La ramera errante (48 page)

Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
13.36Mb size Format: txt, pdf, ePub

Él sonrió y le acarició la cabeza como si fuera una niña.

—¿Te asombras? Es muy fácil de explicar. En la posada de la viuda Grete suelen alojarse mensajeros y sirvientes de mercaderes ricos que cargan con sumas considerables o con documentos valiosos. Y lógicamente quieren saberse seguros tras puertas bien cerradas durante su estancia aquí.

Marie asintió abriendo bien los ojos, por lo que Jodokus sonrió ante su pretendida ingenuidad. Sin embargo, en su interior Marie temblaba de excitación, ya que ahora sí estaba absolutamente convencida de que el hombre llevaba consigo unos documentos valiosísimos.

La habitación era apenas la mitad de grande que la que ella y Hiltrud habían alquilado en la pocilga a orillas del canal, y estaba ocupada casi en su totalidad por una cómoda cama. Completaban el austero mobiliario un banquito junto a la cabecera y un par de ganchos fuertes en la pared, de los que podían colgarse prendas o equipaje. Sobre el banquito había otra capa gris que parecía cubrir algo. Marie se moría de ganas de quitar la prenda para ver lo que había debajo, pero Jodokus la arrastró enseguida a la cama y comenzó a palparle la entrepierna a pesar de que en ese momento entraba la posadera.

La señora Grete resopló molesta.

—Si hubiese sabido que estabais tan necesitado, habría venido a veros anoche.

Jodokus le ordenó groseramente que apoyara el vino y el agua al lado del banquito y se esfumara. Mientras la posadera se retiraba ofendida, Jodokus se desvistió con tal rapidez que estuvo a punto de desgarrarse las ropas, y presentó ante Marie su miembro erecto, listo para la batalla. Pero Marie lo detuvo cuando él estaba a punto de arrojársele encima, señalando la jarra de vino.

—Calma, amigo mío. Bebamos un trago antes. Luego quiero que dejes todo en mis manos y hagas lo que yo te diga.

—Debo tenerte —gimió Jodokus desesperado—. Tengo los testículos a reventar de las ganas.

—Si estás demasiado excitado, no podrás disfrutarlo.

Marie se sentó sobre la cama con las piernas cruzadas y lo atrajo hacia sí. Mientras él la contemplaba con gesto de súplica, ella llenó los vasos y brindó por él. Luego vertió un poco de vino en el agua, embebió con el líquido un trozo de género que estaba colgado de uno de los ganchos y comenzó a lavar al monje de la cabeza a los pies. Al llegar a sus partes más sensibles tuvo que proceder con mucho cuidado para evitar que eyaculara antes de tiempo, ya que realmente estaba a punto de estallar. Si él llegaba a pensar que ella no quería que se corriese dentro de ella, habría resultado perjudicial para sus planes.

Cuando Jodokus comenzaba a retorcerse de lujuria, Marie se recostó para recibirlo. El hombre era cualquier cosa menos un amante hábil, y se movía torpemente sobre ella. Sin embargo, Marie ocultaba todas estas impresiones detrás de una sonrisa. Cuando poco después él se desplomó sobre ella con un fuerte gemido, lo acarició y se estiró como si estuviera muy satisfecha con él.

—Estás… estáis tan distinto que antes, Jo… no, señor Ewald. Ahora sí que parecéis un hombre de alcurnia. ¿Cómo lo habéis logrado?

Marie se incorporó un poco y comenzó a acariciarle la espalda, cubierta de una pelusa rala. Mientras lo hacía, meneaba las caderas de forma incitante.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó sobre el rostro de Jodokus.

—Con mi cabeza, preciosa mía. Los nobles creen ser extraordinariamente inteligentes y quieren reglamentar todo de acuerdo con su propia voluntad. Y a los que son como yo nos ven solo como una herramienta que pueden usar a su antojo y luego tirar como un zapato roto. Pero yo soy más listo que todos ellos juntos, y voy a desplumar como a un ganso navideño al conde de Keilburg y a su secuaz, Ruppertus Splendidus. Se van a arrepentir de haberme querido contentar con una miseria. Y cuando haya recibido lo que me corresponde, desapareceré contigo para siempre. ¿Qué te parece Handes? Dicen que es precioso. Aunque también podemos abandonar el Imperio y radicarnos en Francia o en Inglaterra. Allí podrías quitarte esas estúpidas cintas amarillas del vestido, y de esa manera podríamos vivir juntos como una pareja unida ante Dios y el mundo.

Marie lo miró con admiración y aparentó sentirse muy sorprendida de que quisiera medirse con nobles señores de la talla del conde de Keilburg. Pero sus esperanzas de enterarse un poco más en detalle de las relaciones de Jodokus con su antiguo prometido no se cumplieron. El antiguo monje se limitó a hacer unas insinuaciones misteriosas y la consoló con promesas futuras. Solo le contó que esa noche se encontraría con un mensajero del conde de Keilburg para recibir una considerable suma de dinero.

AI decirle eso, soltó una risita maliciosa.

—Tengo algo que es valiosísimo para el conde Konrad y su hermano bastardo y que puede llegar a ser muy peligroso para ambos si llega a caer en las manos equivocadas.

Marie lo abrazó espontáneamente para ocultar su rostro en los hombros de él y poder contener un grito de júbilo. En su lugar, balbuceó un par de palabras de admiración. Fuera lo que fuere lo que tenía Jodokus, quería conseguirlo, no importaba si para ello tenía que dormirlo con algún narcótico. Mientras él jugaba con su vello púbico y contemplaba con tristeza su miembro aún fláccido, Marie pensaba en cómo engatusarlo. Tal vez él se fuese con ella si le aseguraba que poseía algo para ayudarlo a levantar su virilidad rápidamente. Pero ahora él parecía haber perdido el interés en su cuerpo. Se levantó de un salto, volvió a calzarse los pantalones y se puso la camisa con la misma rapidez con que se la había quitado antes. Luego extendió los brazos en dirección a la manta, triunfante.

—Ya sé cómo hacer. Los tipejos con los que tengo que vérmelas se las saben todas. Pero ahora sé cómo desbaratar sus planes. Marie, te daré un paquete que debes cuidar mucho. No debes abrirlo ¿me oíste? A la posadera pueden comprarla con dinero en cualquier momento, y temo que alguno de los hombres de Ruppert entre en mi habitación y me robe mientras estoy negociando con su mensajero. Sería fatal para nosotros dos que pudiese recuperar las cosas sin pagar el precio que exijo por ellas. Pero ni el licenciado ni los patanes que están a su servicio se darán cuenta de que le he confiado mis valiosos documentos a una cortesana.

Marie no compartía esa idea de Jodokus, ya que creía conocer a Ruppert lo suficientemente bien. Los secuaces del traidor darían la vuelta hasta la última piedra del pavimento de Estrasburgo y sus alrededores para recuperar los documentos. Pero como su intención era robárselos al monje fugado, esa perspectiva no le interesaba. Las prostitutas errantes iban y venían como el viento y rara vez dejaban rastros.

Jodokus sacó de debajo de su capa un paquete envuelto en cuero engrasado y sellado con lacre.

—¿Puedes ocultarlo debajo de tu falda cuando te marches?

Ella abrió mucho los ojos y la boca para parecer diligente y solícita.

—¡Pero claro, por supuesto! Lo pondré entre mi enagua. Nadie notará que me has dado algo.

Jodokus se inclinó sobre ella, frotó la nariz contra sus senos y volvió a bajarle las bragas.

—Eres una muchacha muy lista, pero ahora ábreme nuevamente las puertas de tu catedral, que me están entrando ganas de orar allí de nuevo.

Capítulo XII

Dos horas más tarde, Marie estaba sentada sobre un lecho de juncos nuevos en su habitación húmeda, contemplando las hojas que había extendido ante sí sin poder dar crédito a sus ojos. Jodokus había estado al servicio de Ruppert desde hacía años y participado de muchas de sus intrigas, o se había robado aquel paquete con todos los documentos. Si lo correcto era lo segundo, entonces el monje tenía que ser mucho más astuto de lo que Marie pensaba.

Además del testamento del caballero Otmar von Mühringen, hurtado del monasterio de Santa Otilia, había cinco documentos más que contenían disposiciones testamentarias y transferencias de tierras, además de otras hojas en las cuales Jodokus describía con detalle cada uno de los golpes y las estafas perpetradas por el licenciado Ruppertus, ya fuese en nombre de su padre, de su hermano, de importantes hombres de la Iglesia o por propio interés.

Marie se alegró por primera vez en su vida de que su padre la hubiese obligado a aprender a leer y a escribir como si fuese hija de alguna familia patricia de Constanza. A tal fin, había contratado como maestro a un monje anciano que al principio no tomó en serio a su alumna y le hizo aprender un par de palabras y frases de memoria a cambio de una abultada suma de dinero. Pero la buena comida y el buen vino en casa de maese Matthis y la minuciosidad con la que el padre de Marie supervisaba las clases terminaron por convencerlo de que debía hacer su trabajo de forma más concienzuda.

De modo que le enseñó a redactar cartas y contratos y a llevar un libro de gastos domésticos. Más tarde, el monje, que no quería renunciar tan pronto a aquella vida lujosa, pasó a enseñarle los fundamentos del latín con ayuda de su libro de oraciones, para que ella pudiese traducir las oraciones que se rezaban en la iglesia y las leyendas en las paredes de la catedral. Entretanto, Marie había olvidado muchas cosas, pero las clases que había tomado en esos años le sirvieron para descifrar, al menos en parte, los comentarios de Jodokus escritos en latín.

Jodokus debía de haber sido el hombre de confianza de Ruppert, tal vez incluso uno de sus maestros, ya que parecía conocer cada paso de Splendidus. Marie encontró, detallado paso por paso, lo que había hecho su antiguo prometido para quitarle sus propiedades a Gottfried von Dreieichen y a Walter von Felde, los vecinos del caballero Dietmar, utilizando documentos falsos. Cuando leyó por encima los demás comentarios, se topó con el nombre de su padre y el suyo propio. Era siniestro leer un informe sobre su propio destino. La Marie que figuraba en el pergamino parecía ser una extraña, una muchacha que, según la firme convicción de Jodokus, no podía haber sobrevivido mucho tiempo a las consecuencias de los maltratos sufridos y de su destierro. Por suerte para ella, a pesar de la descripción tan acertada que había hecho en sus anotaciones, hasta el momento el antiguo monje no había relacionado a la prostituta errante Marie con la hija de Matthis Schärer.

Jodokus describía profusamente la manera en que Ruppertus había procedido para quedarse con la fortuna del rico pero poco influyente burgués de Constanza Matthis Schärer. De acuerdo con lo que se podía leer allí, el crimen había sido planeado antes de elegir a la víctima. El cochero Utz había salido a buscar en nombre de Ruppertus Splendidus al candidato adecuado y le había recomendado ofrecerse como yerno a su padre. Utz sabía que Linhard le había echado el ojo y que su padre lo había rechazado de plano. Por eso había podido convencerlo de que la denunciara y participara de la violación. También había sido Utz el que había utilizado a la viuda Euphemia para terminar matándola cuando ella intentó extorsionar a Ruppert. Marie sintió escalofríos al leer aquellas bajezas morales plasmadas en tinta de mala calidad sobre un pergamino delgado y raído, como si se tratara de un documento de alguna época gris, remota, dominada por los demonios. La oscuridad le impidió continuar descifrando otros crímenes de su antiguo prometido. Además, ya se había retrasado más tiempo del conveniente leyendo, tenía que desaparecer antes de que Jodokus volviera a reclamarle esos papeles. Por un instante consideró la posibilidad de huir en ese mismo momento, sin esperar a Hiltrud. Su amiga ya había limpiado la habitación y luego había abandonado el albergue, pero aún no había regresado. Pero, por suerte, Marie se dio cuenta a tiempo de que, si ella escapaba, Jodokus o la gente de Ruppert descargarían su furia sobre Hiltrud y probablemente la matarían. De modo que no le quedaba más remedio que esperarla, aunque el suelo pareciera quemarle los pies.

La torre de la catedral dio las ocho. En media hora se haría de noche y Jodokus se reuniría con el enviado de Ruppert. Marie se sintió atraída por la idea de ser testigo secreto de aquella conversación. Luchó unos instantes a brazo partido contra la curiosidad, que crecía en su interior como una ola irresistible y amenazaba arrasar con toda la razón. Luego se entregó a esa sensación, juntó todos los escritos y volvió a envolverlos en el cuero engrasado. Como no quería dejar el paquetito en el albergue, lo guardó en su pañoleta y ató los extremos sobre su pecho, de manera que lo cargaba sobre su espalda como a un bebé, y abandonó la casa sin ser vista.

Finalmente, Jodokus había terminado por ponerse hablador y le había contado que el encuentro tendría lugar bajo un sauce particularmente grande que había a orillas del rio, a unos cien pasos de la puerta que daba al puerto. Marie descubrió el árbol enseguida, y trató de ver si lograba distinguir los contornos de una figura humana. Iba acercándose al árbol con tal sigilo que era casi imposible que la descubriesen. Sin embargo, no habría sido necesaria tanta cautela, ya que no había nadie en los alrededores del árbol. Súbitamente decidida, corrió hasta la orilla y se escondió detrás de unos arbustos. Parecieron transcurrir horas hasta que un hombre descendió desde la puerta. Se dio cuenta de que era Jodokus por su forma de caminar. El antiguo monje se había envuelto en su capa y se deslizaba por la oscuridad como una sombra gris. Parecía estar muy nervioso, ya que se daba la vuelta constantemente, como si tuviese miedo de su propia sombra. Marie temió que de tanto mirar acabase por descubrir su escondite, pero entonces alguien comenzó a acercarse al sauce desde la dirección contraria con pasos enérgicos. El hombre también ocultaba su figura bajo una capa amplia y tenía un sombrero de ala ancha calado de tal forma que le ocultaba el rostro. Marie se acurrucó hasta hacerse bien pequeña cuando pasó por donde estaba ella, y agradeció a Dios que justo en ese momento un manto de neblina cubriera el campo, poniéndola a salvo de miradas curiosas.

—Hola, Jodokus, aquí estamos otra vez, frente a frente.

En aquella voz flotaba una amenaza que le puso los pelos de punta a Marie. La muchacha se llevó la mano a la boca para no gritar de pánico y furia, ya que había reconocido al hombre. Era Utz, el cochero.

Jodokus parecía sentirse tan incómodo en su presencia como ella, ya que dio un paso atrás y levantó las manos, como defendiéndose.

—¿Tienes el dinero?

—Sí, lo tengo conmigo. Pero antes quiero ver la mercancía.

Jodokus soltó una carcajada nerviosa.

Other books

DeadlySuspicious.epub by Amarinda Jones
Distracted by Warren, Alexandra
The Beauty Diet by Lisa Drayer
The Voyage Out by Virginia Woolf
With Every Breath by Beverly Bird
My Dearest Cal by Sherryl Woods
Dear Digby by Carol Muske-Dukes
A Heart So White by Javier Marias
Coming Home by Priscilla Glenn
Fragmented by Fong, George