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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (9 page)

BOOK: La ramera errante
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Las personas que lo rodeaban no lograban ponerse de acuerdo en cómo explicarse lo que estaban viendo. Muchos conocían a Marie y se aseguraban unos a otros que siempre la habían considerado una doncella virtuosa. Pero la mayoría creía que se habían dejado engañar por una embustera consumada, y sus voces sonaban maliciosas y vanas.

Las voces más sensatas se preguntaban por el gobernador imperial de la ciudad, que junto con el Consejo de la Ciudad era responsable de perseguir y castigar los crímenes en Constanza. Otros les explicaban que el gobernador había abandonado la ciudad hacía dos días y que no estaría de regreso hasta la semana siguiente.

Esos breves diálogos cesaron cuando un alguacil de la corte le dio a Hunold tres varas de avellano. Habían estado sumergidas en agua durante algunos días para ganar elasticidad. Hunold frunció el ceño. Hubiese preferido usar otras ramas más gruesas. Pero Honorius von Rottlingen vigilaba estrictamente que las mujeres fueran azotadas con varas que no superaran el grosor de su dedo pulgar y, para disgusto de Hunold, los dedos del juez eran muy delicados.

El guardia resopló con desprecio, jurándose que de todas formas Marie sentiría cada azote hasta los huesos. Tomó la vara más fuerte y dio un par de golpes al aire, haciéndola silbar. Luego calculó la distancia adecuada respecto de la espalda de Marie y la rozó fugazmente. Notó con inesperada alegría cómo los músculos de la joven se encogían por el miedo. Se giró satisfecho hacia el juez y lo miró con insistencia. En cuanto el padre Honorius bajó el pulgar, tomó impulso y dio el primer golpe.

Marie apretó los dientes cuando la vara le abrasó la espalda. Como a través de un espeso manto de niebla, oyó que el escribiente del tribunal contaba "uno". Nuevamente, la vara se estrelló contra su espalda. Esta vez fue tan terrible que pensó que se le iba a quebrar la columna a causa la violencia del golpe. Su cuerpo parecía estar en llamas, y maldijo la terquedad que la había llevado a rechazar la opción del convento. Pero pronto no pudo hilvanar ni una sola idea coherente, ya que cada rincón de su ser era atravesado por el dolor. Ni siquiera los tormentos del purgatorio podían ser peores.

Marie no quería darle a Hunold el placer triunfal de verla gritar. Pero al llegar al quinto azote, su voluntad dejó de tener control sobre su carne. Una gigantesca ola roja la inundó, amenazando con ahogarla. Abrió la boca tanto como pudo para tratar de tomar aire y, en ese mismo momento, se oyó a sí misma gritar. En un primer momento, liberaba la tortura que sentía después de cada azote, pero de pronto salió de su garganta un sonido que parecía no querer terminar y que no tenía en sí nada de humano. Marie oyó contar al escribiente del tribunal hasta el azote número veinte, después sus sentidos ya no pudieron percibir otra cosa que dolor.

Hunold gozaba ante el espectáculo de ese cuerpo de mujer que se estremecía y se retorcía, y cuya espalda se iba tiñendo cada vez más de rojo, y cuando oyó el chasquido del azote número treinta sintió una contracción interminable en la región lumbar que acabó mojando sus pantalones. No habría gozado más ni siquiera volviendo a violar a la muchacha. Con expresión satisfecha, contempló el dibujo sangrante de la piel destrozada hasta los músculos que surcaba la espalda de Marie y se extendía como un tablero de ajedrez desde los hombros hasta las nalgas.

Su mano tanteó en forma involuntaria la bolsa de dinero repleta que llevaba en el cinturón. Las treinta monedas que recibiría por dar los azotes eran una miseria comparadas con la suma que había recibido de parte del abogado por sus servicios. Pero el dinero no podría suministrarle ni la mitad del placer que le había proporcionado la pequeña Marie Schärerin. Conforme consigo y con el mundo, se dio la vuelta y anunció al juez que el castigo había sido cumplido.

—¿Sigue con vida la ramera?

Al formular esa pregunta, la voz del padre Honorius sonó tan indiferente como si le estuviese preguntando la hora al sacristán de San Esteban.

Hunold desató los nudos que sujetaban a Marie a la picota y miró cómo se desplomaba en el suelo. Se quedó observándola con desprecio, luego vació una palangana de agua fría sobre ella, y descargó un puntapié sobre sus costillas. Marie soltó un gemido y alzó la cabeza con suma dificultad.

—Ya no eres un hombre, Hunold; eres un demonio.

El guardia soltó una risotada estruendosa.

—Podría haberte azotado hasta que murieras, ramera. Así que mejor agradéceme el hecho de que sigas viva.

Se dio media vuelta y dejó a Marie en manos de los dos alguaciles de la corte que la llevarían fuera de la ciudad. Los hombres la pusieron de pie. Mientras uno de ellos la sostenía, el otro le quitó las ataduras y le puso la túnica de la deshonra, que apenas alcanzaba a cubrirle los muslos y parecía más una bolsa que una prenda de vestir. La túnica era de un amarillo estridente y mostraba en ambos lados dos rostros de demonios desfigurados que representaban la fornicación y la lujuria. Los hombres volvieron a atar a Marie y la hicieron girar para que los espectadores pudiesen contemplarla una vez más. Luego le hicieron señas al siervo que guardaba los caballos.

—Vamos, ramera, ¡fuera de la ciudad!

Antes de que Marie comprendiera a qué se refería el alguacil de la corte, el hombre enganchó el extremo de una larga soga alrededor de sus manos atadas y amarró el otro extremo a un estribo. Sin dignarse a mirarla, ambos hombres se subieron a la montura y espolearon a sus caballos.

Como las piernas no querían obedecerle, Marie cayó al suelo y fue arrastrada un trecho por el adoquinado. Un alma caritativa se apiadó de ella, la levantó y le dio un empujoncito que la hizo avanzar tambaleándose detrás de los jinetes. Una doble fila de gente enmarcaba el camino que pasaba por el hospital grande y el almacén extranjero, bajaba hacia la costanera y terminaba en la puerta del Rin. Desde allí cruzarían el puente y se dirigirían a Petershausen, y luego a campo abierto.

Marie volvió a sentirse atrapada en una pesadilla. Sentía vibrar cada fibra de su cuerpo, pero —por un momento— un ángel piadoso parecía haberle quitado los dolores. Ante sus ojos danzaban manchas multicolores que le ocultaban compasivamente los rostros de las personas a su alrededor. En su lugar, algunas otras cosas se le aparecían con despiadada claridad, como por ejemplo el gallo dorado que coronaba la cima del tejado del coro de la catedral y parecía gritarle por encima de los techos su saludo burlón.

Capítulo VIII

Matthis Schärer y Mombert Flühi se habían unido a la multitud que seguía a los alguaciles de la corte. Durante las horas posteriores al arresto de Marie, su padre había envejecido décadas. Sin embargo, pareció recuperar de golpe sus fuerzas porque se abría paso entre la multitud de tal modo que su cuñado apenas podía seguirle el paso. Se sentía confundido y balbuceaba palabras incomprensibles, extendiendo sus manos temblorosas una y otra vez hacia su hija, aunque no podía tocarla ni ayudarla cuando ella se tropezaba y se caía al suelo. Mombert tampoco era capaz de apartar la vista de su sobrina, cuya sangre teñía de rojo la túnica amarilla.

Pensó en Hedwig, su propia hija, que había cumplido doce años hacía muy poco, y la imaginó ocupando el lugar de Marie. Él no habría aceptado todo sin oponer resistencia alguna, como había hecho su cuñado, y cada vez se convencía más de la inocencia de Marie.

En el preciso instante en que los alguaciles de la corte guiaron sus caballos por el puente que había que atravesar para salir del suburbio de Petershausen en dirección al oeste, Marie divisó la silueta de Michel, que se abrió paso entre la multitud para acercarse a ella. Se miraron a los ojos un instante. Él tenía el espanto y la desesperación dibujados en el rostro, pero Marie también leyó en él su compasión y el deseo de socorrerla. Cuando ella se tropezó con un adoquín y se cayó, quiso correr en su ayuda, pero en ese momento apareció Guntram Adler detrás de él, lo cogió del pescuezo y lo llevó echando pestes de regreso a la ciudad.

Marie logró volver a ponerse de pie sin ayuda y siguió avanzando dando tumbos en medio de los comentarios burlones de quienes estaban a su alrededor. Ahora sabía que había un hombre que creía en su inocencia, y eso le dio nuevas fuerzas. La noche anterior había interpretado sus palabras como el discurso malintencionado de un muchacho celoso, pero ahora se daba cuenta de lo injusta que había sido. Michel la amaba y había querido preservarla de este destino. Tal vez nunca llegaría a agradecérselo lo suficiente.

Marie se sacudió ese sentimiento de tristeza: sería mejor para ambos no volver a verse jamás. Después de que la condenaran por prostituta, un hombre como el tabernero Adler ni siquiera la tomaría como camarera, y menos aún toleraría que estuviera cerca de su hijo.

Ahora estaba desprotegida, expatriada y sin derechos, expuesta por completo al arbitrio de cada una de las personas con las que se encontrara. Los únicos que podían ayudarla eran su padre y su tío Mombert. Tenía la esperanza de que ellos la siguieran y la llevaran a algún lugar donde pudiera ocultarse del mundo y curar las heridas de su cuerpo y de su alma. Se aferró a esa idea mientras sus pies seguían, sin pensar, a los caballos de los alguaciles de la corte.

Más allá de Petershausen, incluso los curiosos más pertinaces perdieron interés en aquel suceso. Después de que los últimos hubieran dado media vuelta, su padre y Mombert se detuvieron también. Marie vio cómo Mombert le hablaba a su cuñado en voz baja, como si tratara de consolarlo. Pero su padre negó con un ademán enérgico, se dio media vuelta de golpe y empezó a caminar con paso tambaleante en dirección a la ciudad, sin siquiera dedicarle una última mirada a Marie. Mombert extendió los brazos con impotencia mientras miraba alternativamente a Marie y a su cuñado, como si no pudiera decidir a cuál de los dos acudir. Pero cuando vio tropezar a Matthis, corrió detrás de él y lo sostuvo.

Marie los miró irse sin salir de su asombro. ¡Su padre la abandonaba! Era lo último que hubiese esperado. Sin la ayuda de sus parientes, sin una moneda en los bolsillos y sin un lugar donde buscar refugio, apenas lograría sobrevivir los próximos días. Clavó la vista en las espaldas de ambos jinetes, preguntándose si realmente la dejarían en medio del camino. Los dos hombres no se giraron ni una sola vez para ver cómo estaba, sino que siguieron conversando animadamente, como si se hallasen disfrutando de una agradable salida. Marie se dijo que debía sentirse agradecida por la forma en que la ignoraban: si la misión de llevarla fuera de la ciudad le hubiese sido encomendada a Hunold, él la habría atormentado de todas las maneras posibles hasta dejarla morir en medio de la calle.

Pero eso no suponía ningún consuelo. La conmoción que le había producido el abandono de sus parientes reabrió en ella todo el dolor de su alma y de su cuerpo que una mano piadosa había mantenido agazapado por un rato. El sol picaba despiadadamente, y su lengua estaba tan pegada al paladar como la camisa a su piel deslomada. Las piedras de cantos filosos le cortajeaban los pies, su corazón se retorcía con cada latido y el mundo a su alrededor se volvió gris, de modo que apenas podía ver dónde pisaba. ¿Se trataba de los primeros indicios de la muerte? ¿Morir la libraría de una vez por todas de sus males?

Durante un rato suplicó a todos los santos que le vinieron en mente que hicieran un milagro y le enviaran ayuda. Pero, al igual que la noche anterior, sus ruegos no tuvieron eco, y el dolor fue comiéndose su alma a cada paso, extirpándole la esperanza y la fe. Sintió cómo el espíritu se le desmembraba y deseó que su corazón enmudeciera pronto para siempre.

Marie no podía saber que los alguaciles de la corte estaban interesados en mantenerla con vida y por eso andaban tan lentamente. No podían dejarla en cualquier parte en caso de que muriese bajo su cuidado. Entre sus obligaciones se incluía el deber de llevar el cadáver del delincuente hasta el próximo cementerio de pobres y darle sepultura, o enterrarlo en algún lugar en lo profundo del bosque y cubrir la tumba con piedras para que los animales salvajes no pudieran desenterrarlo. No tenían ganas de tomarse tantas molestias, y tampoco tenían prisa alguna. De modo que galopaban alegres, pensando en el vino que se servía en Wollmatingen, y se sintieron felices al llegar a la taberna del lugar.

Ataron a Marie junto con los caballos y le dieron el agua que habían usado antes para que bebieran los animales. Una vez dentro de la taberna, se pusieron cómodos y pidieron vino y una copiosa comida, hasta que lentamente el sol comenzó a ponerse por el oeste. Cuando volvieron a partir, ya estaba anocheciendo, y pronto comenzó a refrescar.

Marie era joven y fuerte, de modo que ese extenso descanso había logrado que su cuerpo se recuperara. Su corazón latía más despacio, y el velo gris de sus ojos había desaparecido, de modo pudo volver a percibir el entorno. No sabía si eso debía alegrarla o desilusionarla, ya que la muerte parecía haber vuelto a rechazarla. Iba trotando con la cabeza gacha detrás de sus guardianes, como una oveja a la que llevan al mercado, mientras su alma se hundía en un mar de desesperación.

Los alguaciles de la corte pasaron la noche en los cómodos sacos de paja de una posada en Allensbach, mientras que Marie tuvo que contentarse con la tierra fría de un granero. Esta vez también le dieron solamente agua del bebedero de los caballos y nada de comer. A la mañana siguiente, uno de los alguaciles le pidió al posadero un vaso del vino más barato y un trozo de pan y se los puso a Marie entre sus manos atadas.

—Come y bebe —la instó—. Aún te espera un duro trecho por delante. Pero esta tarde te librarás de nosotros y podrás ir adonde tú quieras, siempre y cuando no sea en dirección a Constanza.

Marie se abrazó con ambas manos al vaso y bebió con tal avidez que derramó una parte. El líquido pasó por su garganta como un ácido y le quemó el estómago. Aún así, se lo bebió todo. Iba a pedirle al hombre un segundo vaso, pero este se apartó de ella como si lamentara haber tenido con ella semejante gesto de compasión.

—Ponte de pie de una buena vez, ramera. No vamos a perder todo el día aquí.

Volvió a atarla al estribo y salió cabalgando sin fijarse si ella estaba lista. El tirón le arrebató de las manos el último bocado de pan que le quedaba. Lamentándose en silencio, luchó para ponerse de pie otra vez y siguió avanzando dando tumbos detrás de sus guardianes.

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