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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (29 page)

BOOK: La ramera errante
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Thomas sabía que Hiltrud ya no podía contar los hombres con los que se había acostado por dinero. De todas formas, disfrutaba de su amor como de un valioso regalo y se alegraba del cariño que ella sentía por él. Hiltrud intentaba dominar lo que sentía por él pero no lo lograba del todo. No era bueno para una prostituta que un hombre le gustase tanto, ya había tenido la dolorosa ocasión de comprobarlo. Su amor no podría sobrevivir al invierno, pues al llegar la primavera retomaría su antigua vida y tendría que volver a salir a los caminos. Por eso no estaba dispuesta a renunciar en nombre de aquel cariño a lo que Giso y otros podían pagarle.

Incluso una vez había tenido relaciones con el monje Jodokus, a pesar de que no olía muy bien y le había ofrecido apenas unos pocos peniques de Halle a cambio de sus servicios. Por lo general, ella habría rechazado a un hombre así, pero en este caso no se había atrevido, ya que la señora Mechthild tomaba muy en cuenta sus opiniones y Hiltrud temía que él pudiese llegar a calumniarla. El acto sexual había sido breve y no había valido más que esos cuatro peniques, ya que el monje no tenía experiencia con mujeres de la vida. Pero después Hiltrud cayó en la cuenta de cuáles eran las verdaderas intenciones del monje, ya que se había pasado más de una hora interrogándola acerca de Marie. Esa misma noche, Hiltrud le gastó a su amiga bromas sobre esa conquista. Pero Marie no reaccionó ante sus burlas, sino que al oír el nombre de Jodokus torció el gesto y lanzó un par de maldiciones contra el monje.

Hiltrud se quedó pensando en lo extraña que Marie se había vuelto últimamente mientras yacía junto a Thomas en el pequeño cobertizo que había sobre el establo de cabras y que él usaba como dormitorio. Aquella pequeña habitación había sido construida con unas tablas toscas, a las que ni siquiera habían arrancado la corteza, y la habían ubicado bien alta, entre las vigas del techo, de modo que quedaba colgando como un nido de pájaros. De todas formas, era un lugar muy confortable. Con otros restos de madera, Thomas se había montado una cama, una mesilla y dos bancos. Completaban la decoración dos repisas que llegaban hasta el techo bajo y dos ganchos hechos de horcaduras. Tampoco había lugar para más en aquel minúsculo espacio. Sin embargo, el pastor de cabras se sentía a gusto en aquel lugar.

Mientras Hiltrud seguía pensando con la mirada perdida, Thomas se incorporó y se quedó contemplando sus senos, que a pesar de su tamaño seguían estando firmes.

—Eres hermosa.

—Marie es hermosa —lo contradijo Hiltrud—. Yo soy apenas aceptable.

—Eres demasiado modesta —la retó Thomas con mucha delicadeza—. Para mí, eres la mujer más hermosa del mundo, y me pondré muy triste cuando me abandones.

—Un hombre como tú no debería enamorarse de una mujer como yo. Ni siquiera ahora soy muy fiel, como ya sabes.

—Solo estás ganándote el pan, como yo, que tengo que cuidar a las cabras.

La voz de Thomas la acariciaba suavemente, como una brisa de primavera, y Hiltrud pensó que todo sería perfecto si no estuviera tan preocupada por Marie. El pastor pareció adivinar sus pensamientos, ya que la cubrió con la manta y le acarició la mejilla.

—¿Qué es lo que te angustia tanto?

—Ah, es Marie. ¿Por qué no puede conformarse con vivir el presente, como lo hacemos nosotros? Siempre está pensando en el hombre que le arruinó la vida y en cómo vengarse de él. Es tan inútil como querer tirarle un puñado de nieve al sol para apagarlo.

Thomas sonrió pensativo.

—A veces basta con un puñado de nieve para apagar un fuego.

Hiltrud meneó la cabeza indignada.

—No se te ocurra alentarla con esas estupideces.

—No lo haré. Pero tú deberías advertirle que tenga cuidado. La gente ya comenta que ella se escabulle hacia el salón cada vez que los caballeros se reúnen. Si ese comentario llega a oídos de la señora Mechthild, pensarán que tu amiga es una espía y la encerrarán en la mazmorra de la torre. Prométeme que cuidarás de ella. Ya ha tenido que sufrir demasiado en su vida.

Hiltrud lo miró atónita.

—¿Cómo lo sabes? ¡Si yo nunca te conté nada de ella!

—Miré a través de sus ojos y vi el dolor en su alma —dijo Thomas con sencillez.

—Yo cuidaré de ella —prometió Hiltrud, y se acurrucó más cerca de él.

Cuando un rato más tarde abandonó la habitación de Thomas, estaba firmemente decidida a hacerle un buen lavado de cabeza a Marie. Pero entonces vio que los invitados y sus vasallos estaban preparándose para partir, y entonces suspiró aliviada. Ahora ya no tendría que temer por su amiga.

Si bien los caballeros se despedían ruidosa y afectuosamente, al menos en apariencia, sus rostros parecían amargados. El abismo entre los vecinos parecía haberse profundizado a pesar del peligro que los acechaba. Hiltrud miró cómo se alejaban los jinetes hasta que alcanzaron la albacara interna, y se alegró secretamente de que todo hubiese terminado. Los criados que habían visto a los huéspedes retirarse parecían tan aliviados como Hiltrud, ya que susurraban saludos de despedida maliciosos que hubiesen querido gritarles a viva voz a algunos de los caballeros.

La señora Mechthild, de pie ante la puerta de la torre del homenaje y vestida con una túnica verde, sonrió liberada. Durante los últimos días había estado ocupadísima tratando de disuadir a su esposo y a sus coléricos amigos de acciones que con seguridad los habrían llevado a mal puerto. Apelando a la fuerza bruta, como habían propuesto Hartmut von Treilenburg y Rumold von Bürggen, no podrían ganarle una disputa a Keilburg. Lo único que habrían conseguido de ese modo era poner a los señores de la zona en su contra, ya que las luchas armadas interrumpían el comercio y reducían los ingresos.

Mechthild saludó con una sonrisa a su esposo, que había escoltado a sus invitados un trecho y ahora regresaba malhumorado.

Cuando se apeó del caballo, Dietmar salió al encuentro de su esposa apresurando el paso y apoyó su mano sobre la mejilla de ella.

—Sé que es importante tener aliados, y sin embargo me alegro de volver a tener el castillo para nosotros. Nuestros vecinos me agotaron.

Dietmar retiró la mano y le arrojó las riendas a uno de los siervos del establo. Luego la miró con una mezcla de rabia y desesperación.

—Ante sus ojos soy un cobarde por no querer hacer valer mis derechos apelando a la fuerza bruta.

—El derecho que se hace valer por la fuerza es el derecho del más fuerte —lo reprendió la señora Mechthild con suavidad—. La única posibilidad que tenemos de ganar al conde de Keilburg es imponiendo nuestros derechos ante el Tribunal Imperial. Konrad von Keilburg no es tan poderoso como para oponerse al veredicto del Emperador. Y si lo hiciera, tendríamos muchísimos aliados que querrían asegurarse de forma absolutamente legal parte de las tierras que él se robó. Mientras tanto, debemos buscarnos algún amigo que sea más poderoso que Keilburg.

—¿Entonces sigues pensando que debería unirme a Württemberg?

El caballero Dietmar no sonaba muy entusiasmado con la idea.

Pero eso no hizo mella en el buen talante de su esposa. Mechthild asintió sonriendo, lo abrazó, lo cual le resultaba un poco más difícil que de costumbre a causa de su avanzado estado, y le besó.

Hiltrud se sorprendió a sí misma haciendo exactamente lo mismo que tanto criticaba a Marie: espiando. Por eso se dio la vuelta y se fue corriendo hacia adentro. Cuando entró en su habitación, Marie estaba sentada junto a la ventana, mirando en lontananza, hacia una dirección en la que podía distinguirse una fortaleza pequeña pero fácil de defender emplazada sobre una ladera boscosa. Se trataba del castillo de Felde, una de las últimas conquistas de Keilburg. Desde allí, el conde Konrad había ocupado en un ataque sorpresa el castillo de Mühringen, perteneciente a Otmar, el tío de Dietmar.

Hiltrud puso los brazos en jarras y meneó la cabeza a modo de reproche:

—Piensas demasiado, Marie.

Marie se estremeció y miró a Hiltrud asustada, como si su amiga acabara de arrancarla de un sueño profundo.

—¡No puedo hacer otra cosa! No puedo dejar de pensar en Ruppert desde que llegamos aquí. Por Dios, cuánto anhelo que por fin llegue el día en que él y los otros canallas reciban de una vez su justa condena. Durante un tiempo tuve la esperanza de que el caballero Dietmar le enviara una carta de desafío a Keilburg. Sin su hermanastro de noble cuna, Ruppert perdería a su principal protector y, con suerte, caería junto con él. Y entonces solo me restaría contratar a un asesino a sueldo para que se encargara de los canallas que mancillaron mi honor y me acusaron de falsedades.

—Tendrás que seguir soñando. La señora Mechthild jamás permitirá que se llegue a una contienda armada. Ella misma acaba de decirlo.

Marie asintió desolada.

—Lo sé. Estuve escuchando atentamente sus conversaciones.

—Sí, y fuiste muy inconsciente al hacerlo. Ya estás en boca de todos los criados, y Thomas me pidió que te lo advirtiese.

Marie se encogió de hombros y llevó el labio inferior hacia adelante.

—¿Y qué puede saber un simple pastor de cabras?

—Es muy listo y conoce mucho mejor que el resto lo que ocurre dentro del castillo. Tienes que controlarte y quitarte esos pajaritos de la cabeza. Disfruta del tiempo que nos permitan pasar aquí. En los últimos tres años, jamás tuviste la oportunidad de ganar tu dinero tan fácilmente como ahora.

—Preferiría ser prostituta de campaña en un ejército que participara en una expedición para destruir a Konrad von Keilburg y su hermanastro —explotó Marie—. Aquí no logro avanzar un solo paso. El caballero Dietmar y sus amigos no van a emprender una guerra contra Keilburg, sino que se dirigirán al Tribunal Imperial. Y tal vez realmente consigan un fallo a su favor. ¿Pero a mí de qué me serviría? ¡Ningún tribunal del mundo puede resarcirme!

Marie rompió a llorar. Hiltrud comprendió su impotencia y la abrazó para consolarla. Marie se aferró a ella como si fuese una niña, pero las palabras que susurraba daban testimonio de un odio que hizo que a Hiltrud se le helara la sangre.

Capítulo VI

Poco después de la partida de los nobles comenzó a nevar copiosamente, y el castillo de Arnstein cayó en una suerte de letargo. Rara vez alguien entraba o salía. Marie vio en dos ocasiones que un mensajero de alguno de los aliados subía la cuesta a duras penas a causa de la nieve y llegaba completamente agotado, tanto que había que bajarlo del caballo y entrarlo en la casa. En ninguno de los dos casos le fue posible escuchar las conversaciones, de modo que tuvo que conformarse con los rumores que corrían por el sector de los criados.

Se decía que ni el caballero Dietmar ni sus aliados habían logrado el apoyo de los señores de otros castillos. Pero el invierno parecía haber paralizado a Keilburg también, al menos se comentaba que el conde había despedido a parte de sus mercenarios y que había enviado al resto de su ejército a cuarteles de invierno. Si bien sus hombres seguían controlando la ruta principal hacia el norte, permitían pasar sin dificultades a las pocas caravanas que se atrevían a desafiar las inclemencias del tiempo. Solo obligaban a rodear junto al pantano, que ahora era aún más peligroso, a los escuderos y vasallos pertenecientes a Arnstein y a Rumold von Bürggen. No había novedades muy espectaculares, pensó Marie, que ya empezaba a aburrirse.

Rara vez podía sentarse a conversar con su amiga Hiltrud, pues ésta pasaba la mayor parte del tiempo con Thomas, y cuando regresaba casi no hablaba de otra cosa más que de sus cabras. Hiltrud estaba feliz por los cabritos que ellas iban a parir. Thomas las había apareado con su mejor carnero. Era la clase de vida que le gustaba, y cada vez que pensaba que justo al comenzar la primavera se les terminaría su tiempo allí, tenía que hacer grandes esfuerzos para contener las lágrimas.

Marie le hizo creer a Hiltrud que ya se había hecho a la idea de que el caballero Dietmar y sus amigos no tomarían medidas contra el conde de Keilburg. Pero en realidad seguía esperando que se llegara a un desafío. Incluso en el caso de que Ruppert lograra sobrevivir a una contienda armada, podrían herirlo o magullarlo y sería presa fácil para un asesino a sueldo. Pero al mismo tiempo tendría que encontrar un hombre con el arrojo suficiente como para exponerse a la ira del señor más poderoso del lugar.

Para no inquietar a Hiltrud, solo se enfrascaba en esos pensamientos cuando se sentaba en el cuarto de costura con algunas de las criadas a confeccionar nuevos vestidos para los señores. Había que hacer el ajuar para el niño que la señora Mechthild daría a luz en unas semanas y adornarlo con hermosos bordados. Marie tenía experiencia en el manejo de la aguja y el hilo, ya que había cosido y bordado la mayor parte de su ajuar de novia. La señora Mechthild se mostró tan conforme con ella que le regaló un atado con retazos de tela y un buen hilo de coser, suficiente como para coser dos vestidos, dos capas y un par de enaguas para ella y para Hiltrud.

A Marie le sentaba bien estar ocupada, ya que el trabajo le permitía distraerse de sus oscuros pensamientos. Sin embargo, una mañana, tras pasar una noche especialmente mala y poblada de pesadillas, se sintió muy desganada. Tenía un par de cintas de tela que debía bordar y que servirían para adornar las sábanas del recién nacido. Pero no conseguía avanzar. Una y otra vez apoyaba las manos en el regazo y se quedaba mirando por la pequeña ventana hacia afuera. Desde allí no se podía ver más que un par de árboles pelados con las copas cubiertas de nieve y parte del camino que conducía hacia el castillo, pero aquella vista le hacía sentir que no estaba encerrada.

De pronto, pestañeó asombrada. Hacía más de una semana que en el castillo no entraba nadie que no fuese uno de sus habitantes o alguien de la aldea del mayor. Pero ahora se acercaban unos jinetes extraños. Como los árboles los tapaban, Marie no pudo llegar a contar con exactitud cuántos eran, pero calculaba que superarían la docena. Mientras pensaba si debía alertar a Guda sobre los hombres que estaban acercándose, comenzó a resonar el cuerno del vigía de la torre.

Las criadas se levantaron de un salto y fueron a mirar por la ventana. En su afán de ver algo, se empujaban unas a otras, pero no pudieron ver nada porque los jinetes ya habían desaparecido tras la muralla. Como Guda había abandonado su puesto para ayudar a la señora a atender a los visitantes inesperados, comenzaron a correr por el pasillo como pollitos en un gallinero hasta llegar a una ventana desde la que podía divisarse la albacara. Cuando el jinete que iba a la cabeza atravesó el portal agitando su estandarte con orgullo, una de ellas exclamó asombrada:

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