La ramera errante (12 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—Casi me mata. ¿No podrías haber intervenido un poco más rápido, idiota?

—Lo he hecho en cuanto he podido —respondió el cochero encogiéndose de hombros. Luego le dio un puntapié a Matthis con la punta de la bota—. ¿Qué hacemos con él?

El licenciado Ruppertus miró con asco hacia el suelo, donde yacía aquel hombre agonizante, y señaló hacia la puerta.

—Échalo a la calle.

Pero cuando el cochero se agachó para levantar a Schärer, Linhard meneó la cabeza vacilante.

—No sé si es una buena idea, señor licenciado. Si los vecinos llegan a encontrarlo en este estado y se enteran de que ahora la casa os pertenece, entonces estaréis en boca de todo el pueblo, y eso no sería bueno para vuestra reputación. Pensad que aún tiene parientes aquí que podrían acusaros. ¿Os acordáis de Mombert Flühi?

El licenciado asintió.

—Tienes razón, Linhard. Llevadlo a un cobertizo. Más tarde, una de las criadas puede ir a comprobar si sigue vivo —Ruppertus se corrigió de inmediato—. No, una criada no. Utz, tú te encargarás de él. Atiéndelo mientras sea necesario, pero asegúrate de que no se nos escape. Nadie debe enterarse de lo que ha sucedido con Matthis Schärer. Si alguien pregunta por él, dile que abandonó la ciudad para seguir a su hija.

Matthis Schärer sobrevivió tres días. Luego, quien había sido el ciudadano más rico de la ciudad de Constanza hasta hacía poco, fue sepultado en secreto en una tumba anónima del cementerio de los pobres.

Segunda Parte - Desterrada
Capítulo I

Marie se sentía al borde de la muerte. Los dolores de la espalda y el vientre se extendían por todo su cuerpo y convertían cada movimiento en un suplicio. Creía arder por dentro y habría deseado arrastrarse hasta algún arbusto tupido donde poder dar fin a tanto sufrimiento. Pero el miedo la impulsaba a seguir. A ambos lados del camino se extendían campos sembrados y praderas, interrumpidos solo por maleza dispersa algo reseca que no la protegía de las miradas extrañas. No quería derrumbarse allí porque en su cabeza se repetían las imágenes de los hombres que la habían ultrajado y mancillado, y temía que, si se quedaba tendida en algún lugar visible, podría volver a ser maltratada con la misma violencia.

Llegó a un bosquecito y, cuando se disponía a tenderse sobre el musgo para aguardar la llegada de la muerte, el murmullo de un arroyo cercano la puso nuevamente en pie. Durante un largo rato no pudo pensar en otra cosa que en saciar la sed que la torturaba y en refrescar sus heridas. Se deslizó dentro del arroyo y disfrutó del agua que refrescaba su piel. Luego se incorporó y bebió hasta que no pudo más. Infinitamente cansada, se arrastró hasta la orilla y se acurrucó hecha un ovillo debajo de un sauce llorón cuyas ramas bajaban hasta tocar el arroyo. Permaneció unos instantes escuchando el sonido del viento entre las ramas y el trinar de los pájaros. Parecía haber encontrado el lugar indicado para adentrarse suavemente en la calma de la muerte. Pero solo la abrazó la oscuridad de un sueño profundo.

Al amanecer, se despertó temblando de frío y se arrastró hasta el agua para apagar su sed, que parecía insaciable. Cuando quiso volver a acurrucarse, el hambre se hizo notar con vehemencia. Sudando y temblando de frío a un tiempo, Marie luchó por ponerse de pie. "¿Por qué continúa este suplicio? ¿Por qué Dios no me deja morir?", pensó desesperada. Estaba tan débil que caminaba tambaleándose y avanzaba muy lentamente. Al cabo de un rato, llegó hasta una aldea, y la esperanza de encontrar ayuda se impuso a la vergüenza de ser vista con la túnica de la deshonra. Se dirigió a la primera casa que encontró para mendigar algo de comida. No era más que una choza frente a la cual pastaba una cabra atada a un poste. Sentado junto a la cabra había un niño vestido con una túnica mugrienta, masticando un mendrugo de pan. Dos días antes, Marie habría arrojado una costra de pan de aspecto tan mugriento y duro al chiquero. Pero en ese momento le pareció un bocado exquisito. Se detuvo ante el niño y extendió la mano pidiendo ayuda.

—Dame un poco de tu pan. Me muero de hambre.

El niño la miró, miró luego su pan y se quedó pensando. En ese mismo momento, salió de la choza una mujer que se dirigió refunfuñando hacia Marie.

—¿No nos dejarán nunca en paz los mendigos y los holgazanes? ¡Vamos, fuera de aquí!

—Por favor, dame solo un pedazo de pan —susurró Marie—. Dios te lo recompensará.

La mujer escrutó la túnica amarilla de Marie y escupió con asco.

—Para las mujerzuelas como tú no tengo nada. Vete de aquí, ramera, o te echaré a golpes.

Como Marie no reaccionaba, la mujer se agachó, recogió una piedra y gritó pidiendo ayuda.

Marie vio aparecer a varios hombres y mujeres cuyos rostros no anunciaban nada bueno y se dio la vuelta para emprender la huida. Detrás de ella comenzaron a volar piedras y pedazos de tierra, y un hombre que se dirigía hacia el campo sembrado levantó la azada como si tuviera la intención de matarla. En ese momento, el cuerpo de Marie volvió a desarrollar unas fuerzas insospechadas. Huyó de aquella horda enardecida sin tropezarse siquiera una sola vez ni sentir otra cosa que no fuese un miedo mortal. El pánico le impidió ver que la gente no la había seguido más que unos pasos para luego regresar a sus quehaceres.

Marie se detuvo cuando perdió de vista la aldea, y entonces se desplomó en el suelo jadeante. Pero el miedo volvió a ponerla en pie enseguida. A solo unos pasos de allí encontró un arbusto con un puñado de bayas maduras. Marie las recogió y las comió con avidez. Aquellos frutos, sin embargo, solo consiguieron despertarle aún más el apetito, y se preguntó desesperada dónde podría encontrar ayuda.

Después de aquella primera experiencia, ya no se atrevía a entrar en otra aldea y, cuando se acercaban viajeros, se ocultaba de inmediato. Finalmente suspiró aliviada al descubrir una finca enorme algo apartada del camino. Si los campesinos pobres no querían darle nada, tendría que tratar de apelar a la compasión de la gente pudiente.

Pero allí tampoco hubo suerte, porque al llegar al cerco que rodeaba los jardines delante del patio, una jauría de perros peludos se abalanzó ladrando sobre ella. Por desgracia, los perros fueron más obstinados que los aldeanos. La persiguieron y cercaron como a un animal salvaje; después saltó el primero sobre ella, directo al cuello. Pero ella se cayó al suelo antes de tiempo, de modo que el perro no consiguió morderla.

Marie se puso boca abajo e intentó salir de allí arrastrándose para escapar de los perros, pero para entonces ya tenía a los animales encima, y comenzó a sentir los colmillos clavándose en su carne. En ese momento sonó un silbido fuerte y penetrante. Los perros se detuvieron un instante, listos para abalanzarse nuevamente sobre su presa. Pero un nuevo silbido agudo los obligó a regresar aullando, con la cola entre las piernas.

De alguna manera, Marie consiguió ponerse nuevamente en pie. Mientras seguía caminando, iba llorando en silencio. De golpe, su cabeza parecía ir flotando muy por encima de su cuerpo, muy lejos de la sangre que le caía por las piernas y muy lejos de todos sus dolores. Casi no podía recordar quién era, ni por qué andaba tropezando por el camino con los pies descalzos. "No es necesario escapar", parecía decirle algo en su interior. La muerte llega a todas partes como amiga y como salvadora. En un último gesto de rebelión de su voluntad, siguió adelante, tambaleándose, hasta que llegó a la sombra de un haya. Se reclinó contra el tronco, fue resbalándose hacia abajo y recostó la cabeza sobre el blando musgo.

Capítulo II

Una caravana de nómadas avanzaba lentamente por el camino que conducía hacia Singen. Hombres, mujeres y niños caminaban envueltos en túnicas de llamativos colores, a menudo remendadas, en su mayoría hechas de harapos. Un carromato destartalado, tirado por dos jamelgos, encabezaba la caravana. Un hombre enjuto de mediana edad y barba negra corta iba sentado en el pescante, conduciendo unos caballos que ningún granjero engancharía al arado, mientras dos muchachitos, cuyo parecido con el conductor no podía pasar desapercibido, cabalgaban a su lado. Llevaban unos bastones duros en las manos y miraban todo el tiempo a su alrededor, como si tuviesen que custodiar una carga muy valiosa. El resto del grupo seguía al carromato a pie. Las mujeres avanzaban encorvadas por la carga de sus pesados fardos mientras que los hombres solo cargaban el equipaje liviano y vigilaban cuidadosamente la vera del camino. Se trataba de los juglares de Jossi, que se dirigían a la feria de Merzlingen, una pequeña ciudad situada entre Singen y Tuttlingen, y a quienes acompañaban varios viajeros de clase baja que se les habían unido.

Al final de la caravana iba una mujer espigada, de unos veinticinco años y con el cabello rubio, que respondía al nombre de Hiltrud. No era fea ni especialmente bella, pero tenía un rostro agradable y en sus ojos gris claro lucía un destello pícaro. Su vestimenta consistía en una amplia falda marrón de la que colgaban unas cintas amarillas y una ceñida blusa de lienzo amarillo que se amoldaba a sus grandes y bien torneados pechos. La mujer parecía estar acostumbrada a andar descalza, ya que caminaba con pies livianos sobre el camino cubierto de guijarros con cantos filosos sin torcer el gesto jamás. Con una vara delgada iba guiando a dos cabras vigorosas enganchadas a una carreta pequeña.

Uno de los hombres le dirigía constantes miradas furtivas y recibía los insultos o las burlas de algunas mujeres. La mujer que iba al final de la caravana no parecía sentirse importunada ni por las miradas maliciosas ni por los comentarios groseros que le dirigían. Ella no pertenecía a la troupe de juglares, sino que se les había unido en su viaje hacia la próxima feria, ya que caminar junto a un grupo más grande le brindaba cierta seguridad. Las mujeres que iban solas por el camino eran víctimas fáciles para los hombres; lo sabía por propia y dolorosa experiencia. Por eso, no le importaba que las demás mujeres la criticaran sin piedad. Algunas de las juglaresas, cuya moral era lo suficientemente laxa como para entregarse a cualquier crápula por unas monedas, veían en ella una competencia indeseable, y las otras temían que sus maridos e hijos cayeran en la tentación y le entregaran el poco dinero que poseían. En cualquier caso, los juglares no estaban dispuestos a pagarle por sus servicios, sino que pretendían que ella se les abriese de piernas agradecida por haberle permitido viajar con ellos.

Hiltrud observó cómo se contoneaba la obesa mujer del patrón entre su rebaño de niños y se preguntó con sorna qué diría si supiera que su marido ya le había exigido el precio por su protección la noche anterior. Hiltrud ni siquiera lo había hecho a disgusto, ya que Jossi era un amante muy considerado, a diferencia de la mayoría de los varones que entraban en su tienda.

De pronto, el hijo mayor del patrón se detuvo y señaló hacia un árbol.

—Allí hay una mujer muerta a un lado del camino.

Un hombre viejo hizo un gesto de rechazo.

—Continúa andando y no te ocupes de asuntos que no te importan. ¿O acaso quieres arriesgarte a que te acusen de haberla asesinado? ¿O que te obliguen a enterrarla?

A pesar de sus propias palabras, finalmente fue el anciano quien se detuvo junto al árbol y se quedó observando el cuerpo inerte. Muy pronto, el resto del grupo se reunió en torno al haya. Incluso Hiltrud abandonó sus cabras y se acercó con curiosidad. La muerta era una jovencita que llevaba una túnica de la deshonra y había recibido una paliza tremenda.

—Muy pronto va a empezar a oler mal —se burló uno de los juglares.

En ese momento, Hiltrud vio que los labios de la joven se movían de forma casi imperceptible y sacudió la cabeza.

—Aún no está muerta.

Mientras los juglares se miraban con gesto dudoso, Hiltrud se inclinó sobre la joven. Era extraordinariamente hermosa. Su belleza llamaba la atención a pesar de la capa de mugre que le cubría el rostro desencajado. La túnica amarilla indicaba que la habían expulsado de alguna ciudad cercana. A juzgar por la tela, teñida de rojo en la parte de la espalda y adherida a la piel, como Hiltrud pudo comprobar al tironear un poco, era evidente que la muchacha había sido salvajemente azotada. Los rostros de demonios desfigurados pintados en la túnica evidenciaban que la habían condenado por prostitución. Pero debía de haber hecho algo más, ya que la fornicación no se castigaba con tal brutalidad.

En general, en las ciudades apenas se prestaba atención a la conducta sexual de las criadas y las mujeres de clase baja. Normalmente se las embutía directamente en la túnica de la deshonra y eran arrojadas fuera de la ciudad. Pero no las azotaban hasta dejarlas medio muertas. Hiltrud observó las manos de la muchacha y se rascó la cabeza. Esos dedos tan suaves y delicados no pertenecían a una criada o a una jornalera. Esa pequeña debía de ser la hija de un burgués acaudalado o incluso de un noble. Eso volvía el asunto aún más enigmático, ya que, cuando sus hijas cometían una falta, las familias ricas solían casarlas de inmediato con un hombre de su séquito o, en caso contrario, corrían a meterlas en un convento.

Aquel enigma intrigó enormemente a Hiltrud. Se preguntó si el hijo de algún poderoso señor feudal se habría enamorado de una muchacha inadecuada para su clase y por eso su padre había ordenado ese castigo tan brutal con el fin de evitar su casamiento. Pero inmediatamente después descartó aquella idea, ya que le hacía sentir compasión por la muchacha.

—Si aún no murió, lo hará pronto. No hay nada que podamos hacer por ella.

El patrón se giró, encogiéndose de hombros, y volvió a subirse al pescante de su carreta. Los demás juglares también querían seguir con su viaje. Hiltrud se quedó allí, vacilante. En realidad, la muchacha no era asunto suyo. Pero le repugnaba la idea de dejar a una persona indefensa abandonada en medio del camino. Bien sabía que, con lo poco que tenía para sobrevivir, mal podría ocuparse de otra persona. Pero cuando el patrón azuzó a los caballos chasqueando la lengua, Hiltrud le detuvo.

—Por favor, Jossi, aguarda un momento. Quiero llevar a la muchacha conmigo.

El barbudo meneó la cabeza.

—Si nos demoramos, no nos asignarán un buen lugar en la feria.

—Solo nos retrasará unos minutos —imploró Hiltrud.

—Puedes quedarte tú si de verdad te interesa tanto atender a la ramera.

La mujer del patrón acentuó especialmente la palabra "ramera" para hacer rabiar a Hiltrud.

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