La ramera errante (5 page)

Read La ramera errante Online

Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
7.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Marie trató de ir hacia él pero el licenciado le franqueó el paso y la arrojó al otro extremo del pasillo. Después señaló su dormitorio.

—Muy pronto tendremos la prueba. Maese Jörg, maese Gero, no sois testigos ni acusados. Por eso os pido que reviséis el cuarto.

Marie estaba tan conmocionada que no se atrevió a moverse cuando ambos maestros artesanos entraron en la habitación y examinaron su cama, sus repisas y su arcón. Como ambos estaban ebrios, arrojaban la ropa y el ajuar al suelo sin ninguna consideración, pisoteándolo todo una y otra vez.

De pronto, maese Jörg alzó la mano, dejando escapar un grito de triunfo. Una mariposa de nácar blanco brillaba entre sus dedos.

—¡Esta es la joya de la que hablaste, Utz Käffli! Has dicho la verdad.

Marie se precipitó hacia adelante y se quedó mirando la mariposa.

—Pero ese objeto no me pertenece. Nunca antes lo había visto.

Ruppert la empujó hacia atrás.

—Negarlo ya no te servirá de nada, ramera inmunda. Recibiste esta joya de manos de Utz Käffli como recompensa por tus favores.

—¿Qué? ¿Pensáis que he tenido un amorío con ese hombre? ¡Pero eso no es cierto!

Marie miró al cochero a los ojos.

—¿Por qué me calumnias?

—¿Por qué habría de calumniarte? Además, no he sido el único a quien has permitido yacer sobre ti.

Mientras decía esto, el cochero se lamía los labios como si se deleitara en el recuerdo de aquella unión carnal.

Marie retrocedió asqueada.

—¿Cómo puedes afirmar algo tan repugnante?

Maese Gero empujó a Linhard, quien hasta ese momento se había mantenido en un rincón, en penumbra.

—El escribiente de tu padre también confesó haber fornicado contigo.

Marie se llevó las manos a la cara, tratando de contener las lágrimas.

—¡Pero nada de eso es cierto! Por Jesucristo y todos los santos, ¡aún soy virgen!

—¡Ya no tiene sentido negarlo, ramera! Has mancillado mi honor, y te llevaré a juicio para determinar la gravedad de tu culpa.

El licenciado le dio la espalda a Marie, como si ya no pudiese soportar verla, y señaló con el índice a maese Matthis.

—De acuerdo con las leyes de la Santa Iglesia y del Emperador, a las mujeres acusadas de prostitución no se les permite permanecer bajo el techo de una casa decente. Por eso, vuestra hija deberá pasar el resto de la noche en el calabozo. Maese Gero, llamad por favor al gobernador y a sus guardias para que se lleven a la ramera.

Las duras palabras del licenciado martillearon el vacío que se había apoderado de la mente de maese Matthis, que comenzó a aullar como un animal herido.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡Esta es mi casa! ¡No permitiré que saquen a mi hija de aquí!

La parte de su entendimiento que aún le funcionaba le aconsejaba abandonar Constanza cuanto antes después de esa noche y alejar a su hija de Ruppert. El licenciado pareció haberle leído el pensamiento, ya que le apuntó con el índice, como si fuese un cuchillo afilado.

—¿Acaso intentáis oponeros a la ley del Emperador?

Si bien Ruppert no elevó el tono de voz, los presentes se estremecieron ante su severidad, como si les hubieran dado un latigazo.

Mombert Flühi intentó interceder.

—Moderad vuestra ira, licenciado Ruppertus, y hablemos con calma de todo este asunto. Yo conozco a Marie desde que era pequeña y no puedo imaginarme que se haya prostituido sin que siquiera lo notáramos. No, no la creo capaz de una falta así.

El rostro de Ruppertus permaneció impertérrito, como una máscara.

—¿Una falta, habéis dicho? Lo que esta mujer ha cometido no es una falta. Es un crimen contra el orden divino y contra las leyes del Emperador. Si se comprueba que una doncella hasta entonces considerada virtuosa era prostituta, su prometido puede matarla sin temor a ser castigado por ello.

Mombert reaccionó con espanto.

—¡No podéis hacer eso!

—Soy un hombre de letras, no de armas. Dejaré que el tribunal la juzgue. Y ahora, llévense a la ramera de una vez. —Pero Mombert no se daba por vencido—. Nada de esto es cierto. Marie aún es virgen.

—Eso lo sabremos mañana. La haré revisar por una matrona honrada. Si aún es virgen, entonces el cochero y el escribiente irán a parar al calabozo y serán acusados de calumnia, y, mientras tanto, yo festejaré pomposamente mi boda con Marie.

—No hay nada que agregar —opinó maese Jörg—. El licenciado Ruppertus es un hombre versado en leyes y sabe bien cómo proceder.

—¡Padre! ¡No! ¡No permitas que me lleven! ¿Realmente crees lo que afirman estos embusteros?

La voz de Marie sonaba como la de alguien que está ahogándose. No comprendía el vuelco que acababa de dar su destino y buscaba desesperadamente un apoyo. Su padre no parecía preocupado por su desamparo, pues seguía con la vista clavada en el suelo, murmurando para sus adentros frases incomprensibles. En cambio, el licenciado Ruppertus se alzaba frente a ella como un ángel castigador, o más bien como un espíritu maligno que parecía disfrutar condenándola. Desesperada, Marie se preguntó por qué el licenciado creía más en las malintencionadas palabras de aquellos dos hombres que en las suyas propias. Miró a los dos calumniadores a los ojos para ver si se avergonzaban de sus mentiras. Linhard esquivó la cabeza de inmediato, pero Utz esbozó una sonrisa burlona mientras jugueteaba con la lengua, asomándola por entre sus dientes podridos. Marie apartó la vista. Aquel hombre le daba miedo.

Unos instantes después de haberse marchado, maese Gero ya estaba de regreso con uno de los guardias de la ciudad.

—Hallé a Hunold en la calle. Creo que será suficiente para llevar a la pecadora al calabozo.

Hunold les sacaba más de una cabeza a todos los que lo rodeaban. Sus brazos eran más gordos que los muslos de cualquier otro hombre de estatura normal, y los músculos de su tórax parecían sogas del grosor de un brazo. Esbozó una ancha sonrisa, como si la situación le resultara muy divertida, e hizo una reverencia ante el licenciado Ruppertus.

—Siempre a vuestro servicio, noble señor.

—Llevad a esta ramera al calabozo. Yo me ocuparé de que sea juzgada mañana mismo.

Hunold le echó una mirada libidinosa a Marie y meneó la cabeza.

—En el calabozo de la ciudad y en el palacio del obispado hay hombres muy malos. Yo no les arrojaría una avecilla tan deliciosa como alimento.

El licenciado respondió a esa observación con un gesto de disgusto.

—Entonces enciérrala en cualquier parte donde pueda estar a salvo.

—Tampoco puedo llevarla con los monjes del monasterio de la isla. Así pues, sólo queda la torre Ziegelturm. Su sótano, de momento, está vacío.

—Entonces, llévala ahí.

El licenciado sonaba irritado.

Hunold extrajo una soga de su cinturón, le ató a Marie las manos a la espalda y la empujó en dirección a las escaleras. Cuando pasó junto a maese Matthis, este sacudió la cabeza como si estuviera despertándose de un mal sueño y lo detuvo.

—Trata bien a mi hija y asegúrate de que no le falte nada. Recibirás a cambio una abundante recompensa.

Hunold parecía morirse de risa por dentro.

—No os preocupéis, maese Matthis. Sé que sois un hombre generoso.

Sin embargo, su mirada esquivó a la del dueño de casa y se clavó desafiante en la del licenciado. Ruppertus Splendidus asintió de mala gana y le indicó al guardia que se llevara a la muchacha con un enérgico ademán.

Mombert respiró profundamente, como si quisiera ahuyentar de su cabeza los efluvios del alcohol.

—Os acompañaré hasta la torre.

Se despidió de su cuñado y de los otros dos maestros artesanos con un saludo groseramente breve y descendió por las escaleras sin ni siquiera dignarse a mirar al licenciado y a sus testigos.

Jörg Wölfling le dio un empujón a maese Gero.

—Deberíamos marcharnos nosotros también.

Gero Linner asintió aliviado. Bajó las escaleras y abandonó la casa de manera casi furtiva. Al igual que su amigo, ardía en deseos de contarle las morbosas noticias a su mujer.

El licenciado Ruppertus, que se había quedado de pie abajo, en el recibidor, alzó la mirada hacia maese Matthis, que se esforzaba por sostenerse junto a la baranda de la escalera, jadeante.

—Comprenderéis que no puedo permanecer aquí como vuestro invitado. Nos veremos mañana en el tribunal.

Maese Matthis articuló un par de sonidos incomprensibles hasta que logró que le saliera la voz.

—¡Marchaos! Desapareced cuanto antes. No derramaré lágrimas por vuestra partida. Pero no olvidéis llevaros con vos a esos miserables que mancharon mi casa. De lo contrario, podría perder la compostura y estrangularlos.

Se tambaleó hasta donde se encontraba Linhard, que seguía reclinado contra la pared, sin fuerzas. En ese momento, el escribiente pareció recobrar las fuerzas y revivir. Bajó las escaleras a saltos, como si el demonio estuviese persiguiéndolo, abrió la puerta de la calle de par en par y desapareció en la oscuridad de la noche.

Ruppert lo siguió con tranquilidad. Cuando llegó a la puerta del patio, tomó el farol que había dejado allí y lo encendió una vez estuvo en la calle. Miró a su alrededor. Como un fantasma surgido de las tinieblas, Utz se asomó de su escondite en la esquina arrastrando consigo a Linhard.

Una sonrisa maligna se dibujó en los labios de Ruppert.

—¿Sabéis lo que tenéis que hacer?

Utz soltó una carcajada.

—Todo se hará según vuestra voluntad. Pero antes debo convencer a este mariquita de que tiene que colaborar con nosotros hasta el final.

Ruppert reprendió a Linhard con la mirada.

—¿Acaso quieres echarte atrás? No olvides que fuiste tú quien introdujo la mariposa en el cofre de la muchacha. Si juegas sucio, te haré atar a la rueda por falso testimonio, por engañar a tu señor y otras faltas más.

Linhard cayó de rodillas estrepitosamente y alzó las manos en actitud de súplica.

—No, señor, haré todo lo que me ordenéis.

—Entonces obedece a Utz. Él te dirá qué debes hacer. Ahora, ¡marchaos! Os espero mañana en el tribunal.

El licenciado dio media vuelta y se marchó sin despedirse. Utz encendió una antorcha, la alzó con la mano izquierda y con la derecha empujó al escribiente en dirección a la ribera del Rin.

Capítulo IV

Marie se sentía como si no fuera ella misma, sino un espíritu que flotaba junto a su cuerpo, observándolo desde arriba, incrédulo. ¿Era ella a quien llevaban a empujones por las calles nocturnas, descalza y apenas cubierta por un fino camisón? ¿Era su cuerpo el que una mano grosera toqueteaba en lugares que ella misma casi no se atrevía a rozar? No podía ser cierto. Seguramente su angustia por la boda de mañana la convertía en víctima de una horrible pesadilla.

Estaba amordazada y, sin embargo, se oía a sí misma rezando y pidiendo despertar pronto y encontrarse nuevamente en su cama. Pero ni Jesús ni ningún santo escuchó sus plegarias. Era como si un horrible demonio la hubiese atrapado y jugase con ella como una marioneta. Al principio sintió incluso algo de alivio cuando Hunold la arrojó al suelo del sótano y le ató los brazos con una argolla de hierro, porque tenía la esperanza de que la pesadilla hubiese alcanzado su clímax y estuviese a punto de estallar como una burbuja de jabón. Seguramente se despertaría enseguida, se acurrucaría en su edredón y pensaría en algo hermoso que le ayudase a olvidar aquellas horribles imágenes.

Pero el tiempo pasaba sin que ella sintiera otra cosa que un frío húmedo proveniente del suelo que le calaba los huesos y una negrura casi impenetrable a la que no llegaba ni un halo de luz lunar. Lentamente fue comprendiendo que no era un sueño. Cuando lo entendió, prefirió pensar que había sido víctima de una broma pesada, esa clase de bromas que solían hacerles a las muchachas indomables antes de la boda. En cualquier momento se abriría la puerta, y entonces su padre y su prometido la liberarían entre las risotadas de los vecinos y los sirvientes.

Cuando sintió que algo peludo se deslizaba junto a sus piernas, respondiendo con un silbido furioso a su instintivo rechazo, comprendió de pronto la realidad de su desgracia. La habían acusado de fornicación, la habían llevado y encerrado en un calabozo como si se tratase de una criada o una ladronzuela a quien habían sorprendido revolcándose en el heno con su amante. Como no podía levantarse del suelo a causa de la soga que sujetaba sus muñecas, encogió las piernas, apretándolas contra su cuerpo, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y se puso a rezar.

—Santa Virgen María, tú sabes que jamás me he entregado a los placeres de la carne. Antes de esta noche jamás me había rozado nadie ni había hecho nada de lo que una doncella virgen debiera avergonzarse. No soy una ramera, lo sabes, y jamás acepté regalos a cambio de pecar. Oh, Dios mío, ¿por qué me han calumniado?

Sus palabras se ahogaron en sollozos.

Una y otra vez se preguntaba por qué esos dos hombres habían levantado falso testimonio en su contra. Jamás había ofendido a Utz o a Linhard, ni tampoco había hablado mal de ellos. Con el escribiente había tenido muy poco trato, ya que él se ocupaba de los negocios de su padre y solía viajar con frecuencia. A Utz Käffli tampoco lo había visto más que en contadas ocasiones, cuando traía o iba a buscar algo por encargo de su padre. Siempre había tratado de mantenerse lejos de él, ya que empleaba un lenguaje soez y parecía reírse de todo el mundo.

¿Acaso el cochero había tomado tan a mal sus desplantes que había planeado todo aquello para humillarla? ¿O habría sido Linhard, que no soportaba que su prometido fuera de tan alto rango y por eso había instigado al cochero a cometer esta tropelía? Pero los dos sabían bien que ante el juez deberían jurar la verdad sobre la cruz.

Al pensar en el tribunal al que habría de enfrentarse al día siguiente, Marie tomó aire profundamente. En realidad, nada podía sucederle: a la mañana siguiente, una matrona la revisaría y confirmaría que aún era virgen. Linhard y Utz serían acusados de calumnia, y si habían jurado en falso, el tribunal los condenaría a un espantoso castigo; no había piedad para quienes cometían perjurio.

Tras convencerse de que ningún peligro la acechaba, Marie se preguntó por qué el licenciado Ruppertus había creído tan rápidamente las afirmaciones de esos dos hombres. ¿Acaso se había arrepentido de haber pedido su mano y de haber firmado el contrato matrimonial? ¿Se alegraba de poder renunciar a la boda? ¿O solo había reaccionado así a causa de la indignación inicial? Tal vez ahora se daba cuenta de que su apresurada reacción le haría renunciar a una fortuna, y entonces estaría especialmente interesado en que la verdad saliera a la luz. Intentaría ayudarla, aunque no fuera más que por puro egoísmo.

Other books

Bad Radio by Langlois, Michael
Adiós Cataluña by Albert Boadella
The Soother by Elle J Rossi
All Our Pretty Songs by Sarah McCarry