Authors: Iny Lorentz
Hizo una reverencia y miró al juez a los ojos.
—¡Todo esto es un disparate infame, honorable padre! Cuando mi padre firmó ese contrato, yo era una mujer pura e inocente, que Dios me ampare si miento. Anoche, estos tres canallas miserables me robaron por la fuerza aquello que había preservado con tanto cuidado bajo la protección de mi hogar paterno. ¡La madre de Dios es mi testigo!
—Si estás diciendo la verdad, la matrona que te ha examinado podrá confirmar tus palabras. Pero si has mentido, todo el peso de la ley caerá sobre ti.
Marie se rebeló.
—¡Pero si ella no puede constatar mi inocencia! ¡Me vio nada más haber sido deshonrada, limpió con sus propias manos la sangre de mis muslos!
El padre Honorius suspiró.
—Marie Schärerin, si la viuda del zapatero puede asegurarnos que la sangre que ha corrido es tu sangre virginal, daremos por probada tu inocencia y el peso de la ley caerá sobre los verdaderos culpables.
Sin embargo, la expresión y la voz del juez delataban que no creía en tal posibilidad. Marie sintió cómo se revolvía todo su ser. Dependía únicamente de que, en vista de la cruz y de las imágenes de los santos que la rodeaban, Euphemia obedeciera a su conciencia en lugar de cometer perjurio para vengarse de su padre por haber rehusado a contraer matrimonio con ella. Pero tan pronto como hicieron entrar a la viuda, Marie se dio cuenta de que no tenía intención de decir la verdad.
El padre Honorius exigió a la mujer que se presentara ante él y se quedó contemplándola de manera intranquilizadora.
—Tú eres Euphemia Schusterin, viuda del zapatero Otfried, y se te encomendó examinar esta mañana a Marie Schärerin, acusada de prostitución, para dar testimonio de su virginidad. Informa al tribunal cómo juzgas su estado.
Euphemia torció el gesto y exhaló el aire a través de los dientes.
—Honorable padre, yo no me atrevería a calificar a esta joven como una doncella virtuosa.
El padre Honorius la miró con severidad.
—Euphemia Schusterin, en nombre de Dios y de nuestro Señor Jesucristo te exijo que nos digas la verdad. ¿Ha sangrado la acusada? ¿Has podido comprobar signo alguno de que hubiese sido vejada durante la noche? Piensa bien y cuéntanos exactamente lo que ha pasado.
La viuda no dudó un solo instante.
—No he visto una gota de sangre ni tampoco signo alguno de que hubiese sido vejada durante la noche. Lo juro por Dios todopoderoso.
Marie se puso a gritar salvajemente.
—¡Miente! ¡Odia a mi padre! ¡Por eso ayuda a quienes me violaron!
El licenciado Ruppertus se incorporó de un salto.
—Honorable padre, esto no puede seguir así. Debemos impedir que esta ramera continúe ensuciando el nombre de personas decentes.
El padre Honorius dio un atronador golpe sobre la mesa con la mano abierta.
—Tenéis razón, licenciado Ruppertus. Esta criatura amoral tiene la misma desvergüenza que el diablo. Guardia, amordaza a la acusada. No es digna de alzar nuevamente su voz.
Marie se puso a gritar, furiosa.
—¡Santa María, madre de Dios! ¿Qué clase de tribunal es este que protege a los culpables y condena a los inocentes?
En ese momento, dos ujieres la rodearon por ambos lados. Uno la obligó a abrir la boca, sujetándola con violencia. El otro le deslizó una vara de madera entre los dientes y la sostuvo hasta que su compañero ató en su nuca las dos cintas que tenía a ambos extremos. A pesar de la mordaza, Marie seguía proclamando su inocencia, pero solo conseguía balbucear.
El juez hizo un leve gesto de agradecimiento a los ujieres y se dirigió a Linhard y al cochero.
—Vosotros afirmáis haber mantenido relaciones impropias con Marie Schärerin. ¿Estáis dispuestos a jurar por la cruz que vuestra afirmación es verdadera?
Utz se puso de pie, se dirigió a la mesa del juez y puso su mano sobre la cruz que sostenía el juez.
—Estoy dispuesto. Juro por todo lo que me es sagrado que he copulado con Marie.
Linhard comenzó a sudar al ver que la mirada inquisitiva del juez se dirigía hacia él. Avanzó hacia la mesa con la cabeza gacha, como si estuviese esperando que un rayo fuera a partirlo en cualquier momento, y se aferró a la cruz con las manos temblorosas. Entonces, pronunció las palabras que condenarían a Marie.
—Lo juro por todos los santos.
El padre Honorius asintió satisfecho.
—De este modo queda comprobado que la acusada es culpable de los cargos de prostitución, y se hará caer sobre ella todo el peso de la ley. Ahora solo resta determinar el alcance del castigo. Licenciado Ruppertus, dado que las acciones impías de la acusada han manchado vuestro honor, os corresponde exigir la pena adecuada.
El licenciado asintió como si lo hubiese estado esperando.
—Os lo agradezco, honorable padre. De acuerdo con las leyes de la santa Iglesia y del Imperio, el castigo que corresponde es el siguiente: si se comprueba la culpabilidad de una doncella en falta y si esta confiesa su culpabilidad y su arrepentimiento ante el tribunal, se la lleva a un convento para que pueda orar por el perdón de sus pecados.
Hizo una pausa y miró expectante hacia los demás, de quienes recibió una aprobación tácita. Luego, miró a Marie, desafiante.
—¿Estás dispuesta por fin a confesar tus pecados? Piénsalo bien. Es tu único camino para purgar tus faltas y salvar tu alma de la condena eterna.
Marie se sintió mareada. Si se lo hubiese preguntado cualquier otro, su respuesta habría sido "sí", porque ya no deseaba otra cosa que correr a ocultarse en algún lugar. En su vientre arreciaban unos dolores insoportables, y delante de sus ojos veía unas manchas rojas semejantes a las llamas del infierno. Tras los muros de un convento podría olvidar la crueldad del mundo. Era consciente de que la única manera de que tuvieran clemencia con ella era cometiendo perjurio. Pero de ese modo incurriría realmente en un pecado mortal, y al mismo tiempo libraría de toda culpa a los tres hombres que la habían vejado y a la viuda Euphemia, cuya calumnia impía había sellado su destino. Por eso, movió enérgicamente la cabeza y articuló un sonido que podía entenderse como un "no".
Por un momento, el licenciado Ruppertus pareció sentir alivio y regocijo, como si contase de antemano con su negativa. Sin embargo, ante el juez mostró un gesto malhumorado.
—Pero si la muchacha se muestra obstinada —continuó— y se niega a confesar su culpabilidad, entonces deberá ser azotada y desterrada de su patria.
El juez no se inmutó.
—Así está escrito. Marie Schärerin, ¿estás dispuesta a confesar tu culpabilidad ante Dios y ante todos los presentes?
Marie volvió a negar con la cabeza. Su padre se puso en pie, respirando con dificultad, y avanzó vacilante hacia ella. Cuando la tuvo delante, Marie se dio cuenta de que uno de los ojos ya no le obedecía. Su aliento seguía oliendo a alcohol, y eso borró todo vestigio de piedad en ella.
—Niña, no sabes lo que haces. Confiésate culpable y te entregaré a las hermanas mendicantes de la tercera orden del monasterio franciscano de Constanza.
Su voz sonaba llorosa. Marie giró la cabeza y miró en otra dirección.
—Si la muchacha confiesa su culpa, se le concederá esa gracia —subrayó afectadamente uno de los vocales.
Marie oyó el "por favor" susurrado por su padre en forma apenas perceptible y vio la mirada suplicante de su tío Mombert dirigida hacia ella. Incluso el juez la miraba como animándola. Era como si todo el mundo se hubiese conjurado en su contra. Pero si tomaba los hábitos, sentiría hasta el fin de sus días el desprecio de las monjas nobles que dirigían los destinos de las hermanas mendicantes, y sería castigada por pecados que jamás había cometido. Peor aún: si consentía, estaría cometiendo un pecado mortal que ni si quiera podría expiar, ya que juraría en falso ante la cruz, y de ese modo se condenaría a sí misma para toda la eternidad. No, no estaba dispuesta a hacerlo.
Miró al juez y meneó enérgicamente la cabeza. Honorius von Rottlingen parecía visiblemente molesto. Dejó caer su mano pesadamente sobre la mesa y ordenó a su escribiente que tomara la pluma.
—Ya que la ramera se obstina en negar su culpabilidad, que se le imparta la máxima pena prevista.
Consultó unos instantes con sus vocales, luego se levantó y miró a Marie con desdén.
—Marie Schärerin, por ejercer la prostitución y haber intentado estafar al respetable licenciado Ruppertus Splendidus, con el que ibas a contraer matrimonio haciéndote pasar por una doncella respetable, y por calumniar a una matrona y a ciudadanos decentes, serás condenada a treinta azotes públicos y al destierro eterno de la ciudad de Constanza y sus alrededores.
El juez se levantó dispuesto a dar por terminada la sesión, pero entonces el licenciado Ruppertus volvió a pedir la palabra.
—Perdonadme, honorable padre, si os hago una última demanda. No me parece bien que hagáis salir de la ciudad a esta ramera por una de las puertas del sur, como suele disponer el tribunal de la ciudad. La plebe rebelde que habita allí y que se hacen llamar suizos seguramente la ayudaría, aunque no fuese más que para irritar a nuestra Ilustrísima Eminencia, el obispo Otto. Os aconsejo que la hagáis cruzar mejor por el puente del Rin y la llevéis un par de días en dirección al oeste para librar de su presencia a los suburbios de la ciudad.
Mientras el padre Honorius asentía, Ruppertus siguió hablando.
—Además, ninguno de los alguaciles de esta corte debería azotar a la ramera. Es bella como el pecado, y la experiencia me dicta que, con mujeres así, los azotes de la mayoría de los hombres son más suaves de lo adecuado. Propongo que sea el guardia Hunold quien ejecute el castigo. Estoy seguro de que no perdonará a la pecadora.
—No después de que la haya acusado de un crimen tan infame.
El juez levantó la mano para volver a requerir la atención de los presentes.
—La condena se cumplirá hoy mismo. Llevad a la ramera a la plaza del mercado, donde el guardia Hunold se encargará de la ejecución. Después, dos alguaciles de esta corte la llevarán fuera de Constanza.
Marie vio cómo el rostro de Hunold se iluminaba y sintió que le flaqueaban sus últimas fuerzas. El guardia se dirigió hacia ella con una sonrisa de satisfacción, tomó la soga con la que la había arrastrado ya dos veces por toda la ciudad y le pegó un tirón tan fuerte que la tiró al suelo.
—Así está bien —se burló—. Pero no te servirá de nada arrojarte a mis pies y rogarme que te perdone. Deberías haberlo pensado mejor antes.
El día en que Marie compareció ante el tribunal, se celebraba en Constanza el mercado semanal. Los campesinos de los alrededores habían venido a la ciudad bien temprano y ofrecían verduras, pollos, corderos y cerdos. Cerca del mediodía, cuando ya casi habían vendido la mayor parte de sus mercancías, comenzaban a desmontar sus puestos y a abaratar el precio de alguna que otra pieza para no tener que llevarla de vuelta. Pero aquel ajetreo se interrumpió de pronto. Incluso las vecinas de la ciudad, que hasta ese momento habían estado corriendo nerviosas de un puesto a otro, se abrazaron a sus repletos cestos y se quedaron mirando con la boca abierta en dirección al almacén de grano.
Allí se habían presentado tres alguaciles de la corte con unos bastones forrados, el símbolo de sus funciones, y habían pedido a algunos de los campesinos que hicieran a un lado sus carros, ya que estaban franqueando con ellos el paso de la picota. Los clientes del mercado se fueron acercando mientras se preguntaban unos a otros con asombro qué iba a suceder allí, pero nadie sabía responder. Por lo general, los pregoneros anunciaban con días de anticipación el castigo de los delincuentes para que los vecinos tuviesen la oportunidad de acercarse temprano al patíbulo o a la plaza del mercado.
Los espectadores no tuvieron que aguardar demasiado, pues enseguida apareció otro alguacil de la corte con un haz de varas como símbolo de su autoridad y pidió a quienes allí se encontraban alrededor que cedieran paso al honorable juez Honorius von Rottlingen y a su comitiva. En ese mismo instante, entre la gente que se había agolpado se abrió un pasillo que se extendía desde la plataforma en la que se hallaba la picota hasta el camino por el cual venían los monjes del monasterio de la isla.
Un murmullo de curiosidad le dio la bienvenida al juez, a sus vocales y al escribiente del tribunal. El licenciado Ruppertus iba detrás de los cuatro monjes, acompañado por sus testigos. Pero la mayor atención se concentraba sobre Hunold, que llevaba a Marie atada de una soga tras de sí como si fuera un ternero. Unos pasos más allá, les seguían otros dos hombres que también pertenecían a esa procesión pero que se habían quedado algo retrasados. Casi nadie les prestaba atención. Eran Mombert Flühi y el padre de Marie, que se apoyaba pesadamente sobre su cuñado y meneaba la cabeza continuamente.
Mientras el juez y sus acompañantes tomaban asiento en los bancos que los alguaciles de la corte habían dispuesto a tal efecto, Hunold arrastró a Marie hacia la picota: un tronco clavado en el suelo a tal profundidad que podía resistir incluso las arremetidas de los hombres más vigorosos. Con el correr del tiempo, su madera se había oscurecido por los cuerpos de los condenados, que se retorcían de dolor sujetos a él y lo dejaban tan liso como piedra pulida. Hunold dejó que esa visión surtiera su terrorífico efecto en Marie durante unos instantes, luego la empujó contra la picota y ató sus manos por encima de su cabeza, de modo tal que los dedos de los pies apenas rozaban el suelo. De un tirón le arrancó la túnica y la tiró a un lado.
Al verse desnuda, expuesta a las miradas de la multitud, Marie se quedó paralizada a causa de la vergüenza.
Pero Hunold aún no parecía conforme, ya que le apoyó la barbilla sobre el hombro y le habló en voz tan baja que solamente ella pudo oír sus palabras.
—Me gusta que las hembras griten cuando las azoto. Por eso te quitaré la mordaza.
Desató el nudo en la nuca de Marie y le quitó de la boca la vara de madera. Luego extrajo un cuchillo de su cinturón, le cortó las trenzas y se las guardó bajo la camisa.
Marie giró la cabeza hacia un lado todo lo que esa postura con los brazos en alto le permitía.
—Que Dios te condene al más atroz de los infiernos.
Hunold se limitó a reír y retrocedió para dejar sitio al escribiente del tribunal. Este se paró junto a la picota con gesto circunspecto y leyó en voz alta el veredicto a una señal del juez. Entretanto, Mombert había apoyado sobre un carro a su cuñado, casi inconsciente, y se había abierto paso hasta la primera fila de espectadores. No sabía por qué lo hacía. ¿Acaso nadie se daba cuenta de que lo que estaba sucediendo allí era una terrible injusticia? ¿Por qué la gente no hacía nada? Pero nadie oyó sus preguntas silenciosas, y el milagro que había estado esperando no se produjo.