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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (50 page)

BOOK: La ramera errante
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Sonó como si estuviese seduciéndolo, pero Jobst levantó las manos.

—Tal vez más tarde. Primero son los negocios. ¿Entonces qué, mis cuatro preciosas? ¿Queréis ganar un florín de oro auténtico como propina y venir conmigo a Constanza? Os garantizo que obtendréis excelentes ganancias.

—Más bien creo que nos harán montar las tiendas en el área de Brüel y abrirnos de piernas para la chusma que se acerca a Constanza atraída por los nobles señores, y todo ello por un par de miserables peniques. No, Jobst, tus frases rimbombantes no me harán caer en esa trampa.

El tono de Marie sonaba cortante y asustó a las otras dos prostitutas, que no la conocían tanto como Hiltrud.

Jobst meneó la cabeza enfadado.

—Por Dios, mujer, eres hermosa como un ángel y en Constanza podrás recibir a los señores más nobles.

—Dudo mucho de que un conde o un prelado entren en la tienda de una prostituta errante.

Marie frunció los labios e hizo ademán de levantarse e irse. Pero Jobst se interpuso en su camino.

—Puedo conseguir alojamiento para ti y tus amigas a cambio de un alquiler razonable, por cierto, y eso que en Constanza quedan ya tan pocos lugares donde alojarse que hasta algunos nobles tienen que dormir en pajares, en establos, y mucha gente debe pasar la noche en Meersburg y en Überlingen, al otro lado del lago.

Pero eso tampoco logró convencer a Marie.

—En un prostíbulo, seguro, cuyo posadero te pagará por conseguirle muchachas bien dispuestas.

Marie ya estaba por hacerlo a un lado cuando él dio un pisotón y le gritó furioso:

—Por Dios, mujer, ¿realmente eres tonta o te lo haces? Os conseguiré una casita en donde podréis trabajar por cuenta propia. A mí no me debéis nada, ya que yo recibo un premio del consejo por cada prostituta que llevo.

Helma se acercó meneando las caderas y tomó a Marie del hombro.

—Mira, yo estoy a favor de aceptar la propuesta. Aunque fuese cierto solo la mitad de lo que dice Jobst, igual estaríamos mejor que aquí.

—Yo también quiero ir a Constanza. Allí habrá mucha gente de mi patria y podré hablar mi propio idioma.

Era evidente que Nina ya se había decidido.

Hiltrud se acercó a Marie y la abrazó como si fuese una niña. Era obvio que se quedaría con ella aunque las otras dos prostitutas se fueran. En la mente de Marie, los pensamientos se arremolinaban como las hojas con el viento del otoño. Cuánto le habría gustado ir a Constanza. Pero el veredicto de un juez despiadado lo impedía.

—No me agrada la idea —explicó Marie con expresión de amargura—. A una amiga mía la castigaron allí de tal manera que quedó pulverizada y estuvo a punto de morir, y yo también tengo mis motivos para evitar la ciudad.

Jobst lanzó una sonora carcajada.

—Conque era eso. Has cometido alguna travesura allí. No te preocupes, preciosa mía. Si viajas conmigo, irás bajo la protección de la paz imperial. Nadie puede atreverse a ponerte una mano encima, y los guardias tienen que dejarte andar por la ciudad libremente.

El reclutador de prostitutas le hizo un guiño cómplice a Marie, al tiempo que le palmeaba la mejilla.

—El Emperador tuvo que prometer protección y un salvoconducto a todos, además de disponer una paz territorial generalizada, ya que muchos de los señores reunidos en Constanza se encuentran enfrentados en desafío. Esta paz no solo vale para los miembros del concilio, sino también para todos los que contribuyan a su buen desarrollo. Y a mí me parece que una cortesana contribuye por lo menos en igual medida a ello que un monje con su oración o que el mercader que abastece a los señores de comida y bebida.

Tal vez la carta de protección imperial pueda impedir que las autoridades vuelvan a proceder en mi contra, pensó Marie. Pero esa carta no detendría a Ruppert y sus secuaces, ya que el Rin no devolvía los muertos tan pronto, y nadie preguntaría dos veces por una prostituta desaparecida. El problema era que, si evitaba acercarse a Ruppert a causa del miedo, jamás podría hacer nada contra él ni sus cómplices. Pensó en el testamento del caballero Otmar, que para Dietmar von Arnstein y su esposa era más valioso que el oro, y que seguía estando en su poder junto con los otros documentos.

Solo había podido descifrar algunos de los comentarios de Jodokus acerca de esos escritos, pues sus conocimientos de latín eran muy rudimentarios y no entendía muchas de las abreviaturas. Pero estaba segura de que, en las manos indicadas, esas anotaciones acerca de los documentos constituían el arma que destruiría al conde de Keilburg y al licenciado Ruppertus Splendidus. Sin embargo, para una prostituta despreciada como ella carecían de valor. Además ¿cuál era el hombre indicado? El caballero Dietmar ya había sido engañado una vez por Ruppert, y difícilmente lograría imponerse ante él la próxima vez. Pero si el caballero la ayudaba, tal vez encontrase a alguien más poderoso que pudiese proceder contra Keilburg. Tal vez ella misma lograra encontrar a un enemigo de Keilburg de alto rango que pudiese servirse de sus documentos y destruir a sus enemigos con todo el peso de la ley. Solo tenía que abrir bien los ojos y los oídos, y abrirse de piernas para la mayor cantidad posible de personajes importantes.

Marie suspiró profundamente y levantó la cabeza con tal energía que sus rizos quedaron flotando.

—Muy bien, Jobst. Iremos contigo a Constanza.

Helma y Nina dejaron escapar un grito de júbilo, y Hiltrud soltó un profundo suspiro que no fue precisamente de alivio. Ahora ya no había vuelta atrás, fuera cual fuere el destino que esperaba a Marie en Constanza.

Capítulo II

Era muy temprano. El lago seguía oculto bajo una espesa capa de niebla, de modo que la isla del monasterio de los monjes mendicantes se recortaba como un espectro. Unas gavillas aisladas se divisaban a lo largo de la muralla que bordeaba el lago y penetraban cual monstruos extrañamente deformados en las callejuelas aún desiertas. Cerca de St. Lorenz, una muchacha joven se asomó a la puerta, miró cuidadosamente a su alrededor y caminó bajo los pilares calle abajo hasta llegar la plaza del mercado. Allí dobló hacia la Ringgasse, que conducía a la puerta Paradiesertor. La muchacha iba ataviada con un sencillo vestido marrón, de esos que solían vestir únicamente las criadas, y se había envuelto la cabeza y el torso con una pañoleta grande y raída. Sin embargo, en los pies calzaba unos buenos zapatos de cuero de vaca, algo que una criada no podía darse el lujo de tener.

Miraba todo el tiempo a un lado y a otro preocupada, como si temiera que alguien la descubriese, y cada vez que oía pasos se desviaba por una calle lateral. Sin embargo, se dirigió al guardián de la puerta Paradiesertor con total confianza.

—Has salido temprano, doncella Hedwig —la saludó él de forma amistosa, y señaló el ramo de flores primaverales que ella llevaba en la mano—. Parece que quieres ir otra vez al cementerio de los pobres a visitar la tumba de tus parientes.

La muchacha asintió efusivamente.

—Claro, Burkhard. Hoy es la Anunciación de María, el día en que Marie nació y fue bautizada. Por eso tengo que ir a rezar por ella y por el alma de su pobre padre.

El guardián de la puerta meneó la cabeza.

—Eso no le agradará a ciertas personas.

—Lo sé. Pero no dejaré que eso me detenga.

Sin querer, Hedwig miró por encima de sus hombros en la dirección donde se encontraba la finca que alguna vez había pertenecido a Matthis Schärer y en la que ahora vivía el licenciado Ruppertus Splendidus. A él no le gustaba en absoluto que ella honrara a ambos muertos. Pero no podía prohibirle que rezara junto a la tumba en la que estaba enterrado el cuñado de su padre. El licenciado y algunos otros aseguraban que, en realidad, esa tumba pertenecía a un mendigo leproso, pero ni ella ni su padre le creían. Su madre la reprendía siempre por su testarudez, y trataba de convencerla de que no fuera más, ya que no quería provocar la ira del noble señor. Por eso Hedwig tampoco se había atrevido a decirle que esa mañana iría a visitar la tumba.

El guardián le abrió la pequeña puerta en el ala del portal y le deseó un buen día. Como ella oyó que alguien se acercaba, atravesó la puerta sin responderle y siguió caminando con paso rápido. Poco después de ella, un hombre de mediana edad vestido con los hábitos de un abad benedictino llegó a la puerta Paradiesertor y, sin saludar, le hizo una seña al guardián para que le abriera. Burkhard hizo una mueca de desagrado y se tomó muchísimo más tiempo que con la muchacha para destrabar el candado y abrir la puerta, ya que no le gustaba ese abad obeso que pasaba por su lado con gesto altanero, como si un guardián no fuese un ser humano, sino un insecto repugnante que se arrastraba por los adoquines junto al portal. Burkhard quiso gritarle a Hedwig que tuviese cuidado. Pero cuando asomó la cabeza por el portal, la muchacha ya se había internado en la niebla. Sin embargo, Burkhard estaba seguro de que la meta del abad Hugo, que se hacía llamar "von Waldkron" por el nombre de su convento, también era la zona de Brüel, donde, además del cementerio de animales y la plaza de ejecuciones, también estaba emplazado el cementerio de pobres de la ciudad de Constanza.

Hedwig Flühi, la hija de maese Mombert, caminaba ahora por la parcela descuidada en la que se enterraba a los mendigos y otros vagabundos sin patria que habían pasado a la eternidad estando en Constanza. Apuró el paso cruzando las pequeñas montañitas abandonadas y llenas de pastizales, hasta llegar a un lugar que se diferenciaba enormemente de los otros. Al enterarse de quién estaba enterrado allí, Hedwig había ido a buscar tierra negra de la turbera de Wollmatingen, la había esparcido sobre la tumba y había plantado allí bulbos de toda clase de flores. Para alegría suya, ya habían florecido allí docenas de campanillas blancas como estrellas brillantes, y los primeros crocos comenzaban a asomar sus dedos verdes desde el interior de la tierra.

Hedwig se agachó y se puso a alisar la tierra justo donde un perro había cavado un pozo. Luego miró con tristeza la pequeña lápida que su padre había mandado hacer hacía poco tiempo. Ya era la cuarta desde aquellos sucesos terribles del año del Señor de 1410. Mientras que la primera lápida había sido de granito, esta vez Matthis Schärer tenía que contentarse con una simple placa de arcilla horneada. De otro modo, a Mombert Flühi le habría resultado demasiado caro, ya que la lápida desaparecía al menos una vez al año, cuando no aparecía destrozada. Nadie sabía quién lo hacía, pero Mombert y su hija estaban seguros de que el licenciado Ruppertus Splendidus andaba detrás del asunto. Al señor no le gustaba que le recordasen cómo había adquirido su riqueza, pero Hedwig, que lo odiaba con toda el alma, se había jurado otra vez hacer todo cuanto pudiese para que no lo olvidara.

Pasó la mano por la sencilla inscripción en la lápida, que solo decía que allí estaba enterrado Matthis Schärer. También figuraba el nombre de Marie, a pesar de que la hija de Matthis Schärer no descansaba en esa tumba. Los padres de Hedwig creían, como muchos otros, que seguramente Marie no había podido sobrevivir por mucho tiempo al castigo extraordinariamente duro que le habían infligido. Por las noches, a Hedwig seguían asaltándola unas pesadillas atroces, ya que aquel fatídico día ella había estado en la plaza y, mezclada entre la muchedumbre, había asistido paralizada al azote público de Marie. Sin embargo, se resistía a creer que Marie pudiese haber muerto a consecuencia de los azotes, ya que consideraba que Dios no podía ser tan injusto. En cambio, ella se imaginaba que su prima llevaba una existencia piadosa y solitaria en una ermita, y que los animales salvajes del bosque se le acercaban llenos de confianza, como si se tratase de una santa.

Cuando Hedwig oyó que alguien se acercaba con pasos presurosos por el sendero de gravilla que conducía desde Paradiesertor hasta el cementerio de los pobres, se escondió detrás de unos arbustos secos y clavó los ojos en la niebla para intentar distinguir quién se acercaba. Cuando divisó al obeso abad, que enfundado en su sotana blanca parecía un fantasma sediento de sangre, miró a su alrededor buscando un lugar por dónde escapar.

Hugo von Waldkron era un asiduo visitante de su enemigo Ruppertus Splendidus. El eclesiástico la perseguía desde hacía varias semanas, pero hasta el momento ella siempre había logrado esquivarlo a tiempo, y todo gracias a Jula, la hija de una vecina, que trabajaba de criada en casa de Ruppertus Splendidus. Era ella quien le había advertido acerca del hombre de Waldkron. Según le había contado, cuando el abad quería poseer a una mujer, no aceptaba un no, sino que, si era necesario, la tomaba por la fuerza.

A Hedwig le entró el pánico, ya que se decía que, a pesar de su vientre pronunciado, el abad era fuerte como un oso. Si llegaba a cogerla, la violaría y ella acabaría por correr la misma suerte que Marie. A esa hora de la mañana, nadie escucharía sus gritos, y si llegaba a aparecer alguien, probablemente no estaría dispuesto a exponerse a la ira de un hombre tan influyente.

—Perdonadme, tío Matthis, Marie, que hoy no pueda orar ante vuestra tumba.

Hedwig vio que el abad se giraba como si hubiese oído un ruido, se apresuró a dejar sus flores sobre la tumba y salió corriendo por la parte de atrás del cementerio de pobres en dirección al seto que lo rodeaba. En aquel paraje, el follaje era un poco más tupido que en la parte que daba a la ciudad, pero allí también había espacios por los cuales podía abrirse camino un cuerpo delgado como el suyo. Solo tenía que aguardar un rato sin ser vista. Se ocultó sigilosamente detrás de unos arbustos, se acurrucó todo lo que pudo en el suelo y se quedó mirando cómo el abad avanzaba decidido hacia la tumba de Matthis Schärer. Era evidente que alguien le había dicho que ella solía orar allí el día del santo de su prima y le había indicado el camino.

Hedwig vio que el hombre miraba a su alrededor y, tras unos instantes, volvía a la entrada. Rápidamente se abrió paso por el seto y salió corriendo. Suponía que el abad seguiría mirando por un rato hacia la puerta Paradiesertor, y se dirigió hacia el Rin para regresar a su casa entrando por la puerta Schottentor.

Hedwig se daba la vuelta a cada instante por miedo a que el abad pudiese haberla descubierto en el último momento y estuviese persiguiéndola. Por eso no vio a los cuatro hombres enfundados en coloridos uniformes de guerra que venían subiendo desde la orilla del Rin. Se trataba de mercenarios, de los muchos que solían vagar en grupo por Constanza y sus alrededores y no tenían otra cosa que hacer que esperar las órdenes de sus superiores. Los cuatro hombres habían dejado sus habitaciones en el convento de los escoceses y se dirigían rumbo a la ciudad. Al ver a una criatura femenina, comenzaron a lanzar gritos de júbilo y avanzaron hacia ella.

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