Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (23 page)

BOOK: La ramera errante
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Yo renuncio de antemano, ya que, como tú mismo has dicho, tengo el pico demasiado afilado para tu señor.

Marie se dispuso a retirarse, pero el hombre no aflojaba.

—Tengo órdenes de reunir a todas las prostitutas que hay en esta feria para seleccionarlas y examinarlas.

Marie le mostró los dientes.

—Si vamos a tu carpa, perderemos tiempo durante el cual podríamos ganar dinero.

Giso apretó un puño, pero luego apoyó la mano en la cadera, relajado, como si no quisiera dejarse provocar.

—Todas las prostitutas serán indemnizadas por las molestias causadas.

Con esas palabras, se dio media vuelta y se marchó.

Marie se llevó los dedos a la cabeza.

—¡Qué hombre más extraño! Nos trata como si fuéramos gallinas de las cuales tiene que elegir la más gorda para sacrificarla.

Hiltrud se rió de la comparación, pero luego señaló las galerías entre los puestos de la feria, que aún seguían vacías.

—Si nos dan dinero por ir a mostrarnos, deberíamos ir. Dentro de una hora tampoco vendrán a la explanada clientes que nos sean de utilidad. Las únicas que pueden llegar a perderse algo son Berta y sus amigas. Ya ves cómo los primeros siervos andan merodeando por sus tiendas.

—Entonces tú piensas que a caballo regalado no se le miran los dientes —se burló Marie—. Pero te aseguro que no obtendremos más que un par de peniques como recompensa. Aunque tal vez alcance para otra salchicha asada.

Hiltrud torció la cabeza.

—Si sigues comiendo tantas salchichas, muy pronto estarás tan gorda como Berta.

—¿Yo? —dijo Marie, mientras se alisaba el vestido con ambas manos para que Hiltrud pudiera ver su vientre liso—. ¿Dónde ves la gordura?

Hiltrud la miró con una sonrisa burlona.

—Yo no dije que ya estabas gorda, pero si te sigues zampando tantas salchichas, no faltará mucho para que lo estés. Pero volviendo al tal Giso: realmente no estaría tan mal tener el invierno asegurado. Recuerda los problemas que tuvimos el anterior cuando nos echaron de la choza tras la primera nevada. Si no hubiésemos tenido la suerte de hallar esa caseta abandonada, lo habríamos pasado muy mal.

—Pero solo una de nosotras podrá ir a ese castillo de… ¿cómo se llamaba?

—Arnstein —la ayudó Hiltrud.

—Sólo una de nosotras podrá ir a pasar el invierno al castillo de Arnstein. La otra tendría que juntarse con los juglares con los que hemos viajado hoy, y el precio sería demasiado alto para mí. Estando las dos, los más jóvenes nos ofrecen alguna que otra moneda a cambio de nuestros servicios. Pero estando sola, me usarían sin darme nada a cambio.

—Jamás iría al castillo sin ti —le explicó Hiltrud con énfasis—. Además, yo creo que el tal Giso te elegirá a ti. Seguro que yo soy demasiado alta para su noble señor.

—Bah, yo no iré.

Marie alzó la nariz, llevó el mentón hacia adelante y se explayó sobre al menos media docena de motivos por los cuales un castillo no era el lugar adecuado para pasar el invierno. Le dijo que, por lo que ella había oído, esas moles fortificadas, a excepción de las habitaciones de la dama del castillo, solían ser frías y expuestas a las corrientes de aire, y que además estaban habitadas por parientes pobres, criados y guerreros que por las noches dormían en unas parvas de paja que se extendían en los pasillos y en las galerías. Por lo tanto, ella creía que una prostituta jamás tendría un rato de paz allí.

Hiltrud se quedó escuchando las objeciones de Marie durante un rato y luego las desechó con un gesto de la mano.

—No. No creo que sea así. Ningún soldado se atrevería siquiera a mirar mal a la compañera de lecho de su señor. De hacerlo, le esperaría como mínimo una buena paliza.

Marie no estaba de acuerdo, por lo que muy pronto se desencadenó una discusión acalorada en la que cada una de ellas defendió su posición hasta llevarla al extremo. Mientras tanto, el tiempo fue pasando con tal rapidez que las dos levantaron la cabeza sorprendidas cuando un soldado que llevaba en el pecho el halcón en vuelo de los Arnstein se detuvo frente a ellas y les ordenó que lo siguieran.

Berta y las demás ya estaban agolpándose alrededor de la carpa que Giso había mencionado. Marie clavó la vista en Hiltrud, interrogándola con la mirada, y se puso de pie con expresión de disgusto al ver que esta asentía.

—Ya que son tan amables, aceptaremos la invitación —le dijo al soldado. Él no le respondió, sino que las miró tan asqueado como si estuviese llevando a dos criminales a un interrogatorio.

La carpa de los Arnstein era relativamente grande, aunque no poseía ninguno de esos adornos a la moda que solían engalanar las carpas de otros señores de la nobleza. No tenía ni paravientos ni parasoles con el escudo de la familia, y las paredes laterales tampoco estaban pintadas de colores. Básicamente, no era más que un cubo de lienzo fuerte con un techo en suave pendiente que dejaba escurrir el agua cuando llovía. El sector de la entrada tampoco tenía ninguna clase de adornos. El toldo de la puerta estaba atado con tiras de cuero y dejaba ver el interior de la carpa, cuyo tercio de atrás estaba a su vez oculto tras un cortinaje.

Giso estaba de pie a la entrada de la carpa, observando con gesto despectivo el rebaño de prostitutas que sus hombres habían llevado hasta allí. En ese momento, una mujer mayor vestida con el traje de un ama de llaves salió, dirigió una mirada lúgubre hacia las mujeres, que conversaban animadamente, y les hizo una señal a los hombres para que las dejaran entrar.

Marie les cedió el paso a las otras, luego se detuvo junto a la entrada y observó las cortinas al fondo. Se preguntó con gran curiosidad quién estaría al otro lado. La tela se movió en reiteradas ocasiones y alguna que otra vez se abrió ligeramente, como si alguien estuviese espiando desde allí.

Cuando el ama de llaves inclinó la cabeza y espió en dirección hacia el cortinaje, Marie vio confirmada su sospecha. La prostituta adecuada para Dietmar von Arnstein no sería elegida ni por Giso ni por el ama de llaves, sino por la persona que se ocultaba allí detrás. Marie le transmitió su sospecha a Hiltrud, que a partir de ese momento también se puso a observar discretamente el cortinaje.

—Creo que tienes razón. ¿Quién podrá ser? ¿El propio Arnstein? Tal vez tenga alguna malformación y solo se muestre a la elegida justo después de decidirse.

—Yo también pienso lo mismo. De otro modo, no haría tanta alharaca para conseguir una mujer que duerma con él. En su castillo debe tener más de una criada dispuesta a entibiarle el lecho.

A pesar de que la parte anterior de la carpa era espaciosa, resultaba estrecha para las diez cortesanas inquietas y sus custodios.

Cuando hubieron entrado todos, dos soldados anudaron las tiras de cuero y cerraron la entrada.

—Parece que tienen miedo de que salgamos corriendo —susurró con ánimo burlón Marie al oído de Hiltrud. Su amiga no alcanzó a responderle, ya que en ese momento Giso levantó la mano y les ordenó a todas que guardaran silencio.

—Os he mandado a llamar porque mi señor necesita una mujer que esté dispuesta a abrirse de piernas para él durante los próximos meses. Después de ese plazo, la prostituta en cuestión deberá regresar a los caminos, pues las urgencias carnales de nuestro señor no deben poner en peligro la moral de las criadas del castillo.

Por el tono de su voz, Marie dedujo que esa era solo una verdad a medias. Más bien parecía que la esposa del señor del castillo no toleraba que una de sus criadas tomara su lugar durante los próximos meses y, a raíz de ello, comenzara a exigir cosas que no le gustaran. Probablemente, la esposa no quería que la mujer permaneciera en el castillo después de que ella diera a luz, constituyendo también en el futuro una atracción para su marido. Una prostituta tomaría su dinero y volvería a salir a los caminos. O tal vez la señora simplemente quería evitar tener que criar un bastardo más en el castillo.

En ese momento, Giso se refirió justamente a eso.

—Si la prostituta que elijo llegara a quedar embarazada durante su estancia en el castillo, entonces podrá permanecer allí hasta que nazca su hijo, recibiendo durante ese lapso dinero para compensar la situación. En ese caso, mi señor promete criar al niño junto con los hijos de sus vasallos y darle todo lo que necesite.

Marie llevó el labio inferior hacia adelante. Ella tenía la receta del anticonceptivo de Gerlind, que hasta ahora le había dado muy buenos resultados. No estaba en sus planes tener un niño, no importaba quién fuese el padre. Hiltrud pensaba exactamente igual. Otras de las prostitutas tenían esperanzas evidentes de que el caballero de Arnstein les otorgara una recompensa mayor si ellas le regalaban un bastardo de sexo masculino. Entre ellas, Berta, que se hallaba delante junto a Giso, intentando hacer retroceder al resto de las prostitutas con su figura maciza.

Giso la empujó hacia atrás irritado, y ordenó a las mujeres que se colocaran alrededor de él formando un semicírculo.

—La mujer deberá ser sana, limpia y de buen carácter.

—Esa descripción no se ajusta prácticamente en nada con Berta —le comentó Hiltrud a Marie en el oído.

—Pero tampoco con Fita —respondió Marie. Como si esas palabras hubiesen sido una contraseña, Fita comenzó a toser, a jadear y a boquear en busca de aire.

El ama de llaves frunció la nariz.

—Esa mujer está enferma. Ya puede retirarse.

—¿Has oído? Te han dicho que te esfumes —le gritó Berta a su fiel compañera y, al ver que no reaccionaba, la empujó resueltamente hacia la entrada de la carpa, al tiempo que un soldado la abría y volvía a cerrarla tras su partida.

Cuando Berta volvió a abrirse paso para regresar a su lugar, Marie le espetó en voz baja:

—Eres una perra. Después de todo, Fita es tu amiga.

Por toda respuesta cosechó la mirada maligna de Berta y, al instante siguiente, un codazo le dio de lleno en las costillas, haciéndola saltar.

El ama de llaves instó a las prostitutas con un gesto:

—Ya podéis desvestiros.

Berta obedeció con tal ahínco que arrinconó a otra de las mujeres y la hizo caer. Mientras la prostituta trataba de volver a ponerse de pie protestando, Berta ya estaba mostrándole sus encantos al alcaide. A pesar de su volumen, seguía teniendo muy buen aspecto. Su trasero era relleno pero bien formado, y sus pechos, grandes y firmes, terminaban en unos pezones que se erguían ante Giso incitantes.

Para entonces, las otras prostitutas también se habían desvestido, y todas sus miradas apuntaban hacia Giso. Solo Marie y Hiltrud se habían quedado con la ropa puesta y habían dado un paso atrás.

El ama de llaves examinó a Berta como si se tratara de un pedazo de carne del que debía evaluar si aún era comestible, y la olfateó con desconfianza.

—Tú también puedes irte. No puedo llevarle a mi señor una mujer tan roñosa como tú.

—¡Pero puedo lavarme!

Berta no hacía ningún ademán de irse.

El ama de llaves rozó el vestido de Berta con la punta del pie.

—En tu caso, no basta sólo con que te bañes. Tendré que ordenar a las criadas que fumiguen la carpa, de lo contrario se llenará de pulgas y de piojos.

Algunas de las prostitutas soltaron unas risitas mientras Berta volvía a ponerse el vestido con la cara roja de vergüenza.

—No os libraréis de mí tan fácilmente. Ese hombre —dijo señalando con el mentón hacia donde estaba el alcalde— nos prometió dinero a cambio de venir a esta carpa piojosa. Así que ahora quiero lo que me corresponde. Y también lo de mi amiga, que ya se fue.

Marie reaccionó con furia:

—Así que ahora, de golpe, Fita ha vuelto a ser tu amiga. Pensar que hace apenas unos minutos querías sacártela de encima cuanto antes.

—Eso a ti te importa un bledo.

Berta le extendió la mano a Giso desafiante. El principal del castillo desabrochó la bolsa de monedas de su cinturón, la abrió y le arrojó unas cuantas monedas.

—Creo que con esto será suficiente. Y ahora, desaparece.

Berta recogió las monedas y atravesó la entrada que uno de los soldados le había abierto.

—Pero no olvides darle a Fita su parte. Se lo preguntaré más tarde —le gritó Marie a Berta mientras ésta se alejaba.

—¿Y vosotras dos por qué no os desvestís? —inquirió con agudeza el ama de llaves.

—Vamos, Marie, esta gente debería poder ver algo a cambio.

Hiltrud se quitó el vestido, lo dobló con cuidado y se lo colgó del brazo.

Marie vaciló unos instantes, pero luego siguió los pasos de su amiga. Sin embargo, permaneció detrás mientras el ama de llaves iba llamando a las prostitutas una por una, les hacía mostrar los dientes y las tocaba en la entrepierna para ver cómo eran allí. Con la mayoría de las prostitutas meneó la cabeza e hizo una seña a Giso para que les pagara. De esta manera, al poco tiempo ya había unos cuantos claros en la carpa. Al rato, además de ellas solo quedaban dos mujeres jóvenes, una rubia y de complexión más bien delicada, y la otra castaña y de formas generosas. Entonces el ama de llaves se dirigió hacia donde estaba Marie, y ya iba a sujetarle la cara con la mano derecha para examinarle los dientes cuando Marie la atajó.

—No permitiré que me pases por la cara los dedos con los que acabas de tocar a las otras mujeres ahí abajo. Si quieres ver mis dientes, aquí los tienes.

Marie le mostró los dientes y se los golpeó con los nudillos.

—Como ves, están blancos, sanos y firmemente arraigados en mi boca. Si quieres convencerte tú misma de ello, hazme el favor de lavarte las manos primero.

—Esta tuvo la misma actitud rebelde hace un rato.

Giso parecía querer arrojar a Marie fuera de la carpa cuanto antes. El ama de llaves también parecía querer rechazarla. Pero detrás del cortinaje se oyó un tenue llamado que los contuvo. El ama de llaves giró alrededor de Marie pero no la tocó. Luego se dirigió hacia Hiltrud.

—En principio, vosotras dos podéis quedaros también. Pero creo que escogeremos a una de las otras dos prostitutas.

Marie no tenía inconvenientes en quedarse, ya que sentía curiosidad por saber cómo acabaría todo aquello. La voz que se había oído detrás del cortinaje era claramente la de una mujer. Marie volvió a prestar más atención a los movimientos casi imperceptibles de la tela y aguzó el oído. Creyó oír un "no, esa tampoco" y no se sorprendió cuando el alcaide le entregó un par de monedas a la prostituta castaña. La mujer protestó desilusionada.

BOOK: La ramera errante
2.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Out of the Shoebox by Yaron Reshef
Reckless & Ruined by Bethany-Kris
The Rendition by Albert Ashforth
A History of the Middle East by Peter Mansfield, Nicolas Pelham
Recovery by Shyla Colt
Harvest Moon by Lisa Kessler