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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (72 page)

BOOK: La ramera errante
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—¿Qué sucede con esa muchacha, maese Alban? —preguntó disgustado el Emperador.

El consejero se mordió los labios nervioso.

—Es una historia tan desagradable como misteriosa, Su Excelencia. Hedwig Flühi fue encarcelada hace un par de semanas sospechosa de ser cómplice de asesinato, pero esa misma noche desapareció sin dejar rastro de la torre Ziegelturm, donde la habían encerrado. Todo el asunto es un misterio para mí.

—¿En serio? —Marie extrajo de su pechera el pergamino del abad Hugo y se lo extendió a Pfefferhart—. En realidad, deberíais saber más sobre este asunto de lo que estáis dispuesto a admitir.

Mientras Pfefferhart miraba la hoja confundido, el abad Hugo soltó una exclamación de sorpresa y empujó a un lado a los hombres que había a su alrededor para poder apoderarse del documento. Pero en ese mismo momento, los guardaespaldas del conde de Württemberg le franquearon el paso, impidiéndole llegar hasta Pfefferhart. El consejero leyó el pergamino con creciente desconcierto y se lo devolvió a Marie confundido.

—¡Esto no es mío! Alguien quiso pasarse de listo y servirse de mi nombre para sus propósitos.

La voz se le entrecortaba a causa de los nervios.

Marie tragó saliva y se quedó un instante sin saber cómo seguir. Parecía ser cierto que Pfefferhart no había emitido esa orden. Ahora necesitaba una nueva piedra con la cual pudiera hacer tropezar al resto de esa banda de hipócritas. Pero antes de que pudiera decir algo, el Emperador le hizo señas para que se acercara, le quitó el pergamino de las manos y se lo pasó al obispo de Constanza. Este leyó su contenido en voz alta e interrogó a Pfefferhart con la mirada.

—Esto es una burda falsificación —volvió a asegurar el consejero, y se llevó la mano a la garganta, como si le apretara el cuello de la camisa.

Marie clavó la vista en Waldkron, que mientras tanto había recuperado la compostura y ponía una expresión indiferente. Parecía estar seguro de que no relacionarían el pergamino con su persona. Marie echó la cabeza hacia atrás y le sonrió a Pfefferhart.

—Tal vez yo pueda ayudar al señor. Un amigo mío le arrebató este documento al sirviente del abad Hugo von Waldkron, un muchacho llamado Selmo, después de que el hombre sacara a mi prima Hedwig de la torre.

—¿Entonces la muchacha aún sigue con vida y está sana y salva?

Cuando Marie asintió, Pfefferhart dejó escapar un suspiro de alivio.

Pero el abad Hugo amenazó con el puño y gritó a voz en grito:

—¡Calumnias!

Marie ya iba a proponerle a Pfefferhart que interrogase al guardián de la torre Ziegelturm cuando un grupo de soldados de infantería palatinos comandados por Michel entró en el patio de la catedral. En medio traían a Selmo, que iba esposado y no dejaba de proferir insultos a viva voz, mientras que el guardián de la torre, que escoltaba a Michel, comenzó a agitar los brazos en el aire, miró a Pfefferhart y se abrió paso desconsideradamente entre las prostitutas, desatando una catarata de insultos a su paso. Pero cuando se detuvo frente al consejero y señaló en dirección a Selmo, el barullo se aplacó en seguida.

—Señor, el muchacho del hábito es el monje que ese día recogió a la muchacha. Puedo reconocerlo con absoluta seguridad.

Pfefferhart examinó a Selmo, a quien los soldados escoltaron a través de la muchedumbre femenina, que comenzó a retroceder a su paso, y luego interrogó a Michel con la mirada.

—¿Quién es este muchacho?

Marie respondió en lugar de Michel.

—Es el que acabo de denunciar. Se llama Selmo y está al servicio del abad Hugo von Waldkron.

Pfefferhart se abalanzó sobre Selmo y lo sacudió.

—¿De dónde sacaste este documento, muchacho?

—¿Qué documento? ¡Yo no sé nada! Me han apresado ilegalmente y me han arrastrado hasta aquí…

La voz de Selmo sonaba tan llena de reproches como si realmente fuera inocente, pero la mirada que le dirigió a su señorío señalaba con el dedo acusándolo.

—¡Entonces sois vos quien ha hecho la falsificación! ¿Cómo es que poseéis el sello oficial de la ciudad de Constanza?

El abad se puso rojo como un tomate y se dirigió al Emperador.

—No tengo absolutamente nada que ver en todo este asunto, y mi sirviente tampoco. Es una conspiración, Su Excelencia, que pretende dañar a vuestros servidores más fieles y, por tanto, a la Corona también.

El Emperador vaciló, y pareció que prefería darle crédito a las palabras del abad. Pero entonces intervino el conde de Württemberg, que hasta el momento se había mantenido en un segundo plano y había pasado desapercibido.

—Es la palabra de uno contra la de otro, pero un sello falsificado es tan condenable como un juramento falso. Hay una forma muy sencilla de descargar al abad Hugo de esas acusaciones. Basta con revisar su alojamiento en Constanza y su casa en Maurach. Si allí no se encuentra nada, efectivamente debe tratarse de una traición.

El Emperador asintió aliviado, ya que de ese modo por fin tenía la posibilidad de dispersar la manifestación. Antes de que pudiese dar ninguna orden, Ruppertus Splendidus se adelantó.

—Permitidme que lo revise yo mismo, Majestad.

Segismundo abrió la boca, pero antes de que pudiese emitir sonido alguno, la voz del conde Eberhard resonó en toda la plaza.

—¡No, Majestad, no hagáis eso! ¡Sería como poner a un lobo a cuidar ovejas!

El Emperador apretó los puños y le dirigió una mirada amenazante a Württemberg. El conde Eberhard hizo una reverencia, disculpándose, y señaló hacia el maestro.

—Acuso al licenciado Ruppertus Splendidus de perjurio, falsificación, calumnias e instigación al crimen, y tengo suficientes pruebas como para condenarlo. Por poner solo un ejemplo, ha hurtado el testamento del caballero Otmar von Mühringen y ha presentado una falsificación en su lugar que permitió que las posesiones de Mühringen pasaran a manos de su hermanastro Konrad von Keilburg. Valiéndose de los mismos métodos, es decir, recurriendo a testamentos falsificados y cometiendo perjurio, ha hecho que los dominios de Dreieichen, Zenggen, Felde y algunos más pasaran contra todo derecho a manos de su padre, Heinrich, o de su hermanastro, Konrad von Keilburg.

Ruppert clavó los ojos en Marie, en cuyos labios se dibujaba una sonrisa maligna. Luego se llevó las manos a la cabeza, sin poder salir aún de su asombro, y finalmente dejó escapar una risa muy forzada.

—Debéis de haber bebido de más anoche y tenido un mal sueño, conde Eberhard. De otro modo, no podríais dar por ciertos semejantes disparates.

Württemberg no se dignó siquiera a mirar a Ruppert.

—Tengo pruebas incontestables de estas y otras canalladas cometidas por el bastardo de Keilburg.

Marie estaba contenta de haberse ganado al conde para su causa. Si ella hubiese acusado a Ruppert, probablemente no habría llegado muy lejos. Él habría destrozado sus afirmaciones con absoluta facilidad y la habría puesto en ridículo. Pero frente a la palabra de un Eberhard von Württemberg, que tenía aun más poder e influencia que el conde de Keilburg, no podía hacer ninguna objeción. Sin embargo, Marie no estaba dispuesta a ceder el campo de batalla a los nobles y sus disputas por tierras y castillos. Le tiró de la manga al Emperador, al tiempo que hacía una reverencia y señalaba a Ruppert.

—Acuso a este hombre de haber asesinado a mi padre y de haberme despojado de mi honor y mi herencia.

—Eso es ridículo.

Ruppertus intentó golpear a Marie. Pero algunos de los hombres de Württemberg lo detuvieron en el acto.

Alban Pfefferhart se inclinó ante el Emperador.

—Dejadme ir personalmente a revisar el lugar donde se aloja el abad.

Cuando Segismundo impartió la orden condescendiente, el consejero hizo señas al caballero Bodman para que lo siguiera junto con algunos hombres. Michel se les unió con algunos de sus soldados de infantería.

El Emperador lanzó una mirada hacia la multitud que allí se agolpaba, que para entonces se había duplicado debido a la cantidad de burgueses que se habían acercado curiosos, y ordenó a su comitiva regresar al interior de la catedral con un gesto brusco de su mano. Württemberg se aseguró de que sus hombres hicieran entrar también al maestro y al abad, que opusieron una vehemente resistencia. Marie se quedó mirándolos sin saber qué hacer. Una seña de Württemberg le evitó tener que tomar una decisión.

La gente en la catedral se miraba atónita, y lo único que impedía que estallaran en violentas discusiones era la presencia del Emperador, sentado en su trono en silencio y con gesto reconcentrado. Varias miradas curiosas y enfadadas se posaron sobre Württemberg, a quien consideraban el instigador de todo ese escándalo. Pero muchos miraban también a Marie, que con su sencillo vestido y las cintas amarillas de prostituta desentonaba en medio de los notables del Imperio y los patricios de Constanza reunidos allí, como si fuese un cuerpo extraño. Algunos le apuntaban con el dedo, y también señalaban al conde, y mientras tanto hablaban sin parar con sus vecinos, seguramente para informarles de que ella solía entibiarle el lecho.

El obispo de Constanza, Friedrich von Zollern, se acercó al altar y comenzó a recitar una oración para ayudarse a sí mismo y al resto de los presentes a pasar el tiempo. Transcurrió casi una hora hasta que Pfefferhart y Michel regresaron con sus hombres. El consejero traía en sus manos una caja de madera alargada. Avanzó cargándola como si tuviese miedo de ensuciarse con ella y la apoyó a los pies del Emperador. Segismundo le ordenó con un breve gesto que depositara su contenido sobre el banco. Pfefferhart extrajo de la caja un sello tras otro, como si cada uno fuera una ofensa para él y para el resto de los que estaban allí congregados.

—El abad del convento de Waldkron no solo posee el sello de la ciudad de Constanza, sino también los de otros linajes nobles que han caído en su poder.

El abad Adalwig de Santa Otilia, que estaba sentado en la parte de atrás de la nave sur de la catedral, se puso de pie y corrió hacia adelante.

—El convento de Waldkron ha estado recibiendo durante los últimos doce años de forma desmedida grandes donaciones, que en muchos casos causaron gran sorpresa entre los herederos de algunos de los hombres fallecidos y los pusieron en aprietos. Estoy convencido de que esos sellos fueron utilizados para falsificar testamentos.

Esa acusación arrancó a muchos nobles de sus asientos, y aquellos que por esa causa habían tenido que entregar al convento de Waldkron tierras buenas, que en parte incluían prósperos poblados, reclamaron sus derechos a viva voz. Pasó largo rato hasta que Eberhard von Württemberg y el obispo Friedrich von Zollern lograron calmar a los señores. Pero el silencio no se prolongó demasiado. Ante una seña de Pfefferhart, varios soldados de infantería comandados por Michel entraron un secreter cuyos delicados trabajos de torneado y marquetería habían sufrido bastante bajo los embates del trato rudo que le habían dado los soldados. El licenciado Ruppertus lanzó un grito de indignación e intentó zafarse de su custodia.

Por orden de Michel, los hombres depositaron el mueble frente al altar.

—Dado que el licenciado Ruppertus Splendidus fue igualmente acusado de falsificación hace un momento, me pareció pertinente registrar sus pertenencias también. Al hacerlo, me llamó la atención este mueble. Encontramos varios huecos que sirven de cajones secretos y abrimos uno de ellos. Tenía esto dentro.

Michel le alcanzó un pergamino con múltiples sellos al conde de Württemberg.

El conde echó un vistazo al documento y sonrió como alguien que confirma una sospecha.

—Este es el verdadero testamento del caballero Kuno, el tío de Gottfried von Dreieichen, quien supuestamente le había legado su patrimonio a Heinrich von Keilburg.

Probablemente Marie fuese la única en la sala en percibir el gran alivio que traslucía la voz del conde Eberhard. Ese hallazgo probaba definitivamente la culpabilidad de Ruppert. Ella también estaba más que contenta, aunque se preguntaba por qué Ruppert no habría destruido hacía tiempo ese documento tan comprometedor.

La explicación más plausible era que quisiera usarlo como arma para extorsionar a su hermano en caso de que éste quisiera prescindir de los servicios que él le prestaba.

El testamento de Kuno von Dreieichen no fue el único hallazgo en el secreter de Ruppert. Cuando los siervos partieron en pedazos el valioso mueble, obedeciendo a una orden del Emperador, aparecieron otros documentos y también un libro encuadernado con hojas de papel de tina, escrito hasta más de la mitad de su puño y letra por Ruppert.

Segismundo echó un vistazo breve a su contenido y se lo pasó al obispo Friedrich.

—Parece latín, pero las palabras no tienen sentido. El obispo frunció el entrecejo y se quedó mirando la primera página. Luego, murmuró algo y hojeó un poco más el libro. Cuando el Emperador carraspeó de impaciencia, levantó la vista asustado, y volvió a cerrar el libro con un ruido seco.

—El texto está escrito en un código que utilizan los eclesiásticos para sus anotaciones secretas. Ruppertus Splendidus ha estado llevando este diario, anotando en él todos sus actos. Este documento contiene una descripción detallada de sus crímenes. Sí, este hombre es culpable de todo aquello por lo que se lo ha acusado, y hay muchos más crímenes que pesan sobre su conciencia.

—Entonces él y sus secuaces recibirán la condena que corresponda.

El Emperador dio un golpe en el banco de la iglesia como para reforzar sus palabras y ordenó a los guardias que esposaran a Ruppert y al abad de Waldkron y los llevaran a su alojamiento.

Capítulo VII

Los días que siguieron fueron una pesadilla para Marie. Ella también fue llevada al lugar donde se alojaba el emperador Segismundo, en el monasterio de Petershausen, y encerrada en una habitación. Le daban dos comidas al día y algo de agua para lavarse, pero en ningún momento le permitieron abandonar la habitación. Después de tantos años de vida errante, la habitación la asfixiaba, sobre todo porque nadie le decía qué iban a hacer con ella. En sus fantasías, ya se veía atada nuevamente a la picota, azotada lentamente hasta la muerte bajo la mirada triunfante de Ruppert, vestido con el traje de un noble.

Si alguien hubiese podido visitarla, su confinamiento allí no habría sido tan terrible. Una de las parcas monjas que la atendían le contó, ante su insistencia, que una cortesana cuya descripción coincidía con la de Hiltrud había sido rechazada varias veces en la puerta. Al tercer día, cuando Marie ya iba a volverse loca, Michel logró llegar hasta su puerta cerrada con llave, para consolarla con un par de novedades. Le informó en pocas palabras de que el Emperador había pospuesto su viaje un par de días para poder presidir el juicio contra Hugo von Waldkron y Ruppertus Splendidus. Habían apresado también al conde Konrad von Keilburg y a algunos de sus secuaces, entre ellos a Utz, a Hunold, a Linhard y a Melcher. Michel llegó a contarle también que el guardia se había quebrado al ver los instrumentos de tortura y había confesado el crimen contra ella y algunos otros delitos que había perpetrado por orden del maestro. Linhard también había confesado, arrepentido, mientras que Ruppert y Utz seguían negando todo a pesar de las pruebas abrumadoras en su contra. Sin embargo, a los nobles señores no parecía importarles tanto que los criminales recibieran su justo castigo, sino más bien dividirse los prósperos dominios de los que el conde de Keilburg se había apropiado.

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