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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (42 page)

BOOK: La ramera errante
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—Después de ti voy yo —le rogó Siegerich a su hermano, como si fuera un niño pequeño pidiendo una manzana.

Siegward von Riedburg respondió sin interrumpir sus enérgicos movimientos.

—Pero solo si el armero no se opone, pequeño. Ya sabes, debemos mantener a Gilbert de buen humor. Al fin y al cabo, tiene que derribar con sus cañones el castillo de los Büchenbruch.

—Primero iré a buscar algo de diversión en otra parte, así que os cedo gustoso mi lugar.

El armero levantó el toldo que cerraba la entrada y salió de la carpa.

Por fin, Siegward acabó, emitiendo un gruñido ronco, y le cedió el lugar a su hermano. Siegerich von Riedburg intentó reemplazar su falta de experiencia con una vehemencia exagerada, y al segundo instante ya se había desplomado sobre ella.

En ese momento volvió a entrar el armero con expresión satisfecha.

—Los hombres han abierto un tonel de vino y están emborrachándose. Si no haces nada para impedirlo, mañana no podrás moverlos de aquí.

Siegward hizo un gesto despectivo riéndose.

—Qué más da un día más o un día menos. No creo que haya diferencia. Deja que se diviertan un poco.

Sus ojos se posaron en la jarra de vino vacía, y se la deslizó a su hermano con un movimiento del pie.

—Ve a buscarnos algo para beber. No se debe degustar una avecilla tan deliciosa con la garganta seca.

Siegerich cogió la jarra y salió corriendo.

Cuando por fin Gilbert se desplomó también sobre ella y comenzó a roncar estruendosamente, rendido por el cansancio y la bebida, Marie ya había perdido la cuenta de cuántas veces la habían usado. Sentía que no le había quedado un hueso sano, por la brutalidad con la que la habían vejado, y luchó por zafarse del hombre. Pareció trascurrir una eternidad antes de que lograra quitárselo de encima.

Se puso de pie y las rodillas le flojearon por el agotamiento. De todos modos, hubiese querido seguir su primer impulso y salir corriendo. Sin embargo, las risotadas y el griterío casi animal que penetraba en la carpa desde todas partes le hicieron comprender que allí fuera los mercenarios aún no habían terminado. Como no quería caer también en las garras de esa chusma, se dejó caer sobre un banco y se quedó pensando en qué iba a pasar ahora. Se sentía asquerosamente sucia, pero no halló agua. Entonces empapó una parte de su enagua en el vino que había sobrado de los vasos y la jarra y se limpió con eso, aunque el alcohol le quemaba como fuego sus genitales lastimados. Pero eso no le importaba tanto como los chillidos agudos de sus compañeras allá fuera, que se hacían oír una y otra vez sobre los otros ruidos. Por momentos le parecía reconocer la voz de Hiltrud, pero casi siempre era Fita, cuyos gritos desgarradores parecían provenir desde el fondo de su alma.

Mientras vigilaba a los tres borrachos tendidos a sus pies, que comenzaban a revolverse en la cama y a murmurar cada vez que se oía un ruido especialmente fuerte, Marie empezó a calcular cuántos soldados les tocarían a cada una de sus compañeras. El resultado le produjo náuseas. Muchos de ellos no se conformarían con una sola vez, sino que abusarían de las mujeres hasta caer rendidos por el vino en un rincón. Marie esperó por el bien de Hiltrud y de las otras que todo aquello no se prolongara durante mucho más tiempo.

Mientras se ataba el vestido con unas tiras que cortó de la camisa del caballero y se lo limpiaba como podía con otros trapos, un odio insoportable comenzó a crecer en su interior. Estuvo a punto de degollar a los tres hombres que la rodeaban, y se puso a buscar el cuchillo, cuyo estuche le había arrancado de la pierna Siegward. Lo tomó en sus manos y pasó la yema del dedo por el filo. Cuando se acercó a Gilbert, descubrió el monedero lleno que se asomaba por la bragueta abierta.

Mientras tanto, su furia se había calmado un poco y sintió ciertos reparos en ponerle la mano encima a esos hombres. De modo que se conformó con cortarle al armero la bolsa con las monedas. También se apoderó del monedero de Siegerich. Desprender la bolsa de Siegward von Riedburg del cinturón le llevó algo más de tiempo, ya que estaba sujeta con unas fuertes correas de cuero. Cuando Marie aflojó la correa que mantenía la bolsa cerrada, casi se olvida de toda su desgracia. Si los otros dos hombres llevaban encima unas sumas más que aceptables en monedas de plata y algunas de oro más pequeñas, esta bolsa resplandecía de ducados y florines de considerable valor. Allí había dinero suficiente como para contratar a un asesino a sueldo para matar a un noble caballero, y aún más para acabar con un bastardo como Ruppert.

Marie cerró los puños triunfante. Si ese dinero le alcanzaba para llevar a cabo su venganza, toda la ignominia, el miedo y el dolor que había tenido que soportar esa noche quedarían recompensados de manera inesperada. Se levantó el vestido y se hizo un cinturón con unas tiras a las cuales sujetó la bolsa de monedas de Siegward, la suya, repleta de florines con el ciervo de Württemberg, y la de maese Jörg. Después se sujetó las tres bolsas al muslo con otra tira más de tela de manera que no se bambolearan y se delataran por el tintineo. Más tarde cosería las bolsas a su falda para poder atender a sus clientes sin necesidad de quitárselas y esconderlas primero. Las bolsas de Gilbert y de Siegerich se las colgó del cinturón junto a la suya propia, que solo contenía peniques. Su contenido lo compartiría con las otras, ya que consideraba que ellas también merecían una indemnización por la noche que acababan de pasar.

Capítulo VIII

Pasaron muchas horas hasta que el último soldado cayó rendido por el vino y el desenfreno. Marie vivió cada segundo de esa espera muerta de miedo ante la idea de que alguno de sus verdugos se despertara y descubriera que era ella quien les había robado. No quería ni imaginarse lo que sucedería entonces. Sin embargo, la suerte siguió acompañándola. Siegward von Riedburg, su hermano y el armero que habían contratado roncaban a cuál más fuerte. Cuando fuera se produjo el silencio y desde la tienda sólo se oían los sollozos de una mujer, Marie apagó la mecha de la lámpara y abandonó la carpa con suma cautela.

El fogón estaba casi consumido, salvo por unos restos aún candentes, y la luna no era más que una hoz delgada en el cielo estrellado, de modo que a Marie le costó trabajo poner un pie delante del otro. Por todas partes había hombres durmiendo tirados, enredados confusamente, como si los hubiese derribado la mano de un ser superior. Lentamente, los ojos de Marie fueron acostumbrándose a la luz escasa, y entonces descubrió a una mujer que caminaba desnuda como buscando algo.

—¿Hiltrud? ¿Eres tú? —exclamó Marie, tratando de no levantar el tono de voz.

—¿Marie? —la voz sonó tan sorprendida como aliviada. Hiltrud avanzó hasta donde estaba Marie y le rodeó el cuello con los brazos—. No eran hombres, eran bestias. Estoy tan lastimada que apenas puedo caminar. ¿Y tú cómo estás?

—Me siento como si se me hubiese arrojado encima una jauría de perros rabiosos. ¿Dónde están las demás? Tenemos que desaparecer de aquí cuanto antes.

—No antes de que haya degollado a los asesinos de mis cabras.

Hiltrud temblaba. Marie apretó el brazo de su amiga con fuerza hasta hacerla gemir.

—Eso no las hará revivir. Sé razonable y ven conmigo. Tenemos que alejarnos tanto como podamos antes de que llegue la mañana, ya que les robé los monederos a sus jefes. El dinero nos servirá para resarcirnos por tus cabras y por todo lo que nos han hecho. Hiltrud cerró los puños pero enseguida volvió a abrir los dedos.

—Bien hecho. Ahora debemos marcharnos de inmediato. Si nos descubren, nos cortarán en pedacitos.

Con un movimiento cansado se puso los restos de su vestido, que arrastraba detrás de ella.

—Vamos, Marie, ve a buscar a las demás. Mientras tanto, yo escogeré un par de cosas de nuestra carreta que podamos cargar a nuestras espaldas, ya que lamentablemente tendremos que dejar la mayor parte de nuestras pertenencias aquí.

—De acuerdo.

Marie se dirigió hacia el lugar desde donde provenían los sollozos que había estado oyendo todo el tiempo. Encontró a Märthe detrás de una de las ruedas grandes de una carreta. Como ella no reaccionaba cuando se acercó, sino que comenzó a sollozar aún más fuerte, Marie la sacudió y le habló en términos enérgicos para que se dominara. Pero justo cuando apareció Gerlind tambaleándose como un fantasma enjuto y pálido, Märthe logró calmarse lo suficiente como para ponerse de pie y buscar los jirones de lo que alguna vez había sido su vestido.

Gerlind no dijo nada, pero los puntapiés furiosos que le propinó a algunos de los borrachos dormidos demostraban que su rabia era más fuerte que su cautela. Tenía el vestido tan desgarrado que ya no servía ni para un espantapájaros. Pero como no tenía otro, se ató los restos como pudo al tiempo que lanzaba maldiciones. Los insultos de Gerlind atrajeron a Berta, que estaba completamente desnuda, iluminando con una tea a los soldados tirados en el suelo. Pronto encontró a un hombre de su talla, le quitó la camisa y se la puso.

—Nunca me habían follado con tanta brutalidad, ni siquiera en mis tiempos de prostituta de campaña —gruñó al tiempo que se plantaba frente a Gerlind—. Qué gran idea la tuya, conducirnos a un campamento de mercenarios. ¡Buena líder resultaste ser! Pero a partir de ahora seré yo quien dé las órdenes, ¿has entendido?

El rostro de Gerlind se desfiguró, transformándose en una mueca rabiosa. Sin embargo, no se defendió de la lluvia de acusaciones de Berta, sino que le propuso en tono casi sumiso tantear a los soldados que dormían para ver si les encontraban algún objeto de valor. Marie les dio la espalda a las tres mujeres que seguían gritándose y se unió a Hiltrud, que había abierto su equipaje y estaba eligiendo a la luz de una antorcha las cosas que podía llevarse. Marie cogió también sus pertenencias básicas. El resto de las cosas las arrojaron junto con la carreta a un pozo pantanoso que había detrás del campamento. Allí dieron con Fita, que al parecer había intentado arrastrarse hasta el agua y había quedado tendida entre los cañaverales, desvalida.

Fita no paraba de gemir y no reaccionó cuando Hiltrud le exigió que se dominara y se pusiera de pie. Cuando Marie se inclinó sobre ella y la tocó, Fita apenas alzó la cabeza.

—Déjame morir.

—No irás a flaquear ahora, Fita —respondió Marie, simulando ser enérgica, y le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie. Pero la mujer se acurrucó aún más, ya sin fuerzas.

Hiltrud miró a su alrededor buscando el vestido de Fita. Como no lo encontró, levantó un palo con el que se había tropezado, lo introdujo entre los últimos restos candentes de la fogata casi extinguida y sopló hasta que el fuego alcanzó la punta del palo. Luego regresó hasta donde se encontraba Fita. A la luz de las llamas, ella y Marie pudieron ver la brutalidad con la que habían atacado a Fita. De la cintura para abajo estaba bañada en sangre, y cuando la pusieron de pie, un delgado hilo rojo le corrió por entre los muslos.

Hiltrud agitó el puño en dirección al campamento.

—Ya decía yo que no eran hombres, sino bestias. ¡Ojalá que el diablo se los lleve pronto!

Ayudada por Marie, cargó a Fita hasta el arroyo que desembocaba en el estanque pantanoso y allí la lavó.

—Qué lástima que ya hayamos hundido nuestra carreta —dijo Hiltrud—. Podríamos haberle dado uso a la túnica que teníamos guardada.

—Puedo darle mi túnica de repuesto —propuso Marie.

—A juzgar por su aspecto, ya no creo que necesite ningún vestido. Me parece que en cualquier momento morirá —se oyó la voz de Berta tras ellas. Ella también se había metido en el agua con Gerlind y con Märthe y se lavaba como Marie y Hiltrud nunca antes la habían visto hacerlo. Incluso utilizó una piedra redondeada para quitarse la mugre y las huellas de los mercenarios que le habían quedado pegadas. Finalmente se limpió bien la boca.

—Yo no tengo problemas en chupársela a un hombre si me paga por ello. Pero esto fue un infierno.

Luego dirigió una mirada malintencionada a Marie, que sostenía la antorcha en alto para poder alumbrar mejor a Hiltrud.

—Tú, como siempre, volviste a tener más suerte que nosotras: con solo tres hombres en una carpa, de los cuales dos eran nobles. En cambio, nosotras… aún no había acabado uno, y el siguiente ya estaba clavándote su estaca.

—Los nobles también pueden comportarse como animales. Aunque me aseguré de que tengamos una pequeña indemnización, ya que les arranqué los monederos. Pero si no nos largamos de aquí enseguida, nos van a desollar por eso. Por suerte no parecen haber dejado a nadie montando guardia; si no, ahora estaríamos en un grave aprieto.

—¿Acaso crees que los guardias iban a privarse de la diversión? Se embriagaron y fornicaron como todos los demás, y ahora andarán tirados por ahí —Berta lanzó una carcajada y se plantó frente a Marie—. ¡Supongo que repartirás el botín en partes iguales entre todas!

Sonaba como una orden, pero Marie asintió solícita y dio unos golpecitos a las dos bolsas que llevaba en el cinturón.

—Lo haré, pero no aquí. Tenemos que alejarnos todo lo posible antes de que estas bestias se despierten.

Ayudada por Hiltrud, Marie le puso a Fita su túnica. Luego, ambas se ajustaron mutuamente sus atados en la espalda y cargaron a Fita entre las dos. Berta protestó por el tiempo desperdiciado y le dijo a Marie en la cara que era una tontería llevar a una mujer medio muerta.

Hiltrud terminó por perder la paciencia.

—¡Cierra tu sucia boca de una buena vez! ¿Qué crees que harán los hombres de Riedburg con Fita si descubren que nosotras desaparecimos con las bolsas de monedas de sus líderes?

Berta se encogió de hombros.

—Me da igual. Podemos ayudarla para que ya no sienta nada más. Después de todo, ése era su deseo.

Marie echó la cabeza hacia atrás.

—Si vuelves a hacer un comentario de ese tipo, no te daré nada de mi botín.

La amenaza de Marie tuvo un efecto inmediato. Berta cerró la boca y guardó un rencoroso silencio. Luego, en el camino, se mantuvo lejos de Marie, de Hiltrud y de Fita. Gerlind tampoco volvió a hablar con ellas ni se preocupó por su compañera herida, aunque continuó alumbrándoles el camino a Hiltrud y a Marie con la antorcha que seguía ardiendo. Märthe iba rengueando detrás de ellas, sin dejar de gemir en voz baja, a pesar de que parecía ser la que había quedado más entera.

Cansadas y heridas, las mujeres avanzaron tambaleándose con los dientes apretados a través de la noche que ya declinaba. Por miedo a que las persiguieran, evitaron los caminos y senderos. En su lugar, treparon entre los palos y las piedras, adentrándose cada vez más en el bosque. Justo cuando el follaje a su alrededor se volvió prácticamente impenetrable se atrevieron a detenerse y se desplomaron en el suelo agotadas.

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