La ramera errante (15 page)

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Authors: Iny Lorentz

BOOK: La ramera errante
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—Lo intentaré.

Marie logró levantarse con la ayuda de Hiltrud. Las rodillas le temblaban, pero de alguna manera consiguió mantenerse en pie. El boticario le acomodó el paño que le había sujetado en la espalda y ayudó a Hiltrud a ponerle la túnica que ella misma le había arreglado. Le quedaba como una cortina y le llegaba hasta los pies. El boticario asintió.

—Es la mejor prenda que puedes usar los próximos días. La tela te queda suelta sobre los hombros y no puede adherirse a tus heridas.

Marie se quedó mirando horrorizada el color amarillo de la túnica, aquel era el amarillo que debían usar las prostitutas para que todo el mundo identificara con facilidad su deshonroso oficio. Sin poder evitarlo, rompió a llorar. Hubiera querido arrancarse la tela del cuerpo, pero no poseía ninguna otra cosa para tapar su desnudez. Ahora todo el que la viera la tomaría por una pecadora a quien aguardaban los abismos de los infiernos, por un ser tan pervertido que ningún sacerdote le permitiría cruzar el umbral de su iglesia. Sin embargo, cuando Peter la condujo hacia afuera no opuso resistencia, sino que le dio las gracias, y también a Hiltrud, que había doblado una de sus mantas formando un colchón para que ella pudiera sentarse a la sombra de las ramas mecidas por el viento sin sentir demasiados dolores. Sin embargo, al ver que Peter deslizaba la mano por debajo de la blusa de Hiltrud y ella le respondía pasándole la mano por la bragueta con una sonrisa, se alejó enseguida.

Pero eso tampoco le sirvió de mucho, ya que la carreta estaba justo al lado de la tienda, de modo que podía oír todas las frases de doble sentido que se intercambiaba la pareja allí dentro, además de escuchar unos ruidos que le hacían sentir escalofríos por todo el cuerpo. Espantada, se tapó los oídos, pero enseguida volvió a dejar caer las manos.

Marie se dijo que no tenía ningún derecho a avergonzarse de Hiltrud ni a hacerle reproche alguno sobre su modo de vida. Seguramente ella no sería cortesana por elección propia. De todos modos, le resultaba muy desagradable saber que, apenas a unos pasos de donde se encontraba, había una pareja copulando. El amor físico era algo sobre lo cual solo hablaban los hombres, y únicamente en el caso de que no hubiera mujeres alrededor y después de que el vino les hubiese soltado la lengua. Las mujeres no podían siquiera pensar en asuntos carnales si no querían ser consideradas impuras y pervertidas. En su vida anterior, Marie siempre había aspirado con gran esmero a ser lo que la Santa Madre Iglesia exigía de una doncella recatada, y ahora debía admitir que llevaba la túnica amarilla con total justicia, ya que tras la condena eclesiástica, ante los ojos de la Iglesia y de toda la humanidad, ella era una prostituta.

Para distraerse un poco, Marie se puso a mirar a las dos cabras que estaban echadas en el pasto no lejos de ella, rumiando con deleite. Aquellos animales daban una impresión tan relajada y satisfecha como si en el mundo no hubiesen penas ni preocupaciones. Una de las cabritas alzó la cabeza y se quedó contemplando a Marie con expresión curiosa, como si quisiera saber si tenía algún pedazo de pan para ella. Como Marie no reaccionó a su demanda, el animalito resopló con desilusión y arrancó una mata de pasto.

Las cabras no lograron distraerla por mucho tiempo de sus dolores ni de lo que acaecía dentro de la tienda, de modo que siguió paseando su mirada por el lugar. Marie conocía la gran feria de Constanza, y también los mercados más pequeños que se celebraban para las fiestas de los diferentes santos. Desde que tenía memoria, su padre o Wina siempre le habían permitido que los acompañase. Ante sus ojos se aparecían entonces los puestos atiborrados de mercancías, en los que podían comprarse salchichas asadas y pasteles dulces. Se le hizo la boca agua al recordar cómo masticaba con la boca llena mientras escuchaba a los adultos regatear los precios de ollas, telas o cargamentos enteros de vino. Para su pesar, Wina jamás le había permitido observar a los juglares de vestimenta colorida, ya que, según ella, se trataba de un pueblo deshonesto, compuesto de ladrones de gallinas y de niños, gente de la que una niña decente debía mantenerse alejada.

Aquí en Merzlingen, los puestos y las tiendas eran exactamente iguales a los de Constanza, y, al mismo tiempo, todo era diferente. No lejos de Marie había mujeres andrajosas bañándose y lavando a sus hijos en el río mientras conversaban a gritos con sus voces chillonas, al tiempo que una mujer de llamativa gordura y enfundada en un exótico traje multicolor encendía una fogata cerca de la orilla y vertía una masa sobre una sartén plana.

Un hombre barbudo que pasaba por allí cogió parte de la masa con la mano y la mordió con placer. Marie no alcanzó a comprender lo que el hombre le decía a la mujer gorda, pero ella pareció alegrarse, ya que le respondió riendo, mientras sus manos continuaban trabajando sin descanso. Un muchacho joven parecido al hombre se hizo servir su ración en una tabla delgada de la cual fue cortando bocado a bocado mientras hacía malabares con tres bastones al mismo tiempo. Cuando el hombre barbudo hubo terminado de comer, sacó varios cuchillos que llevaba bajo la camisa y comenzó a arrojarlos hacia un tablero inclinado sobre el tronco de un sauce. Cada uno de los tiros dio justo en el círculo coloreado en el centro de la tabla.

Un poco más lejos, un vendedor de alfarería intentaba endosarle un cacharro a una clienta. La mujer examinó el recipiente con sumo cuidado; finalmente, volvió a dejarlo en su lugar y se marchó sin comprar nada. El mercader comenzó a maldecir, enfadado, pero se contuvo cuando advirtió que Marie estaba observándolo. Tras dudar unos instantes, abandonó su puesto y se dirigió hacia ella.

—Tú eres la pequeña que Hiltrud recogió por el camino, ¿no es así?

Marie asintió y se ruborizó, ya que aún podían oírse los ruidos de la pareja en el interior de la tienda. Al hombre no pareció importunarle. Se acercó un poco más, levantó la barbilla de Marie y la examinó como si se tratase de una yegua que estaba a la venta.

—Ya he conversado con Hiltrud acerca de ti, y estamos a punto de llegar a un acuerdo. Una vez que te hayas recuperado del todo, vendrás conmigo y serás mi criada, me ayudarás a vender mis platos y mis ollas, y lavarás y coserás mi ropa. No te preocupes, no soy roñoso. Puedes decírselo a Hiltrud cuando termine de trabajar. Dile también que volveré a pasar más tarde para hablar con ella y para hacer otro tipo de negocios.

Esto último lo dijo con una sonrisa ambigua y haciendo un ademán como si quisiera tocar los pechos de Marie, que se insinuaban bajo la túnica. Marie se puso tensa y levantó la mano dispuesta a rechazar al hombre, pero entonces él se incorporó y regresó corriendo a su puesto, junto al cual se había detenido una mujer con tres niños que saltaban desenfrenadamente a su alrededor. Marie se quedó mirando con asco al hombre que se alejaba. Apestaba como un chivo y había descubierto en él una expresión muy similar a la de Utz Käffli en la torre. La sola idea de tener que trabajar para aquel hombre le produjo escalofríos, y juntó las manos para rezar una plegaria. Pero ninguna de las que se le ocurrieron logró otorgarle sosiego ni consuelo.

¿Acaso la tal Hiltrud era realmente tan malvada como para querer venderla como si fuera una cabeza de ganado? Además, ella le había dicho que quería conservarla como criada. Pero seguramente lo había dicho por decir, ya que ¿cómo iba a tener criada una pobre prostituta? Probablemente había planeado desde el comienzo venderla al mejor postor como si fuera un tonel de vino en una subasta. La sola idea le produjo escalofríos. Pero no tardó en reprocharse el ser tan mal pensada. Hiltrud le había salvado la vida y había cubierto su cuerpo desnudo, así que no podía ser una mujer malvada. Había sido severa con ella, pero luego había pagado con su propio cuerpo la atención que el boticario le había brindado.

Marie hundió la cabeza entre las manos. Ya no sabía qué pensar. Deseó con ansias volver a su mundo ordenado, aquel en el que ella había sido una mujer y no una mercancía que se podía vender a discreción, en el que no era necesario pecar para ganarse el pan de cada día. Finalmente, se aferró a la idea de que su padre vendría a buscarla en cualquier momento. No debía de faltar mucho para que apareciera, ya que no había muchas rutas que cruzaran el camino que iba desde la puerta de Petershausen hacia Singen. Le pediría que le comprara una casita a Hiltrud, y también un campo y una pradera con suficientes cabras como para que pudiese alimentarse de manera honrada y entregar limosnas para salvar su alma. También le pediría que recompensara bien al boticario. Finalmente haría que su padre la llevara a un lugar donde pudiera olvidar, con la ayuda del tiempo, todas las cosas horribles que le habían sucedido.

Mientras Marie se imaginaba lo que sucedería cuando apareciera su padre, el boticario salió sonriente y satisfecho de la tienda. La saludó con un breve gesto para luego desaparecer en dirección hacia las murallas grises que se extendían al otro lado de la explanada.

Hiltrud asomó la cabeza.

—Ya puedes volver a entrar, Marie. ¿Qué te parece si desayunamos? Te gusta la leche de cabra, ¿no?

—No sé… creo que sí.

En ese momento Marie se dio cuenta de que el aroma de la masa recién frita que llegaba hasta allí le había abierto el apetito. Pero cuando intentó ponerse de pie, todo a su alrededor comenzó a darle vueltas, y volvió a desplomarse con un gemido de dolor.

Hiltrud se vistió, levantó a Marie y la condujo adonde había acampado. Una vez allí, la ayudó a acomodarse sobre la colcha de manera que pudiera permanecer recostada sin sentir grandes dolores. Luego cogió dos vasos y salió a ordeñar las cabras. Cuando regresó, además de los dos vasos llenos también traía en la mano dos pedazos de masa envueltos en hojas que le había comprado a la mujer de Jossi. Aunque aquella rolliza mujer detestaba a Hiltrud, no perdía ocasión de ganar dinero a su costa a la menor ocasión.

—Intenta descansar un rato. Muy pronto tendrás que volver a salir, ya que a mediodía comienzan a llegar los primeros clientes —le explicó Hiltrud entre bocado y bocado—. Si quiero tener algo con lo que pasar el invierno, necesito ganar mucho más dinero. Te montaré un refugio acolchonado bajo los sauces, así podrás tumbarte a la sombra.

Marie tenía un nudo en la garganta. Lamentaba dar tanto trabajo a Hiltrud y, al mismo tiempo, se avergonzaba de estar comiendo un pan ganado gracias a la prostitución y otros actos deshonestos. Sin embargo, era evidente que a su estómago eso no le generaba ningún tipo de conflicto, ya que seguía exigiendo más. Marie se mordió los labios y le pidió a Hiltrud otro vaso de leche.

La espigada mujer abandonó la tienda y regresó poco más tarde con un vaso lleno por la mitad.

—Las cabras no quieren dar más leche. Pero puedes servirte agua de aquel cántaro. Es del manantial de allá enfrente.

—No era mi intención beberme toda la leche —susurró Marie muy afectada—. Te lo agradezco mucho.

—Está bien. Tampoco puedo dejar que pases hambre, ya que entonces no te recuperarías pronto.

Hiltrud se puso de pie y sujetó la cortina de la tienda a una barra transversal.

—Tengo que ir a ver si se acerca algún hombre al que valga la pena abordar.

Marie se quedó mirándola.

—¿Por qué te dedicas a esto? Una mujer tan fuerte como tú podría conseguir otro trabajo.

Hiltrud meneó la cabeza condescendiente.

—Ningún ama de casa emplearía a una prostituta como criada por miedo a que eso pudiera afectar a la moral de su marido y sus hijos.

—¿Y cómo es que te convertiste en cortesana?

Marie utilizó ese eufemismo ya que no era capaz de pronunciar aquella sucia palabra.

—Cuando tenía trece años, mi padre me vendió a un rufián —respondió Hiltrud sin parecer muy afligida—. Viví casi diez años trabajando en su burdel hasta que por fin logré ahorrar el dinero suficiente como para poder comprar mi libertad. Ahora seré una prostituta errante y sin patria, pero al menos soy mi propia dueña.

A Marie se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lo siento mucho.

—¿Por qué? No es tu culpa.

Hiltrud vio acercarse a varios hombres con vestimenta urbana y se apresuró a guardar los vasos.

—Ahora tienes que volver a salir. Esos tipos tienen aspecto de querer hacer negocios.

Sin esperar la respuesta de Marie, se puso de pie y se dirigió hacia los hombres meneando las caderas.

Marie se levantó asiéndose a la barra y salió tambaleándose de la tienda. Cuando se agachó a recoger la manta que había quedado tirada en el suelo, todo a su alrededor comenzó a darle vueltas. Pero quería irse lo más lejos posible de la tienda y de los ruidos en su interior. Se sujetó a un árbol y luego avanzó lentamente hacia uno de los sauces de la orilla, el que estaba más lejos de las tiendas. Cuando se volvió a mirar, vio que Hiltrud se había puesto de acuerdo con uno de los hombres y le rogó a la Virgen María que condujera a su padre hacia ella lo más pronto posible y que la librara de aquella pesadilla. Pero aquel día sus plegarias tampoco le dieron consuelo.

Capítulo IV

En cuanto anocheció y el vino bebido en la feria comenzó a envalentonar el corazón de los hombres, Hiltrud estuvo muy atareada. Lamentaba que Marie no pudiese trabajar con ella. Juntas habrían hecho un gran negocio, ya que muchos de sus clientes le preguntaron por la chica. La noticia de que había recogido a Marie por el camino, ataviada con la túnica de la deshonra, ya había llegado hasta la ciudad, y el rumor encendió las fantasías de numerosos hombres. Para lograr que los clientes más ansiosos la dejaran en paz, Hiltrud explicó que Marie no podría trabajar hasta que su espalda azotada se curase. La mayoría se conformó con esa explicación, pero uno de los clientes insistió obstinado, alegando que había otras formas de hacerlo con una mujer sin necesidad de ponerla de espaldas contra el suelo.

Hiltrud negó enérgicamente con la cabeza.

—Pero ninguna de ellas es del agrado de la Santa Iglesia.

—Tal vez tú estés dispuesta a hacerme ese favor. Ven, enséñame tu hermoso trasero.

El hombre observó a Hiltrud como un perrito hambriento suplicando comida y juntó las palmas de las manos.

Ella se dio cuenta de que estaba aflojando y suspiró.

—No te saldrá barato.

En lugar de responder, el hombre le entregó varias monedas. A la luz del sol del crepúsculo, Hiltrud advirtió un centelleo dorado. Nadie le había ofrecido jamás tal cantidad por pasar un par de minutos en la tienda con ella. Tal vez Marie me traiga suerte, pensó, mientras se inclinaba y se levantaba la falda.

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