esa agua ha sido manchada por el monje traidor. Pronunciad la bendición sobre el agua y el niño vos mismo, abad Adalwig. Seguro que eso le agradará a Dios.

—¿Ahora? ¿Aquí, en el salón? —preguntó el abad, desconcertado.

—¿Y por qué no? —respondió el conde—. A la mayoría de los niños no se los bautiza en la iglesia, sino en la casa. Además, aquí hace un calor agradable, mientras que en la capilla del castillo el niño se moriría de frío.

El abad intercambió una mirada desconcertada con el caballero y su esposa. La señora Mechthild hizo un gesto de aprobación y envió a Guda a que trajera al niño. Había comprendido que Württemberg quería expulsar la sombra amenazante de Keilburg con el santo sacramento del bautismo, y le estaba tan agradecida por ello que se propuso ordenar tres misas en su honor en Santa Otilia para pedir por su salud y la paz de su alma.

Cuando Guda trajo al niño, ya estaba todo preparado para realizar el bautismo. Giso y algunos de sus hombres habían traído de la capilla no solamente el crucifijo con adornos de oro sino también la pila bautismal, que habían tenido que cargar entre seis de los hombres más fuertes.

Eberhard von Württemberg salió al encuentro del ama de llaves y cargó al niño en sus brazos.

—¡Un muchachito espléndido! —opinó sonriendo, y observó satisfecho cómo las mejillas de la señora Mechthild ardían de alegría.

—Pronunciad vuestras oraciones, excelentísimo abad —exhortó a Adalwig, que aún no terminaba de entender qué clase de viento estaba barriendo en ese lugar. Pero finalmente, el anciano se puso de pie y se acercó a la pila bautismal. Si bien tuvo que hacer un par de pausas para recordar las oraciones, pronunció la bendición bautismal sin cometer un solo error, y finalmente hizo la señal de la cruz sobre el niño pronunciando un aliviado "amén".

"Amén", respondieron las voces de todos los presentes, que retumbaron en el salón.

La mayoría de los invitados pensó que se reanudaría el banquete, pero entonces Württemberg levantó la mano para volver a atraer la atención de todos.

—Ya que se me ha concedido el honor de ser el padrino de este niño, procederé a entregarle mi regalo —exclamó con una voz que resonó en todo el salón—. He decidido legar a mi ahijado Grimald mis dominios en Thalfingen, a orillas del Neckar, para fortalecer el vínculo entre su linaje y el mío.

El conde giró sobre sí mismo con el niño en brazos para ver la impresión que su anuncio había causado entre los presentes, y luego sonrió para sus adentros satisfecho.

El caballero Dietmar se quedó mirándolo con la boca abierta y los ojos brillantes. Daba igual si con esa propiedad su hijo se convertía en vasallo de Württemberg, ya que esa unión resguardaría a Arnstein de cualquier otra clase de invasión por parte de Keilburg. El conde Konrad lo pensaría dos veces antes de presionar a un aliado y vasallo del conde de Württemberg. La señora Mechthild también parecía una niña a la que acababan de regalar la muñeca más hermosa del mundo. El abad Adalwig comprendió con alegría que, a partir de entonces, el noble invitado posaría su mano protectora sobre su amigo, y elevó una plegaria al cielo en agradecimiento. Hartmut von Treilingburg soltó el aire que había contenido tanto tiempo y alzó su copa para brindar en honor del conde y de su ahijado. La alianza con Württemberg le daría a él también la protección que con tanta urgencia necesitaba.

Marie sintió que con la visita de Eberhard von Württemberg soplarían nuevos vientos en el castillo de Arnstein. El conde no parecía estar dispuesto a rehuir un desafío con Keilburg. De modo que ella también renovó sus esperanzas de poder darle su merecido castigo al licenciado Ruppertus. Por un momento consideró la posibilidad de contarle todo a Württemberg y pedirle protección y ayuda. Pero como el acto de injusticia que había sufrido no había tenido lugar dentro de su área de poder, finalmente desechó la idea.

El conde de Württemberg no ejercía ninguna clase de influencia en Constanza y por eso no había nada que pudiera hacer por ella. Tampoco era probable que un noble se interesara por los asuntos de una prostituta y diera crédito a su palabra.

El conde de Württemberg permaneció en el castillo de Arnstein durante dos semanas, y no pocos afirmaron que lo único que lo había retenido allí durante tanto tiempo era la mujer extraordinariamente bella que le había endulzado sus noches. Cuando abandonó el castillo, introdujo a Marie a modo de despedida varias monedas de oro con el ciervo saltando, el símbolo de Württemberg, y luego la besó a la vista de todos. Después salió cabalgando, dejando a sus anfitriones aliviados y satisfechos.

Cuarta parte - Un viaje peligroso
Capítulo I

—¿Seguro que no quieres pensártelo mejor, Marie?

La voz de la señora Mechthild sonaba disgustada. Marie se mordió los labios y negó con la cabeza.

—Solo intento ayudarte, muchacha —continuó la señora Mechthild—. Casarte con uno de nuestros campesinos te convertiría en una mujer honrada. Y te digo más: como tú naciste libre, estoy dispuesta a asegurarte de forma documentada y sellada que tus hijos tampoco sean siervos de la gleba. Ya hablé de ello con mi esposo. Él está dispuesto a legaros a ti y a tus herederos una granja en los dominios de Thalfingen.

Marie sintió que el corazón le latía con fuerza y algo en su interior le decía que debía aceptar ese generoso regalo. La perspectiva de ser una campesina libre con una granja propia era lo que siempre soñaban en Constanza Anne y Elsa, las dos criadas de su padre. No era una vida fácil, ya que la mujer de un campesino tenía que trabajar tan duro como su marido, y Marie era consciente de que tendría que aprender ahora la mayor parte de aquello que a una chica de campo le enseñaban apenas aprendía a caminar. Pero con la ayuda de un marido cariñoso lo lograría.

El problema era que, si aceptaba, quedaría atada por el resto de su vida a una porción de tierra que, a lo sumo, podría abandonar por un corto lapso de tiempo cuando visitase el mercado de la región más próxima o participase en alguna peregrinación. Viviría en algún lugar a orillas del Neckar, muy lejos de Constanza y de Ruppert, sin ninguna oportunidad de vengarse del maestro y de sus secuaces. Allí estaría tan fuera del mundo para aquel abogado como si se hubiera muerto mientras la azotaban o se hubiera ahogado por la vergüenza en el río. No, no debía ser débil y aceptar aquel regalo. Si lo hiciera, ya no encontraría paz en su alma durante el resto de su vida.

Aspiró profundamente y formuló su respuesta con suma cautela para no disgustar más a la señora Mechthild.

—Vuestra oferta es muy generosa, señora. Pero yo no soy campesina, y jamás podría trabajar bien en la granja porque crecí siendo la hija de un comerciante.

La señora Mechthild soltó una carcajada.

—No tienes ni idea de lo que dices. ¿Crees que se te presentará otra oportunidad de escapar de la suciedad de la calle? ¿De hallar un lugar en donde puedas salvar tu alma llevando una vida ordenada y piadosa, y orando con empeño? No, muchacha. Si te vas de aquí, te hundirás para siempre en el fango al que te arrojó el hermanastro de nuestro enemigo y deberás vagar por las calles sin patria hasta el día de tu amargo final.

Marie miró por la ventana del aposento de las damas hacia el patio, donde Hiltrud, ayudada por Thomas, enganchaba a la carreta las cabras, que se habían vuelto testarudas. Las tres cabritas que habían nacido hacía dos meses se negaban a que las ataran. Marie pensó que, al haber nacido en el campo, Hiltrud sería feliz si pudiera vivir en una granja. Por un instante, evaluó la posibilidad de pedirle a la señora que autorizara el casamiento entre Hiltrud y Thomas y les otorgara la granja a ellos. Pero si la señora accedía a su demanda, ella tendría que seguir su camino sola, y eso le daba miedo. Por eso se tragó la pregunta, al tiempo que se despreciaba por ser tan egoísta y desconsiderada con su amiga, que le había salvado la vida. Luchó contra las lágrimas que comenzaban a brotarle, al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás y decía:

—Soy consciente de lo que estoy rechazando, señora. Pero no hay ningún lugar en este mundo en el que yo pueda encontrar la paz de mi alma…

"Mientras Ruppertus Splendidus siga con vida", hubiese querido añadir, pero se mordió los labios a tiempo. Su deseo de venganza no era asunto de la señora Mechthild. Por eso, carraspeó y se hincó ante la señora del castillo sin mirarla a los ojos.

—Ya va siendo hora de despedirme, señora.

—Como quieras —replicó con amargura la dueña del castillo—. Ya has recibido tu paga. Acepta mi agradecimiento por la ayuda que me brindaste y también mis mejores deseos. Oraré por tu alma durante la peregrinación a Einsiedeln.

Marie volvió a hacer una reverencia, después se dio la vuelta abruptamente, caminó despacio por la torre del homenaje, descendió hasta el salón y salió por el portal interior a la albacara interna, donde Hiltrud la estaba esperando. Allí se despidió del lugar que la había albergado durante unos meses ricos en experiencias. Se había enterado de muchas cosas que esperaba le fueran útiles en el futuro, y en el cinturón llevaba el monedero con la recompensa que la señora Mechthild le había dado por sus servicios.

La señora no había sido tan generosa como ella se imaginaba. Tal vez por el ofrecimiento que acababa de hacerle o porque el conde de Württemberg, a quien había acompañado en el lecho durante dos semanas, le había entregado una generosa recompensa a la vista de todos. Sus monedas de oro las había guardado en otro monedero que llevaba escondido debajo de la falda. Si bien la suma que ahora poseía aún no le alcanzaba para contratar un asesino a sueldo que se encargara de un noble como Ruppertus Splendidus, ya bastaba para los canallas que la habían violado. Pero si mandaba matarlos a ellos antes, Ruppert estaría advertido del peligro. Y no quería correr ese riesgo.

Miró a Hiltrud, ataviada con su nuevo vestido, de pie junto a su carreta y hablándole a Thomas sin parar. A diferencia de su apariencia habitual cuando terminaba el invierno, esta vez sus mejillas estaban coloreadas y se la veía bien alimentada. Desde el punto de vista de una prostituta errante, había valido la pena. Tenían ropa nueva y no se habían visto obligadas a gastar dinero para arrendar una cabaña ni para comprar alimentos. En su lugar, habían pasado unos meses bastante agradables, y encima habían ganado mucho dinero. Realmente era más de lo que las mujeres de su clase podían pedir.

—¿Ya podemos partir?

La pregunta de Hiltrud la arrancó de sus pensamientos.

—Yo ya estoy lista. ¿Y tú?

—Ya me despedí de Thomas.

La voz de Hiltrud actuaba con una indiferencia cuya falsedad delataba la humedad en sus ojos. Pero como no tenían otra opción que volver a salir a los caminos polvorientos, Marie optó por no hablar más del asunto. Hiltrud tuvo que arreglárselas sola con su tristeza, del mismo modo que ella lo hacía con su desgarro interior.

Cuando alcanzaron el portal de la muralla exterior, Marie se dirigió a Hiltrud, interrogándola con la mirada.

—¿Tienes idea de hacia dónde podemos dirigirnos? No deberíamos andar mucho tiempo solas por los caminos.

—Primero iremos hacia St. Marien am Stein. No está lejos de aquí, y Thomas me contó que en ese lugar hay una peregrinación el domingo de ramos. Allí encontraremos suficientes clientes como para volver a acostumbrarnos a nuestra vida cotidiana.

—De acuerdo. Seguramente allí también hallaremos otras mujeres con las que podremos seguir viajando sin preocuparnos. ¿Conoces el camino? Preferiría no tener que atravesar los dominios de Keilburg o las tierras de Steinzell.

—Entonces no nos quedan muchos caminos que digamos —se burló Hiltrud—. Aunque tu temor no es del todo infundado: Thomas ha visto un par de veces a Philipp von Steinzell en los alrededores de Arnstein sin hacer nada. Por lo visto, el muchacho sigue soñando con penetrarte. Pero no le daremos el gusto.

Hiltrud soltó una carcajada exageradamente sonora y azuzó a las cabras con un chasquido de lengua. Las cabras comenzaron a andar con más brío y a balar contentas, mientras que sus tres cabritas tironeaban de las delgadas sogas y saltaban salvajemente, como si se alegraran de poder pasar la primavera más allá de los confines de aquellas murallas.

Cuando pasaron junto al guardián del portal, este las saludó y les hizo un par de comentarios jocosos. Hiltrud le contestó algo que lo hizo reír, aunque su voz no sonaba tan alegre como sus palabras, y su rostro se contrajo como si fuera a estallar en llanto de un momento a otro. Ahora que abandonaban el castillo definitivamente, el dolor de la separación parecía volverse más intenso. Sin embargo, a diferencia de Marie, Hiltrud no se dio la vuelta ni una sola vez más. Marie se preguntó si debía hacerle notar que Thomas les hacía señas desde una de las torres mientras ellas se alejaban. Pero su amiga miraba hacia adelante con tanta obcecación como si temiera convertirse en estatua de sal si osaba mirar atrás.

Hiltrud bajó por el valle sin mirar el castillo de Arnstein una última vez. Pero Thomas solo se bajó de su puesto mucho después de que las dos mujeres desaparecieran entre los árboles que bordeaban el otro lado del valle. Con los hombros caídos, regresó a su establo de cabras a desahogar sus penas en soledad.

Capítulo II

El pequeño lago rodeaba la península donde había sido construido el santuario de St. Marien am Stein como si tuviera dos brazos protectores. La mayor parte del año, allí solo se oía el canto de los pájaros y el sonido de las olas, al que únicamente se sumaba una vez a la semana el sonido de la campana de la torre cada vez que los monjes del convento cercano se allegaban hasta la antigua capilla de piedras blancas para cuidarla y rezar en ella algunas oraciones. Pero en los días de peregrinación, como aquel domingo de ramos, la angosta lengua de tierra apenas si podía albergar a la multitud de fieles que se congregaban. Hombres, mujeres y niños se dirigían envueltos en sus mejores trajes hacia las puertas abiertas de la iglesia para contemplar el retrato milagroso de la Virgen María, realizado en oro y cobre por un artista hacía tiempo olvidado, y para pedirle a la madre de Dios misericordia y rogar por el perdón de sus pecados.

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