Authors: Iny Lorentz
Marie se acercó un poco más para que no se le escapara un solo movimiento del rostro de Utz. Cuando él hizo un gesto despectivo y afirmó en tono agresivo no saber absolutamente nada del asunto, sintió como si una mano helada le hubiera acariciado la espalda. Ese hombre estaba mintiendo, hasta quienes se sentaban a la mesa con él se habían dado cuenta de ello, y se defendió con palabras mordaces del resto de las preguntas que hicieron. Cuando la insistencia del resto se le hizo insoportable, se levantó de la mesa y se fue a dormir sin terminar su vaso de vino y sin que se hubiesen repartido los turnos de guardia, como hizo notar uno de los hombres armados con visible irritación. Su comportamiento era un enigma para el resto de los presentes y les dio pie para todo tipo de especulaciones. Pero como ninguno de ellos podía saciar la curiosidad del resto, la conversación no tardó en desviarse hacia otros temas.
Durante un buen rato, Marie no pudo mover un solo miembro de su cuerpo a causa de la conmoción. Se preguntaba por qué Utz restaba importancia a su participación en un hecho que jamás habría tenido lugar sin sus calumnias. Debía haber algo en todo aquello que quería mantener en secreto a toda costa, y no podía estar relacionado únicamente con ella. Utz no era la clase de hombre que podría haber movido a Euphemia, la viuda del zapatero, a prestar falso testimonio ante el tribunal. Solo Ruppert parecía capaz de lograr algo así, y el cochero había sido su cómplice. ¿Y si ambos habían asesinado a su padre para apropiarse de su patrimonio? Aunque en realidad no podía imaginarse cómo podría haber sucedido algo semejante, ya que las autoridades tomaban de inmediato las propiedades sin herederos. Pero entonces recordó que su prometido tenía buenos contactos con el obispo y otros nobles señores, y era absolutamente factible que con su ayuda se hubiera apoderado de las propiedades de su padre. Porque si su padre aún estuviese con vida, jamás habría dejado que el licenciado atravesara el umbral de la puerta.
Marie hubiese querido salir de su escondite para denunciar a Utz ante todos los presentes por violador de mujeres y asesino, pero pronto se dio cuenta de que acabaría por perjudicarse a sí misma si lo hacía y, por consiguiente, también perjudicaría a las mujeres que viajaban con ella. Nadie la creería, salvo Utz, y él no dudaría en matarla a ella y a sus compañeras. Los bosques que les rodeaban sabían guardar muy bien hasta los más oscuros secretos, y si unas cuantas prostitutas desaparecían allí, nadie se daría cuenta de ello.
Marie no supo de dónde sacó las fuerzas para hacerlo, pero abandonó el patio sin que la vieran. Una vez afuera, permaneció escondida junto al cerco, acariciando las cabras, mientras seguía ensimismada en sus pensamientos. De algo estaba segura: su padre no vendría a rescatarla, y tampoco había nadie más a quien le importara su destino. Seguramente el mismo Ruppert había echado a rodar el rumor de que su padre había partido en su búsqueda para despistar al tío Mombert y al resto de la gente.
Se quedó escuchando el murmullo del río cercano, el Elta, según lo había llamado Gerlind. ¿Sería lo suficientemente profundo y con una corriente tan veloz como para concederle un final piadoso? Ella no tenía miedo de pasar por suicida, ya que si Dios había sido tan duro con ella como para condenarla a tamaña desdicha, tal vez el diablo resultara ser un buen aliado. Ni siquiera el demonio la trataría peor que los seres humanos. Para ella, continuar con vida significaba transformarse en alguien como Gerlind y las demás. Tendría que vagar por los caminos como una cortesana, como una despreciable prostituta errante, acostarse con cada hombre sucio que pasara para poder obtener un mendrugo de pan viejo. Jamás podría hacer algo así. Sintió un enorme cansancio en todo el cuerpo y se dispuso a bajar en dirección al río.
A los pocos pasos se dio cuenta de que, salvo ella, no había nadie más que pudiese denunciar a Ruppert por su robo. Él le había quitado a su padre y su derecho de burguesía, y se había asegurado de que ella perteneciera a la clase de gente cuya vida valía menos que la de una oveja o un cerdo. Si ella se mataba ahora, él habría triunfado del todo.
Marie se quedó pensando en ello durante un buen rato. ¿Qué podía hacer? Siendo una vagabunda indecente, jamás tendría la posibilidad de actuar contra un hombre como el licenciado Ruppertus Splendidus, un aristócrata respetable e hijo del conde imperial Heinrich von Keilburg. "Olvídalo", se decía a sí misma, "¿acaso quieres que el resto de tu vida se transforme en un único suplicio, como le sucede a Fita?".
Pero algo en ella se rebelaba. ¿Acaso Hiltrud no le había dicho que las prostitutas tampoco eran inofensivas? Ella era joven y hermosa, y si dejaba de ocultarlo, tal vez podría llegar a enloquecer tanto a algún hombre como para que asesinara a Ruppert, a Utz, a Linhard y a Hunold solo para poder poseerla. Aunque mejor aun sería lograr reunir dinero suficiente como para poder contratar un asesino a sueldo para los cuatro. La idea de vengarse no le resultaba muy cristiana, pero la Iglesia la había condenado y, de una forma u otra, le señalaba el camino hacia el infierno, así que poco importaba que se convirtiese en asesina o que siguiese expiando una culpa de la que nunca había sido responsable. Así pues, lo mejor sería vivir para vengarse en lugar de atravesar ahora mismo las puertas del averno.
Marie se distrajo de sus pensamientos cuando aparecieron las cuatro prostitutas. Hiltrud la reprendió, dijo que era una soñadora despistada que no había dado de beber a las cabras, ni había armado la tienda, ni se había preocupado por encender el fuego. Pero no hablaba en serio, ya que parecía muy satisfecha. Berta también parecía haber hecho buenas ganancias, ya que iba silbando una alegre canción mientras hacía tintinear las monedas que había cosechado. Fita, en cambio, gemía, se retorcía y presionaba la mano contra su vientre.
—¿Por qué los hombres tienen que ser siempre tan rudos? —preguntó entre sollozos.
Gerlind sacudió la cabeza y exhaló un suspiro.
—Permites que te hagan demasiadas cosas. Búscate tipos más adecuados y entonces tendrás menos problemas. Vamos, ponte un poco de la tintura de Hiltrud, o mejor de esa pomada que le da el boticario de Merzlingen. Esa no arde tanto.
Hiltrud se dirigió a su carreta y buscó el bote.
—Gerlind tiene razón. Debes aprender a domesticar a esos brutos o no resistirás mucho tiempo más —le dijo a Fita, al tiempo que le daba el frasco—. Aquí, toma. Esta pomada es de gran ayuda. A Marie también le sirvió. Realmente la habían lastimado mucho, y ahora ya no tiene nada.
Berta alzó la cabeza y resopló.
—¿Cómo? ¿Entonces Marie ya está sana otra vez? Si es así, me llama la atención que no la hayas puesto a trabajar. Al ser tu criada, la mayor parte de sus ingresos te corresponde a ti. Hoy había suficientes hombres con el monedero repleto de dinero. Podríamos haber trabajado las cinco tranquilamente. Y seguramente a Fita no le habría venido nada mal atender a uno o dos pretendientes menos. Si está tan lastimada como aparenta, pasarán varios días hasta que pueda volver a ganar dinero.
—La que debe decidir cuándo quiere empezar a trabajar es Marie. Lo dejo en sus manos.
Hiltrud hubiese querido amonestar a Berta, decirle que no era asunto suyo y que esos reproches no contribuían a convencer a Marie de las ventajas de la vida como prostituta. Aún acechaba el peligro de que, cuando por fin se diera cuenta de que ninguno de sus parientes vendría a recogerla de la calle, la muchacha prefiriese ahogarse en el río antes que entrar en razón. Sin embargo, se mordió los labios para no empeorar la discusión. Berta no se daba por vencida.
—Entonces sí que eres estúpida. En tu lugar, hace tiempo que habría hecho servir a la delicada señorita y, si hubiera sido necesario, lo habría hecho a la fuerza. Si quiere seguir viajando con nosotras, tendrá que adaptarse. No toleraré en el grupo una boca improductiva para alimentar.
Las últimas palabras sonaron repletas de odio.
Gerlind dio un golpe sobre el pasto con la palma de su mano.
Con esas palabras, Berta había atacado su autoridad, y eso no le gustó nada.
—Primero, tú no eres la que debe alimentar a Marie y, segundo, deberías alegrarte de que hoy hayas podido ganar más dinero gracias a que ella no nos arrebató a los mejores clientes con su hermosa carita.
Fita se levantó.
—Bajaré hasta el río a lavarme.
Odiaba las peleas y se escapaba de cualquier discusión. Esta vez, nadie la retó por ello. Gerlind y Hiltrud se limitaron a asentir y la acompañaron al río. Marie se les unió, para cuidar de las ropas de las demás, como de costumbre. Tras rezongar unos instantes, Berta las siguió también, aunque no tenía en sus planes quitarse el vestido y meterse en aquella corriente de agua fría. Aún no había digerido las palabras con las que Gerlind la había puesto en su lugar, así que continuó con sus comentarios mordaces.
—Tened cuidado, que no se os enfríe demasiado ahí abajo. Si no, muy pronto tendré que trabajar sola —Gerlind soltó una carcajada.
—Eso sería el sueño de tu vida, ser la única prostituta en todo el territorio.
Ese comentario hizo reír hasta a la propia Berta. La tensión que se había generado entre las mujeres se disipó con la misma rapidez con que había comenzado. Mientras Berta y Marie se quedaron en la orilla, Gerlind, Hiltrud y Fita se zambulleron en el agua. A la luz de la luna, parecían ninfas de un reino que brillaba con un misterioso resplandor. Finalmente, Marie también se desvistió y se metió en el río. El frío del agua casi le cortó la respiración, y tuvo que hacer un esfuerzo de voluntad para sumergirse hasta los hombros.
—Así me gusta, Marie. Ésa es la primera regla que una prostituta debe hacer suya: mantenerse limpia.
La mirada de Gerlind dejaba entrever que esas palabras en realidad estaban dirigidas más a Berta que a ella. Y Berta se dio por aludida.
—Por cierto, algunos de esos tipos olían bastante mal.
Berta se subió la falda, rezongando, y comenzó a lavarse entre los muslos.
—Pero entonces no deberías lavar solamente tu mina de oro. Al fin y al cabo, no es el único lugar donde te han puesto las manos —la animó Gerlind. Pero a Berta el agua le resultaba demasiado fría para tanto.
Marie avanzó contra corriente hacia donde estaba Hiltrud y le tocó el brazo.
—Necesito hablar contigo.
Hiltrud la miró, sorprendida. Podía advertir la batalla que Marie acababa de librar en su interior y se dio cuenta de que tenía que haber sucedido algo. Marie ya no parecía estar tan desesperada, esas pocas palabras habían sido pronunciadas con una fuerza y una decisión que asombraron a Hiltrud. Recordó que una de las dos caravanas provenía de Constanza, y esperaba que las noticias de las que Marie se había enterado hubiesen acabado con los pájaros de su cabeza.
Hiltrud le acarició el pelo con suavidad y caminó del brazo con ella en dirección a la orilla.
—Sabes que siempre puedes hablar conmigo, pequeña.
Marie cerró los ojos y sintió que la corriente del río la lamía con suavidad. No, allí no encontraría un final rápido y piadoso, y además, tampoco quería encontrarlo ya. Deseaba con toda el alma enviar al infierno a Ruppert, a Utz y, sobre todo, a Linhard, ese malvado traidor, y esperaba que los tres llegaran mucho antes que ella al lugar de los tormentos eternos. Para lograrlo, aceptaría su destino, que hasta hacía unas pocas horas le parecía peor que la muerte. Miró a su compañera a los ojos y respiró profundamente.
—Estoy lista para trabajar, Hiltrud. Pero aún tendrás que enseñarme muchas cosas.
A esa hora de la mañana, los callejones entre los puestos estaban vacíos y los tenderetes, cubiertos. La mayoría de los mercaderes y los viajeros aún dormían en sus tiendas y carretas. Una pareja de madrugadores se bañaba desinhibidamente en el río, y algunos hombres hacían comentarios subidos de tono que ruborizaban a las mujeres, que preferían ir a bañarse a otra parte.
Marie se había bañado con Hiltrud mucho antes que los demás, y ahora estaba sentada sobre una manta delante de su tienda. Mientras disfrutaba de los tibios rayos del sol, cosía un roto de su vestido. Sin embargo, muy pronto la distrajo el olor de las brasas de un fuego cercano. Hulda, que tenía un puesto de comidas, ya estaba preparando las primeras salchichas a la parrilla. Al cabo de un rato, un tentador aroma comenzó a extenderse por toda la feria. Marie olfateó el aire con deleite. Se puso de pie, y estaba a punto de dirigirse al lugar de donde provenía el aroma cuando Hiltrud salió de su tienda.
—Parece que ni siquiera puedes esperar a que Hulda tenga listas las primeras salchichas.
—¿Por qué no comerse una, sobre todo en esta región en la que saben mejor que en cualquier otra parte?
Hiltrud contempló a su amiga con aire burlón.
—A ti te saben igual de bien en todas partes. Pero no quiero ser mala, así que te traeré dos.
Marie la vio alejarse mientras pensaba que las salchichas asadas eran uno de los pocos gustos que podía darse. Desde que había comenzado a andar con Hiltrud por los caminos, había aprendido a conformarse con poco, y el recuerdo de su vida anterior se parecía cada vez más a un sueño infantil. Ya habían transcurrido más de tres años desde que Hiltrud la recogiera medio muerta del camino llevándola con ella, tres años en los que había conocido el desprecio del mundo respetable y la amistad de los despreciados. Sin embargo, ni el tiempo ni todo lo que había vivido desde entonces habían conseguido extinguir la amargura que anidaba en su corazón desde que fue condenada en aquel juicio infame.
A veces Marie tenía que contenerse para no salir corriendo a Constanza y gritarles su injusticia en la cara a esos respetables señores. Cada vez que tenía a un cliente especialmente bruto sobre su cuerpo, apretaba los puños con impotencia y comenzaba a calcular el dinero que le faltaba para poder pagar a un asesino a sueldo que se encargara de matar al que había sido su prometido y a los canallas que la habían vejado. Cada vez que hablaba con Hiltrud del asunto, esta se burlaba de su sueño o incluso la regañaba. Pero si Marie soportaba esa vida era únicamente porque se aferraba a la esperanza de poder vengarse algún día. Les haría pagar por todo el daño que le habían hecho, y tampoco se olvidaría de Euphemia Schusterin, esa viuda embustera.