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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (3 page)

BOOK: La ramera errante
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La diferencia de clase que existía entre el padre de Ruppertus y él mismo no le causaba conflicto alguno. Como era hijo de una sierva de la gleba, al licenciado no le correspondía herencia, ya que todo cuanto la familia poseía pasaría a manos de Konrad, el hijo legítimo del conde, mientras que a maese Matthis la riqueza le otorgaba una agradable seguridad.

Además de la casa paterna en Constanza, maese Matthis poseía también una finca no menos bella en Meersburg, al otro lado del lago, además de algunos de los mejores viñedos de la orilla norte del lago. Cada vez que bebía un sorbo de su copa se convencía más de la calidad de la cepa que allí crecía. La venta de sus vinos le había hecho un hombre tan próspero que había empezado a construir una nueva casa en Paradies, a las afueras de Constanza, donde las familias de más rancia estirpe poseían sus residencias de verano.

Pero la riqueza de maese Matthis no provenía del vino, sino más bien de sus exportaciones, y él se encargaba de demostrarlo en cuanto tenía ocasión. Por ejemplo, había mandado a revestir las estancias de su casa de madera oscura y pintado el cielo raso de colores, tal como era costumbre en las casas de las principales familias. Para su habitación preferida, la que usaba cuando invitaba a sus amigos, había importado de Italia una mesa grande con patas torneadas cuyo tablero estaba adornado con trabajos de marquetería de mucho mérito. Sobre ese tablero ahora había unos platos de plata con unos vasos artísticamente repujados, acompañados de un gran número de copas de cristal, para que a sus invitados no les faltase de nada. Las ventanas tenían cortinas bordadas elegidas de modo que combinaran con los cristales en tono amarillo, para que se notara desde la calle que el dueño de casa no se contaba entre la gente pobre.

El licenciado contemplaba la figura corpulenta de su futuro suegro con una sonrisa enigmática. El jubón verde oscuro del comerciante se extendía sobre su vientre abultado; en sus dedos gordos y cortos brillaban varios anillos de oro con piedras semipreciosas que habrían hecho las delicias de un auténtico conde, y las bolsas de grasa que tenía debajo de los ojos, en la barbilla y la nuca denotaban que, con el correr de los años, el hombre se iba inclinando cada vez más a los placeres de la buena mesa, sobre todo, a los del vino.

En ese momento, Matthis Schärer volvió a alzar su copa y brindó por sus invitados. A diferencia del resto, Ruppertus apenas humedecía los labios. A pesar de que aún faltaba mucho para que anocheciese, era evidente que maese Matthis había bebido vino en abundancia. Su rostro, ancho y algo tosco, estaba completamente enrojecido, y los ojos grises que solían mirar el mundo con agudeza, listos para sacar provecho de cualquier circunstancia, yacían en sus órbitas romos e inyectados en sangre.

La sonrisa de Ruppertus se hizo más pronunciada cuando le deslizó a maese Matthis dos hojas de pergamino grandes, completamente escritas.

—He redactado los contratos siguiendo todos tus deseos, suegro. Por favor, comprueba que todo esté fijado por escrito del modo en que tú quieres.

»Este muchacho está tan tranquilo como si se tratara de una venta, no de su boda, pensó maese Matthis admirado. A un hombre como ese podía confiarle su hija y su riqueza con absoluta tranquilidad. Tomó el pergamino y lo leyó con la atención propia de un buen comerciante. No le decepcionó. Ruppert se había atenido de forma casi literal a sus acuerdos verbales. Su mirada pasó rápidamente por el párrafo que lo comprometía a entregar a su hija como una doncella virgen. Podía firmarlo tranquilo. Su Marie siempre había sido una buena hija. Además, Wina se había encargado de vigilar con especial celo que ningún muchacho se le acercara.

Maese Matthis dio al licenciado una palmada en el hombro en señal de reconocimiento.

—Perfecto, yerno. Si no te opones, podemos firmar el contrato ya mismo.

—Sería un placer.

El licenciado Ruppertus inclinó un poco la cabeza y extendió ambos documentos ante maese Matthis. Este le hizo una seña a su escribiente, que permanecía sentado en un rincón oscuro. Linhard era un hombre alto y enjuto, de cabellos finos y muy rubios, con el rostro angosto y afilado. Los más atentos podían distinguir un sesgo de burla en la aparente devoción que mostraba hacia su patrón. Sin embargo, maese Matthis no parecía notarlo. Al contrario, lo tenía en gran estima.

—¡Tráeme pluma y tinta!

El escribiente se inclinó ante maese Matthis como si se tratara de un noble caballero y se dirigió al despacho. Poco después regresaba con una pequeña bandeja sobre la cual había dispuesto prolijamente un tintero y un recipiente de plata con unas plumas, un cortaplumas y una cajita con lacre en su interior.

Maese Matthis tomó una de las plumas, le sacó punta y la hundió en el tintero. En ese momento era un hombre de negocios absolutamente inmutable. Repasó una vez más los principales pasajes del contrato matrimonial y estampó su firma en el pergamino. Luego calentó el lacre a la llama de una vela, lo dejó gotear junto a su firma y presionó el sello de su anillo encima.

Acto seguido, Linhard acercó al licenciado Ruppertus la bandeja con los utensilios para escribir. El abogado estudió minuciosamente el contrato que él mismo había preparado, como si buscase alguna trampa oculta. Finalmente, él también firmó y selló el contrato. Después se lo entregó al tonelero Jörg Wölfling para que testificara con su firma la validez del contrato, al igual que hicieron maese Gero Linner y el cuñado de Matthis, Mombert Flühi.

Maese Jörg estudió el texto con incredulidad. Allí se incluía pormenorizada la lista de la cuantiosa dote de la novia, además de la totalidad de las propiedades del padre, que a su muerte pasarían a manos de la hija. El tonelero se reprochó no haber pensado antes en ofrecer a Peter, su hijo mayor, como yerno de maese Matthis. Si bien el joven era cuatro años menor que la muchacha, cuando la unión se realizaba con el beneplácito de ambos padres, eso carecía de importancia. Ahora que Matthis Schärer había recibido al licenciado con los brazos abiertos, ya era tarde para esa clase de especulaciones. Pero al menos creía haber descubierto por qué el reconocido descendiente de uno de los más importantes linajes de la nobleza pedía la mano de una muchacha como aquella, cuyo abuelo había llegado a la ciudad siendo un siervo de la gleba fugitivo y que sólo había alcanzado el bienestar económico gracias a su arduo trabajo y a un matrimonio conveniente.

Gero, el tejedor de lienzo, también se preguntaba cómo había logrado maese Matthis conseguir tan noble señor para su hija. Sólo ahora se daba cuenta, con cierta amargura, de que el comercio a distancia merecía la pena, a pesar de los ladrones, los impuestos aduaneros y las vicisitudes climáticas que arruinaban algunos negocios. Ni él ni maese Jörg juntos lograban igualar las riquezas de Matthis Schärer, a pesar de que provenían de reputadas familias de artesanos y formaban parte del Consejo de la Ciudad.

Maese Matthis observó la expresión de sus viejos amigos mientras leían el contrato y comprobó con íntima satisfacción que estaban atónitos. Ambos maestros artesanos frecuentaban su casa, además de probar tanto su vino como las artes culinarias de su ama de llaves. Sin embargo, nada de eso les había impedido restregarle con frecuencia que él no estaba a su misma altura y que rebajaban su posición social para estar con él. De este modo, echaban sal en la herida que llevaba consigo desde muy joven.

Ni él ni su padre, Richard, habían sido considerados jamás por las familias más prestigiosas como personas con los mismos derechos. Muy al contrario, a pesar de su creciente fortuna y del derecho de burguesía que tan caro habían pagado, seguían tratándolos como siervos fugitivos que no merecían mayor consideración social en su ciudad. Pese a todo, Richard Schärer había logrado hacerse con una fortuna, que Matthis casi había multiplicado por diez. Le desbordaba un orgullo incontrolable, y hubiese querido gritarles a los demás en la cara que él valía mucho más que aquellos que limitaban sus derechos. Hoy, por fin, los había superado a todos. Hasta los Pfefferhart, los Muntprat y como se llamasen todos esos linajes patricios de Constanza lo envidiarían por tener un yerno como el licenciado Ruppertus.

Matthis Schärer recordó fugazmente cómo llegó hasta él aquel noble señor y cómo le había pedido la mano de su hija. Al principio, Matthis no le creyó y tomó su propuesta como una broma de mal gusto. Sin embargo, el licenciado Ruppertus le recordó amablemente sus numerosas riquezas, agregando que, más allá de los límites de Constanza, no había hombre alguno que pudiese ofrecer a su hija una dote semejante.

Brindemos por ello, pensó Matthis Schärer. Se hizo servir más vino y alzó la copa.

—¡Bebed, amigos! ¡Tal vez jamás volvamos a vivir un día tan bello como este!

El tejedor de lienzo esbozó una acida sonrisa.

—El día de mañana, cuando lleves al honorable licenciado al lecho nupcial de tu hija, será igual de bello.

Mombert Flühi, que acababa de terminar de firmar el contrato como último testigo, miró con un gesto de reproche a su cuñado.

—¿Dónde está Marie? No la hemos visto en toda la noche. Tendría que estar aquí, sirviéndole la comida a su prometido.

Ante la exigencia de su cuñado, tan robusto como él a pesar de que le llevaba una cabeza de altura, y cuyo rostro redondo y sincero traslucía ya los efectos del abundante vino, Matthis meneó la cabeza pensativo.

—Marie está trabajando en la cocina, como corresponde a una buena mujer de su casa. Mañana celebramos la boda y, para ello, todo tiene que estar preparado de la mejor manera, ¿no es cierto, yerno?

Ruppert asintió inclinando la cabeza. Jörg, el tonelero, le interrogó con la mirada, pero no se atrevió a dirigirle la palabra directamente. Se limitó a mover su silla y golpeó la mesa para atraer la atención del joven señor. Cuando Ruppert lo miró, carraspeó ligeramente.

—Permitidme una pregunta, licenciado Ruppertus. A mí me interesaría saber por qué vuestro padre no os ha instruido en las artes de la caballería, tal y como es usual en los círculos nobles. Por el contrario, prefirió hacer de vos un hombre de libros.

Maese Jörg sonrió al pronunciar esas palabras, ya que, si bien él sabía leer y escribir, consideraba el estudio en una universidad una pérdida de tiempo.

Los labios delgados de Ruppert se arquearon hasta formar el esbozo de una sonrisa.

—De pequeño era muy débil y no servía para recibir educación militar. Por eso, a mi padre le pareció mejor nombrarme su secretario y enviarme a la universidad para convertirme en abogado.

No todos los bastardos de un noble recibían un trato tan privilegiado, así que Ruppert debía de ser algo especial. Los buenos hombres de la ciudad compartían esa misma teoría. Pero aunque gozaba de la admiración del resto de los invitados, el licenciado recordaba dolorosamente al verlos, cómo había sido todo en realidad.

Heinrich von Keilburg no se había interesado por él ni cuando nació ni tampoco durante los años siguientes, de modo que había pasado su infancia trabajando duro, sin casi nada para comer, viviendo con los esclavos en un rincón apartado y gélido del castillo. Su destino cambió cuando el capellán informó al conde sobre la brillante cabeza de su hijo bastardo. Heinrich ni siquiera lo mandó a llamar para conocerlo, sino que se limitó a impartir una única orden que tuvo consecuencias decisivas para él. El capellán del castillo lo llevó con los monjes del convento de Waldkron, famosos por su severidad, y una vez al año iba a preguntar qué progresos había realizado. La vida en el convento era aún más dura que en el castillo. El estudio de la teología no constituía más que una mínima parte de su tiempo, en el que lo atormentaban enseñándole en profundidad gramática, retórica y leyes.

A pesar de las palizas, de la comida racionada y de las corrientes de aire del entretecho donde le obligaban a dormir, Ruppert hubiese querido quedarse con los monjes, ya que siendo hijo bastardo de Heinrich von Keilburg podría haber llegado a prior o incluso a abad de un convento próspero y obtener así buenos ingresos. Pero un día, Heinrich von Keilburg se acordó de él y regresó a buscarlo para emplearlo como escribiente durante algún tiempo y así poder probarlo.

En el pasado, el conde había sufrido en su propia piel la severidad de las leyes y sabía que podían llegar a ser armas más poderosas que las espadas. Por este motivo deseaba tener junto a él un abogado que defendiera sus intereses. Por eso, muy pronto decidió enviar a su hijo bastardo a la universidad de Heidelberg, fundada hacía apenas unos años, para que estudiara derecho. Como al conde no le gustaba malgastar su dinero, envió con él a un rudo sirviente encargado de vigilar que el muchacho se tomara en serio el estudio. Sin embargo, eso no habría sido necesario, ya que Ruppert tenía plena conciencia de que la vida no le ofrecería dos veces una oportunidad como esa, y se esforzó tanto como pudo en tener éxito. De ahí que sorprendiera a su padre con un summa cum laude, la mejor de las calificaciones posibles.

En lo sucesivo, Ruppert prestó sus servicios como abogado al conde Heinrich, y en algunas ocasiones también a su amigo Hugo, el abad del convento de Waldkron, ganando un litigio tras otro. Sin embargo, el salario que recibía a cambio de sus servicios estaba muy por debajo de sus pretensiones. El conde Heinrich rara vez gastaba dinero, salvo para sí mismo. A su propio hijo Konrad le otorgaba una miseria que apenas le permitía presentarse de acuerdo con la clase a la que pertenecía. Pero, como era el heredero legítimo, al menos él no tenía que pasar hambre.

El licenciado pasó la vista por los restos del abundante banquete mientras giraba una copa de vino de Colonia con incrustaciones de piedras semipreciosas. A partir de ese día, podría vivir como quisiese y se hundiría en los placeres que hasta entonces solo conocía de oídas.

Unos golpes en la puerta sacaron a Ruppert de su alegre ensoñación. Marie entró, pero se detuvo con timidez en el umbral de la puerta y alzó su mano para llamar la atención de maese Matthis. Cuando él la miró entre gruñidos, ella enrojeció y se acomodó nerviosamente su sencillo vestido gris.

—Padre, disculpadme si os molesto. No hemos podido hallar a Linhard por ninguna parte. Los cocheros dejaron los fardos con el género de Flandes en medio del patio y está a punto de llover. Alguien debería cubrirlos con un toldo.

Holdwin, el siervo personal del dueño de la casa, dejó la jarra con la que acababa de servir al tejedor de lienzo y se dirigió hacia la puerta. Pero el escribiente estiró las piernas e hizo un gesto negativo.

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