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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (44 page)

BOOK: La ramera errante
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Hiltrud dejó escapar un insulto que habría puesto los pelos de punta incluso al sacerdote más curtido.

—Esas endiabladas putas roñosas nos robaron todo nuestro dinero.

Marie bajó la vista incrédula, se miró la falda y descubrió las tiras de cuero con las que había sujetado su propia bolsa y la bolsa robada. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda y tanteó enseguida debajo de su falda para ver si también le habían robado el oro de Siegward von Riedburg y el resto de sus ahorros. Cuando se tocó la bolsa y las carteritas con las monedas duras, pegó un grito de júbilo.

Hiltrud se quedó mirándola como si hubiese perdido la razón.

—¿Qué bicho te ha picado? ¿Gerlind y las otras nos roban y tú encima te alegras?

—No es tan grave como pensé en un principio.

Marie se levantó la falda y le mostró a su amiga los tesoros escondidos.

—Este dinero tiene por lo menos diez veces el valor de lo que nos robaron. No sabes cuánto me alegro de que no se les haya ocurrido revisarnos.

Hiltrud dejó escapar un suspiro de alivio, pero la furia que tenía hacia las ladronas era mayor que la alegría por la pequeña fortuna de Marie.

—Esas ladronzuelas tendrán que devolvernos cada moneda… ¡y por partida doble! Ven, Marie, buscaremos sus huellas y las seguiremos. Golpearé a Berta sin piedad hasta dejarla tendida en el suelo.

—Primero debemos ocuparnos de Fita.

Marie no esperó la respuesta de Hiltrud, sino que hizo un esfuerzo por ponerse de pie y se dirigió hacia donde estaba la enferma. Cuando vio su rostro, se dio cuenta de que ya no había nada que pudiera hacer por ella.

Se dio la vuelta, enjugándose las lágrimas que le brotaban de los ojos.

—Fita está muerta. El único consuelo que me queda es que gracias al trago sedante de Gerlind no sufrió.

Hiltrud puso los brazos en jarras y bajó la vista.

—Al revés, el sedante de Gerlind debe de ser lo que la mató.

—No lo creo. Simplemente, el té habrá acelerado su final. No creo que Fita hubiese podido sobrevivir más que unos días, estaba gravemente herida y ya no tenía deseos de seguir adelante…

Marie se arrodilló y acarició el rostro demacrado de la muerta.

—Adiós, Fita. Si realmente existe un Dios justo, te llevará junto a tu hijo, que concebiste sin querer y volviste a perder sin que pudieras hacer nada.

—Que Dios le dé la paz eterna. ¿Qué haremos con ella? No podemos dejarla aquí tirada.

Nerviosa, Hiltrud pisaba con un pie el otro.

—Tenemos que enterrarla.

Marie no dio tiempo a Hiltrud para que la contradijera, sino que tomó el cuchillo de Fita y comenzó a cavar. Hiltrud gruñó y maldijo, ya que no quería dejar escapar a Berta, pero igualmente la ayudó poniendo todas sus energías. La tarde transcurrió mientras ellas cavaban un pozo en la tierra con sus medios insuficientes, y cuando terminaron de depositar las últimas piedras sobre la tumba de Fita, el sol ya estaba escondiéndose.

Hiltrud estiró sus músculos acalambrados y suspiró.

—Tenemos que rezar una oración por ella. Pero no sé qué palabras usar.

Marie trató de acordarse de las oraciones que había oído en la catedral de Constanza y en la iglesia de San Esteban. Antes solía ir a misa a diario y escuchaba las canciones del coro de los niños cantores. Como Hiltrud estaba visiblemente nerviosa y quería buscar un nuevo lugar para acampar antes de que cayera la noche, decidió ser breve.

—Ten misericordia de Fita, Dios mío. En su corazón, siempre fue demasiado buena para este mundo. Amén —dijo a la vez que echaba un puñado de tierra sobre la tumba. Hiltrud cortó un par de flores y las dejó caer encima. Antes de partir, regresaron a la tumba, plantaron una cruz con dos ramas y un pedazo de tela y la clavaron en la tierra. Luego abandonaron el lugar tan rápido como si estuviesen huyendo.

Para su alivio, Gerlind y las demás les habían dejado sus ropas, de modo que al menos estaban provistas de lo indispensable. Hiltrud tenía otro vestido y Marie una túnica para cambiarse, además de dos mantas, los cacharros para cocinar, dos vasos de madera y un par de detalles imprescindibles para sobrevivir, tales como yesca, una piedra de lumbre y los ungüentos, que tras esa noche horrible necesitaban imperiosamente.

Una hora más tarde, mientras Hiltrud se quitaba su manto bajo la protección de unos abetos cuyas ramas llegaban hasta el suelo para preparar un campamento provisional, una pequeña bolsita de cuero le cayó en las manos. Al principio no pudo creerlo, pero cuando miró dentro, comenzó a reír.

—Esas urracas ladronas tampoco descubrieron mi reserva. No es mucho, pero al menos no tendremos que pagarnos el pan con tus monedas de oro. Esas monedas atraen a los guardias, que por lo general no son más que ladrones de guante blanco. Enseguida nos acusarían de haberlas robado y nos las quitarían.

Marie se extendió sobre su manta, cansada, y apoyó la cabeza en el brazo para poder ver a su amiga.

—El oro podemos cambiarlo únicamente con algún judío. En cualquier otro lugar resultaría demasiado llamativo y podría poner a Siegward von Riedburg tras nuestras huellas.

Hiltrud no tenía ganas de oír ese tipo de explicaciones, y reaccionó un tanto disgustada.

—¿De qué vamos a vivir entonces si no tenemos monedas de menor valor?

Marie se incorporó y le apoyó la mano sobre el hombro, tranquilizándola.

—No solo hay monedas de oro en las bolsas, sino también unos chelines y algunos peniques de Ratisbona. Además, podríamos hacer como Gerlind, que antes también se acostaba con clientes a cambio de pan, una jarra de vino o algo de grasa y miel.

—Gracias, prefiero el dinero.

Hiltrud le deseó las buenas noches con expresión malhumorada y le dio la espalda.

Marie comprendió que Hiltrud no pensaba en otra cosa más que en encontrar una pista que las llevara hasta las ladronas para alcanzarlas lo antes posible. Ella no tenía tanto apuro en encontrarlas, ya que creía a Berta capaz de echarles encima a los hombres de Riedburg. Por eso no se había opuesto a abandonar el último lugar donde habían acampado, y coincidía con Hiltrud en que por el momento no era conveniente encender fogatas, aunque el fuego ahuyentase a las fieras.

Tal como Marie esperaba, su amiga la despertó al despuntar la mañana y casi no le dio tiempo a terminar sus necesidades matutinas. Mientras se lavaba en el arroyo más próximo y se pasaba pomada en los genitales, Hiltrud se adelantó, impaciente, de modo que Marie comenzó a temer perderla de vista. Pero entonces oyó su voz.

—¡Marie! ¡Ven aquí pronto, rápido!

Marie se cargó el atado al hombro como pudo y siguió a Hiltrud.

Su amiga se hallaba de pie en medio de un sendero en el que no podía distinguirse si había sido transitado por animales o por personas, y le mostró muy excitada un charco barroso, casi seco. Entre las huellas de los ciervos y los jabalíes podía verse la huella de un pie humano desnudo. Hiltrud apoyó su propio pie al lado y lo presionó sobre el lodo. Cuando lo retiró, la huella de su pie era apenas un poco más grande que la otra, y algo más angosta.

—Si esta huella no viene de los pies de Berta, de aquí en adelante se lo haré gratis a todos los sacerdotes —declaró Hiltrud triunfante.

Marie asintió, pero luego levantó la mano en señal de rechazo:

—Es seguro que esas huellas son de Berta. Pero no sé si nos conviene perseguirlas en un terreno tan descampado. Los hombres de Riedburg siguen estando demasiado cerca para mi gusto.

Hiltrud sacudió la cabeza, furiosa.

—No dejaré que esa chusma de ladronas escape tan fácilmente. De Berta siempre esperé lo peor, pero Gerlind me decepcionó profundamente. Pasé muchos años viajando con ella y jamás me hubiese imaginado que un día llegaría a ser capaz de adormecerme sin escrúpulos para poder robarme. ¡Me pagará esa traición!

—Entonces tendríamos que ser más cautelosas. Siegward von Riedburg no se resignará a haber perdido su dinero.

—Si le temes tanto, no tendrías que haberle robado. ¿Qué más puede hacer, aparte de echar espuma por la boca de pura rabia?

Al ver que Hiltrud continuaba avanzando, Marie se dio cuenta de que su amiga estaba demasiado furiosa como para escuchar sus reparos, por razonables que fuesen. No le quedó más remedio que acompañarla y mantener los ojos y los oídos bien abiertos. Y muy pronto comprobó lo bien que había hecho. Habían seguido por un sendero que parecía no querer terminar nunca, que pasaba por entre los árboles tupidos y estaba lo suficientemente húmedo como para dejar marcadas las huellas de las tres mujeres que habían andado por ahí el día anterior. Cuando el sendero desembocó en un camino más ancho, Marie oyó un tintineo lejano de metal.

Tomó a Hiltrud del brazo y le dijo:

—¡Vamos, volvamos a los matorrales por los que acabamos de pasar!

Como la amiga dudaba, la arrastró detrás de ella.

Hiltrud la dejó hacer, confundida.

—¿Qué sucede?

Pero en ese momento ella también escuchó los golpes de las herraduras sobre el suelo enfangado y los vozarrones, y siguió a Marie sin decir palabra hasta los matorrales. Allí se tiraron al suelo, se acurrucaron y se quedaron quietas, sin atreverse siquiera a respirar a causa del miedo. Cuando, muy cerca de donde estaban ellas, los hombres dieron media vuelta y se marcharon por el mismo sendero por el que habían venido, levantaron la cabeza con suma cautela.

Tal como Marie lo había imaginado, el primero de los jinetes era Siegward von Riedburg, acompañado de cuatro hombres más a caballo. Detrás de ellos iba marchando una docena de mercenarios. Los hombres parecían tener un objetivo determinado, ya que pasaron de largo de donde estaban Hiltrud y Marie sin ni siquiera apartar la vista del camino. Muy pronto volvieron a desaparecer en la espesura del bosque, tan rápido como habían aparecido. Solo entonces las dos mujeres se atrevieron a respirar otra vez y se miraron aterradas.

—Hemos estado cerca. Si no tuvieses un oído tan fino…

Hiltrud no terminó de pronunciar la frase. Ambas habían visto la cara de Riedburg encendida de furia.

Hiltrud se apretó la mano contra el corazón, que amenazaba con saltársele del pecho.

—¿Nos adentramos más en el bosque o seguimos por el camino por donde vinieron los soldados? Entre los árboles no podemos avanzar tan rápido como quisiera. Me gustaría que pudiéramos poner una distancia de por lo menos un día de caminata entre nosotras y Riedburg.

Marie se rodeó el cuerpo con los brazos, como si estuviera muerta de frío.

—¿Y qué haremos si llega a aparecer algún rezagado?

—También lo oiremos acercarse a tiempo.

Hiltrud aparentaba una valentía que no sentía. Para ella era más seguro saber que había dejado al hidalgo Siegward atrás antes que continuar andando en círculos, exponiéndose a que él las sorprendiera en cualquier momento. Marie no pudo rebatir ese argumento. Así que se arrastraron hasta salir de los matorrales y continuaron su camino en silencio, estremeciéndose de pánico ante el más mínimo ruido.

Sin embargo, tuvieron suerte. Por el este comenzó a oscurecer sin que se cruzaran ni con un caminante ni con un mercenario de Riedburg. Finalmente llegaron hasta un cruce de caminos y se detuvieron a deliberar por qué lado les convenía seguir. De pronto, Marie pegó un grito. Hiltrud le tapó la boca inmediatamente.

—Cállate —le ordenó Hiltrud para que su amiga se dominase.

Marie jadeó, ahogada, y asintió con la cabeza. Cuando Hiltrud le apartó la mano de la boca, señaló hacia el bulto sangriento y desfigurado que alguna vez había sido Gerlind, y una ola de náuseas la hizo doblarse. Tropezó y se retorció al vaciar el contenido de su estómago, hasta que su interior pareció consistir únicamente de bilis. Hiltrud no podía ocuparse de Marie, ya que el espanto la había convertido en una estatua de sal, y no podía apartar la vista de aquel cadáver rodeado de moscas que parecía observarla lleno de reproche desde sus órbitas vacías.

—Gerlind era una ladrona y nos traicionó. Pero no se merecía semejante final —dijo, cuando Marie logró incorporarse y se detuvo junto a ella.

—El que lo hizo no tiene alma humana.

Marie gimió a causa de los calambres en su estómago vaciado por completo y se alejó de allí tambaleándose encorvada.

Hiltrud fue corriendo tras ella y descubrió los restos de Berta a no más de diez pasos de distancia. La rolliza prostituta había sido castigada con tal salvajismo que únicamente podía reconocérsela por el cabello y los restos de la túnica que llevaba puesta la última vez que la habían visto. Se notaba que Siegward y los suyos habían descargado toda su furia por el robo sobre los cuerpos de aquellas mujeres hasta transformarlos en un manojo de carne destrozada y huesos pelados.

Mientras que el estómago de Marie se calmaba un poco, las lágrimas comenzaron a rodarle como un torrente por las mejillas.

—¿Cómo pudo suceder?

—Deben de haberse cruzado con los mercenarios de forma tan imprevista que no tuvieron ninguna oportunidad de escapar.

Hiltrud se apartó, espantada, esperando que al menos Märthe hubiese logrado huir de esos carniceros. Pero sus esperanzas se desvanecieron enseguida, ya que la joven prostituta yacía a la vera del camino, tan desnuda y destripada como las otras dos.

Marie sacudió la cabeza desesperada.

—¿Cómo puede un ser humano actuar con semejante crueldad?

Hiltrud, que hasta el momento había mantenido la entereza, comenzó a llorar a gritos al ver los restos de la joven muchacha.

—Riedburg debe de haber pensado que Gerlind y las otras habían gastado su oro —explicó entre sollozos.

—Dios mío, entonces todo esto es culpa mía —susurró Marie—. Si yo no hubiese robado el dinero, nuestras amigas aún seguirían con vida y estarían con nosotras.

Al oír esas palabras, Hiltrud se recompuso, se secó el rostro con la manga del vestido y apoyó su mano en el hombro de Marie.

—¡Ahora, escúchame bien! Si estas tres no nos hubiesen narcotizado y saqueado, seguirían con vida y estaríamos todas a salvo. ¿Adónde crees que se dirigían Siegward von Riedburg y sus asesinos? Están cabalgando hacia el lugar donde nos abandonaron las ladronas. Alguna de ellas debe de haberles explicado a esos carniceros cómo llegar hasta allí. Si ellos no se hubiesen demorado tanto en perpetrar su masacre o si el efecto del narcótico de Gerlind hubiese durado algo más de tiempo, ahora nosotras también estaríamos tiradas en alguna parte con las tripas fuera, igual que ellas. Y nuestro final seguramente habría sido más lento, ya que Riedburg habría hallado su bolsa con nosotras.

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