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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (74 page)

BOOK: La ramera errante
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Había tenido que acompañar a su señor, el conde palatino Ludwig, a una reunión en la casa de Württemberg, y allí se había encontrado con que, además del dueño de la casa, también estaban presentes el obispo de Constanza, Friedrich von Zollern, el consejero Alban Pfefferhart, además de la señora Mechthild y el caballero Dietmar von Arnstein.

El conde de Württemberg no dio muchas vueltas, sino que tras un breve saludo fue directamente al grano.

—¿Y qué sucederá con Marie?

Alban Pfefferhart levantó las manos en señal de rechazo.

—Aquí en Constanza no puede quedarse. Podríamos devolverle el derecho de burguesía y darle una casa en donde pudiera vivir, pero entonces todos los vagos de la ciudad se reunirían por las noches en su patio, con la esperanza de que su moral se hubiese mantenido lo suficientemente laxa como para otorgarles una noche agradable. Por eso, la Magistratura a la cual yo pertenezco propone conseguirle el derecho de burguesía en alguna otra ciudad lejana, donde pueda vivir en paz.

—Eso es lo que preferiríais vosotros, los ricachones de Constanza, ¿no? —se burló el conde von Württemberg—. Pero yo os pregunto en qué ciudad del Imperio podría vivir una mujer sola sin que la molestasen.

En ese momento, a Michel le pareció oportuno tomar la palabra.

—Marie necesita la protección de un hombre. Por eso le preguntaré si quiere quedarse conmigo.

—¿Como concubina? —La voz de Württemberg había sonado cortante, pero luego, una enorme sonrisa había asomado en sus labios—. No, no lo permitiré. Tendrás que casarte con ella.

La señora Mechthild sacudió la cabeza indignada.

—Michel Adler es un vasallo del conde palatino y un oficial al servicio del Emperador. No puede casarse con una prostituta.

El obispo de Constanza levantó los brazos en un gesto conciliador y sonrió como si se le hubiese ocurrido una idea divertida.

—Eso se puede solucionar, señora Mechthild. Dejadme aportar mi parte para que esto termine bien.

—Entonces estamos todos de acuerdo.

Württemberg dejó en claro que no quería oír más objeciones, se dirigió a Michel y lo palmeó en el hombro.

—Serás bien recompensado, muchacho. Si desposas a Marie, te nombraré señor de un castillo en alguna de mis ciudades. Y si algún hombre llega a hablar impropiamente de tu mujer, tienes mi bendición para encerrarlo en la torre.

Michel se quedó mirando a Württemberg sin saber qué responder. Después posó su mirada en el conde palatino, que parecía no saber si tomar el asunto a risa o descargar un puñetazo. Finalmente, el señor Ludwig se paró junto a Michel.

—Vos sois muy famoso por arreglar matrimonios, señor Eberhard, sobre todo cuando se trata de deshaceros de vuestras concubinas. Pero Michel es mi vasallo y seguirá siéndolo.

Michel sacudió no sin dificultad el recuerdo de aquella escena e intentó comprender que ahora Marie le pertenecía ante Dios y el mundo. Sin embargo, a juzgar por la expresión de rechazo en su rostro, ella parecía estar más lejos de él que en los últimos cinco años, en los que había errado por los caminos mientras él ascendía hasta llegar a ser oficial del palatino. Antes de que pudiera intercambiar una palabra con ella, Eberhard von Württemberg y Ludwig von der Pfalz se les acercaron y les estrecharon la mano.

La sonrisa de Württemberg le reveló a Marie quién había sido el responsable de esta última jugada, y hubiese querido soltarle allí mismo todo lo que pensaba. Ella no era una muñeca sobre la que podía decidirse así como así, y seguramente Michel merecía algo mejor que una prostituta errante. Sin embargo, no llegó a quejarse ante el conde Eberhard porque cada vez aparecía más gente que se acercaba a felicitarlos. El caballero Dietmar estaba tan avergonzado que ni siquiera se atrevió a mirar a Marie a los ojos, en cambio Pfefferhart parecía estar más que contento, como si con ese casamiento se hubiese quitado una mancha él y la ciudad entera. Incluso el Emperador se dignó a ponerles la mano en el hombro a ella y a Michel y a desearles que fueran felices y que Dios los bendijera con una abundante descendencia.

En todo ese tiempo, Marie no se atrevió a mirar a Michel, y suspiró de alivio cuando la señora Mechthild la tomó del brazo y la condujo fuera de la sala. Cuando volvió a darse la vuelta en la galería y miró otra vez en dirección a la sala, vio que el conde palatino le ponía a Michel un vaso de vino en la mano para brindar con él. Luego se cerró la puerta y Marie sintió como si otra vez hubiese sido condenada a un futuro incierto.

Se volvió hacia la señora Mechthild.

—Todo esto es ridículo. No puedo casarme con Michel.

La señora del castillo señaló con un gesto hacia la galería que conducía al portal.

—Vamos, hay alguien que está esperándote con suma impaciencia, y debemos darnos prisa. En lo que respecta a tu casamiento, ahora eres la mujer de Michel ante Dios y ante los hombres. Entiendo que te sientas avasallada, pero nos pareció que era la mejor solución. Ya no eres una doncella virgen, pero tampoco eres viuda, y te habría sido prácticamente imposible alcanzar el sagrado sacramento del matrimonio con otro hombre sin revelarle tu pasado. Para no ponerte en una situación tan penosa y arrancar de cuajo cualquier rumor, el conde Eberhard von Württemberg propuso casarte con tu amigo de la infancia, que ha estado persiguiéndote como una sombra durante varias semanas. El Consejo de Constanza se mostró muy feliz con esta solución, y los señores Pfefferhart y Muntprat incluso te donarán una dote considerable. Michel no ha desposado a una mujer pobre, Marie. Por el contrario, con lo que recibirás como indemnización por la herencia perdida de tu padre, en realidad eres una mujer muy rica.

En las palabras de la señora Mechthild se coló un tono de envidia. Pero ella le sonrió con calma para borrar esa impresión. Mientras Marie tomaba asiento en el carruaje, la tomó de las manos.

—Quiero disculparme, Marie, ya que he sido injusta contigo. Cuando viniste a vernos hace algunas semanas, estaba convencida de querías volver a ocupar mi lugar en el lecho de mi esposo, y entonces me sentí celosa. Además, pensé que venías con cuentos para involucrarnos en tus objetivos. Pero sabemos a través del conde Eberhard que realmente has recuperado nuestro testamento. Ahora, no solo recobraremos nuestros dominios en Mühringen, sino también parte de la hacienda que correspondía al castillo de Felde, que rodea nuestras tierras de forma ideal. Mi esposo y yo te estamos muy agradecidos y nos gustaría recompensarte. Así que si hay algo que desees, ya sean granjas, bosques o viñedos, dilo con total tranquilidad.

El carruaje se puso en movimiento, pero esta vez a Marie no le interesaba adonde se dirigía. Pensó en Hiltrud, quien la había salvado y apoyado siempre en sus planes de venganza aunque no estuviera de acuerdo. Quería ayudar a su amiga a que también pudiera tener una vida mejor y un poco más de suerte; se lo debía. Aunque no sabía si sería posible revivir el romance invernal entre su amiga y el pastor de cabras de Arnstein, en todo caso valía la pena intentarlo.

—Si realmente queréis demostrarme vuestro reconocimiento, señora Mechthild, entonces regaladle a mi fiel compañera Hiltrud una granja y permitid que se case con vuestro Thomas.

A la señora Mechthild pareció agradarle la idea.

—Con gusto. ¿Quieres que la granja pertenezca a Arnstein o preferirías tener a tu amiga cerca?

Marie soltó una risita.

—Me encantaría tener a Hiltrud cerca, pero no sé adonde me llevará el viento.

La señora Mechthild le apoyó la mano sobre el muslo y le hizo un guiño cómplice.

—Ludwig ha nombrado a tu Michel señor del castillo de Rheinsobern. Se trata de uno de los dos dominios que le asignaron al conde palatino cuando se repartieron las tierras de las que se había apropiado Keilburg.

—Me alegro por él —Marie recibió la noticia encogiéndose de hombros. Sin embargo, era lo suficientemente curiosa como para continuar preguntando—. ¿Acaso no había herederos que pudieran reclamar sus derechos sobre Rheinsobern?

—Los condes de Keilburg se apropiaron de muchas tierras por la fuerza, y se ocuparon personalmente o con la ayuda del bastardo Ruppert y sus secuaces de que no quedaran herederos que pudieran disputarle esos dominios. Hasta el momento, nosotros habíamos tenido suerte, pero sin la protección del conde de Württemberg tarde o temprano habríamos sido víctimas de la codicia insaciable de Keilburg. Por cierto, al conde Eberhard le asignaron el castillo de Keilburg y sus alrededores, a Bernhard von Baden le dieron tres pueblos en la Selva Negra y una pequeña ciudad a orillas del Rin. Hasta el Emperador reclamó tres dominios para poder dárselos en feudo a sus vasallos más fieles.

La señora Mechthild soltó una risita.

—El único que se quedó con las manos vacías fue Federico de Tirol, como castigo por haberse alzado contra el Emperador. Eberhard von Württemberg y Bernhard von Baden lograron convencer a Segismundo de que, de otro modo, la influencia de los Habsburgo en esta región habría sido demasiado grande. Ya no habría podido negárseles el ducado de Suabia. Como la estirpe de los Habsburgo se ha vuelto demasiado poderosa a sus ojos, el Emperador decidió excluir a Federico del reparto de las tierras de Keilburg a modo de castigo adicional.

La señora Mechthild le contó a Marie que Konrad von Keilburg ya había sido condenado y ejecutado con la espada, al igual que Hugo von Waldkron. Agregó que varios príncipes de la Iglesia habrían querido cambiar la condena a muerte por la de reclusión perpetua en un convento de clausura, pero que el Emperador se había mantenido firme debido a las relaciones entre el abad y los Keilburg. Después enumeró a todos los que habían sacado provecho del legado de Konrad von Keilburg y le contó cómo habían sido repartidas las tierras de las que el abad Hugo von Waldkron se había apropiado. Muy pronto, Marie perdió interés en saber quién había recibido qué castillo y qué dominios. Miró a través de la ventana, pensativa, y se preguntó cómo sería su vida al lado de Michel. Sin embargo, no llegó a hilvanar sus pensamientos, ya que en ese momento el carruaje atravesó la plaza del mercado Marktstätte y dobló hacia la angosta callejuela bajo las columnas que conducía al mercado.

—¿Adonde me lleváis, señora Mechthild?

La señora del castillo de Arnstein le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Creo que te alegrarás de volver a ver a tus parientes.

Entonces Marie se percató de que la ejecución de sus planes y la furia por haber sido encerrada y excluida del juicio la habían hecho olvidarse por completo de su tío. Al parecer, al acusar a Ruppert también había logrado preservarlos a él y a su mujer de que los condenaran por asesinato. De pronto comenzaron a brotarle de los ojos gruesas lágrimas de alivio, y no vio la hora de que el carruaje se detuviera por fin al desembocar en la Hundsgasse. La señora Mechthild se quedó observándola sonriente cuando Marie se bajó del carruaje de un salto, descendió por la calle corriendo y abrió la puerta que conducía al patio de Mombert.

Apenas unos instantes más tarde, Marie entraba sin aliento en la sala de las visitas y hallaba allí a todos sus parientes reunidos. Por lo que podía observarse, Mombert y su mujer habían sido liberados ese mismo día, ya que aún parecían no poder creer el giro inesperado que había dado su destino. Ambos se veían pálidos y habían perdido mucho peso. Debajo de la imagen de la Virgen María, la vieja Wina abrazaba fuertemente a Hedwig, como si no quisiera soltarla nunca más. Wilmar estaba de pie junto a la puerta, balanceándose de un pie al otro y contemplando a su maese temeroso. Cuando Marie le hizo un gesto para infundirle ánimos, respiró profundamente.

Mombert se puso de pie y salió al encuentro de su sobrina. Intentó decir algo, pero en ese momento tuvo un acceso de llanto que, a juzgar por sus ojos enrojecidos, no había sido el primero de ese día. Finalmente se abrazó con fuerza a Marie y ocultó su rostro en el hombro de ella como si fuera un niño.

—¡Qué alegría volver a verte! —Sus palabras eran apenas comprensibles—. Dios te ha enviado hasta nosotros, Marie. De no haber sido por ti, nos habrían torturado hasta darnos muerte a mí y a mi esposa, y mi Hedwig se habría convertido en la esclava de un perverso sin escrúpulos. Nos has salvado a todos.

Marie echó un vistazo hacia Wilmar y sacudió la cabeza riendo.

—No tendrías que darme las gracias solamente a mí, tío Mombert, sino también a Wilmar. Si él no hubiese liberado a Hedwig y encontrado a Melcher, yo no habría podido hacer mucho por ti.

Hedwig se soltó de los brazos de Wina y corrió hacia su padre.

—Ya lo oyes, padre. Que yo esté de pie frente a ti ilesa, es sobre todo mérito de Wilmar.

En su mirada había una súplica a la que Mombert no pudo resistirse.

El maese puso a su hija en brazos de Wilmar.

—Está bien, si es así, tenéis mi bendición.

Wilmar sonrió a Marie, agradecido, pero ella no pudo devolverle la mirada, ya que tenía que ocuparse de la vieja ama de llaves de su padre. Al principio, Wina apenas se había atrevido a tocarla, pero en cuanto Marie la animó con una sonrisa, la rodeó con sus brazos y repitió una y otra vez entre lágrimas que ése era el día más feliz de su vida. Marie la acarició y la acunó entre sus brazos como si fuese un bebé. Era hermoso tener a alguien que la amara tanto.

Capítulo VIII

El Emperador partió al día siguiente. Abandonó la ciudad de Constanza con el gesto de fastidio de alguien que pensaba que lo habían retenido demasiado tiempo allí. Para Marie también se acercaba la hora de la despedida. Hubiese querido partir con los primeros albores de la mañana en secreto y en silencio, pero Pfefferhart le había dejado bien en claro que era su deber quedarse a presenciar el castigo de los hombres a quienes les debía cinco años de deshonra y la muerte de su padre. En el caso de Hunold, Melcher y los demás secuaces de Ruppert, todo terminó rápido. El verdugo les ponía una soga al cuello y tiraba de ella hasta que dejaban de moverse. Luego les hacía un nudo con la soga para impedir que volvieran en sí, y pasaba al siguiente.

A Utz, en cambio, le quebraron los huesos sin darle el golpe de gracia en el pecho, y luego lo ataron a la rueda estando plenamente consciente. Sin embargo, Utz en ningún momento gritó ni pidió que aceleraran su final, sino que se burló del tribunal y se pavoneó de sus crímenes. Parecía enorgullecerse de sus actos, por los cuales reclamaba un lugar de honor en el infierno. Más tarde comenzó a gritar los nombres de los caballeros y otros miembros de la nobleza que había asesinado, mencionando entre ellos a Otmar, el tío del caballero Dietmar, y a otros testadores y herederos cuyos nombres también le resultaban familiares a Marie. Finalmente, afirmó que iba a asesinar a Konrad von Keilburg por encargo de Ruppert, y lamentó no haber podido llegar a hacerlo.

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