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Authors: Iny Lorentz

La ramera errante (20 page)

BOOK: La ramera errante
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Apenas terminaron de acomodarse, se abrieron las compuertas del cielo. En los últimos minutos, la última luz del sol había cedido paso a una oscuridad color gris azulado. Gerlind señaló hacia una nubecita diminuta de color blanco pálido, que flotaba al oeste perdida en medio de un cielo negro como la brea, y luego se persignó.

—Por Dios, realmente va a granizar. Si le hubiésemos hecho caso a Berta y hubiésemos seguido viaje, el granizo nos habría sorprendido mucho antes de llegar al albergue.

Todas se quedaron mirando la nubecita a través de la puerta, que de pronto comenzó a crecer a toda velocidad volviéndose amarilla como un membrillo gigante hasta cubrir todo el horizonte por el oeste. Al poco tiempo, la nube llegó hasta la choza. En ese mismo momento, las cinco mujeres comenzaron a oír un extraño murmullo procedente del follaje que muy pronto se transformó en un violento crujir y crepitar de ramas.

A través del vano de la puerta, Marie observó temerosa cómo el granizo, del tamaño de un huevo, caía alrededor de la choza. No era la primera tormenta que tenía la oportunidad de vivir, pero antes de ésta siempre se había sentido segura y protegida bajo el techo de su casa paterna. Temió que el tejado cediera ante la violencia de los impactos y las dejara a merced del granizo. Sintió tanto miedo que estrechó contra su pecho a una de las cabras que giraba y coceaba nerviosa. Hiltrud se abrazó a la otra, que se puso a temblar en sus brazos, y se cubrió con la manta para protegerse a sí misma y al pobre animal.

La tormenta cesó tan abruptamente como había comenzado. Hacía apenas un instante, parecía que el techo de la choza fuese a ceder ante el peso del granizo. Luego, todo desapareció de pronto, como si nunca hubiese ocurrido. El cielo se abrió y un primer rayo de sol comenzó a tantear tímidamente sobre la choza.

Gerlind fue la primera en levantarse y le hizo señas a Marie para que la ayudara a empujar la puerta, ya que el granizo había formado una suerte de pared alrededor de la choza. Al salir, sus pies se hundieron en el suelo crujiente. Los trozos de hielo estaban tan fríos que a Marie casi le da un síncope. Retrocedió dando un grito.

—Tú sí que eres melindrosa —se burló Berta, que estaba hundida hasta las pantorrillas entre copos de hielo—. Aprende de nosotras. Estamos más curtidas que las mujeres de ciudad. No nos desmayamos con cada soplo de aire frío.

De hecho, Marie estaba al borde de un desmayo, pero apretó los dientes y avanzó hacia afuera, chapoteando en la superficie helada.

Hiltrud señaló hacia el camino, donde el blanco de los copos de granizo se entremezclaba con el verde de las ramas caídas.

—Se ve bastante mal.

Fita se estremeció.

—Temo que tendremos que quedarnos a pasar la noche aquí. No creo que podamos atravesarlo.

Gerlind levantó la vista hacia el cielo, que se volvía más claro a cada instante, y sintió el calor del sol sobre la piel.

—¡Claro que podemos! En media hora no quedarán rastros del granizo.

—¿Y qué haremos si hay árboles caídos que nos corten el paso? —preguntó Fita, preocupada, al tiempo que señalaba la carreta de Hiltrud.

—¡Treparemos hasta llegar al otro lado, gallina! —Berta cargó su atado al hombro y salió de la choza—. Es cierto que se siente un poco de frío en los pies, pero después de caminar un rato a paso firme entraremos en calor.

Y, con estas palabras, se puso en marcha sin esperar a las demás.

Hiltrud sacó las ramas de su carreta y comprobó con gran alivio que estaba intacta. Marie sacó las cabras y le ayudó a engancharlas. Una espesa capa de ramas y troncos, que se habían mezclado con el granizo hasta formar una alfombra que les llegaba hasta los tobillos, convertía su caminata en un suplicio, pero Gerlind y Fita se esforzaban por seguirle las pisadas a Berta, aunque de vez en cuando se giraban con impaciencia para ver dónde estaban las compañeras que quedaban rezagadas. Hiltrud no tuvo más remedio que atarse una soga al hombro y tirar del carro junto con sus cabras. Como Marie iba empujándolo desde atrás, fueron avanzando poco a poco. Ahora la suerte estaba del lado de las que cargaban su equipaje al hombro. Al poco rato, Fita y Gerlind se compadecieron de ellas y ayudaron a Marie a limpiar el camino de las ramas que lo bloqueaban. Para su alivio, solo tuvieron que hacer pasar una vez la carreta sobre un tronco que les bloqueaba el paso. A pesar de todos los obstáculos, lograron avanzar con la rapidez suficiente como para no perder de vista a Berta, que avanzaba a toda marcha.

Llegaron al albergue poco antes de que cayera la noche. El temporal también había arreciado allí, aunque sin provocar grandes daños. Dos siervos iban de un lado a otro para reparar las partes dañadas en los tejados, mientras que otro amontonaba los restos del follaje caído. El patio delantero, grande y apenas limitado por un cerco, estaba repleto de carros de carga, cuyos toldos bien amarrados habían resistido las inclemencias del tiempo, al igual que los bueyes de tiro, atados bajo un alero. Los cocheros ya habían controlado su carga y ahora se sentaban en corro satisfechos.

Como la parte delantera del albergue no estaba rodeada por un muro, tampoco había ni una puerta fija ni un siervo que mantuviera lejos a intrusos indeseables. Gracias a eso, Berta había podido unirse sin inconvenientes a aquel grupo de hombres. Cuando se acercaron sus compañeras, ella ya estaba sacudiéndose la paja que le había quedado de su encuentro con el primer cliente y se apresuró a recibirlas alegremente.

—Aquí podemos ganar un buen dinero. Hay dos caravanas completas, una de Constanza y otra de Stuttgart. La gente está contenta de haber resistido el temporal sin mayores daños y será generosa.

—¿Has dicho de Constanza? —preguntó Marie con voz temblorosa. Sin aguardar la respuesta de Berta, se dirigió corriendo hacia una de las carretas en la que vio el símbolo de una casa comercial que conocía bien. Su mirada comenzó a pasearse por entre los hombres situados en distintas mesas entre las carretas; todos bebían vino en unos vasos sencillos de madera, y ella escudriñó sus rostros esperando encontrar a alguien conocido. Tal vez allí pudiera tener noticias de su padre, o incluso encontrárselo en persona. Muy pronto, su mirada se posó sobre un hombre que le pareció conocer aunque estaba sentado de espaldas a ella. Se quedó mirándolo un instante, insegura, pero cuando él giró la cabeza para responder a una pregunta que le habían hecho, ella corrió asustada a ocultarse a la sombra de una carreta y volvió a observar atentamente desde su escondite. No, no se había equivocado. Era Utz Käffli.

Marie se rodeó el cuerpo con los brazos y se retorció de dolor a causa de los calambres que comenzaron a recorrer su vientre de golpe, como si acabaran de violarla en aquel mismo instante. La imagen de aquel hombre desaseado, vestido con su raído traje de cochero, le infundió un pánico terrible. Hubiese querido salir corriendo de allí, pero la retuvo la esperanza de tener alguna noticia de su padre.

Como Berta, Gerlind y Fita atraían sobre ellas la atención de los cocheros, nadie le prestaba atención a ella, ni siquiera Hiltrud, que terminó de atar las cabras al cerco y también fue a sentarse con los hombres. Para no ser descubierta, Marie fue a esconderse detrás de uno de los refugios en los que pasaban la noche no solo los bueyes de carga, sino también los siervos. La oscuridad creciente ocultaba a Marie de las miradas de los demás, mientras que el resplandor del fuego le permitía seguir todo lo que ocurría.

Observó cómo Hiltrud negociaba con un hombre bien vestido, de mediana edad, y lo seguía bajo el toldo de una de las carretas. Fita fue arrastrada hacia la oscuridad por un hombre grosero, y otro de los cocheros se acercó a Berta para llevársela. Sin embargo, Utz se le adelantó y consiguió a la prostituta robusta con una sonrisa triunfante. Al rato, Gerlind también había encontrado un cliente y desapareció con él detrás de una de las ruedas grandes.

El resto de los cocheros se quedó observándolos con envidia mientras se alejaban.

Uno se levantó, impaciente, y miró a su alrededor.

—¿No eran cinco las prostitutas?

Otro se rió.

—¿Tan desesperado estás que no puedes esperar? Yo no he visto ninguna más.

—Yo tampoco —intervino un tercero—. Alégrate de que estas cuatro hayan aparecido por aquí en el momento indicado. Ahora la propina que nos dio el patrón por haber llegado al albergue antes de que se desatara el temporal me da el doble de alegría.

En ese momento, Fita regresó. No había terminado de guardar el dinero cuando un mozo rudo la tomó del brazo y la arrojó a las sombras. A Fita se le notaba en el rostro que se sentía muy mal con él. Sin embargo, no se atrevió a buscar otro cliente. Su aspecto indefenso parecía atraer especialmente a los hombres que disfrutaban del amor carnal como un acto de sometimiento. Marie sintió pena por aquella joven y maldijo a los que la habían arrojado a esa vida miserable cuando aún era casi una niña.

Cuando Utz regresó visiblemente satisfecho y volvió a sentarse en su lugar, Marie se arrastró nuevamente hasta la carreta y se escondió detrás de una rueda para poder espiar. Necesitaba imperiosamente saber lo que había ocurrido en Constanza tras su desaparición, pero por nada del mundo quería que ese demonio la viera. Si llegaba a descubrirla, instigaría a todos los cocheros para que se arrojaran sobre ella, de eso estaba segura. Por ese mismo motivo, también desechó la primera idea que se le había ocurrido: ofrecérsele a uno de los siervos de Constanza como prostituta para poder interrogarlo.

Por un lado, no estaba dispuesta a venderse, sobre todo ahora que su salvación podía estar tan cerca, y por otro, tendría que haberse parado en el resplandor del fuego para atraer la mirada de algún hombre. La presencia del hombre que la había calumniado y mancillado le impedía confiarse a alguien, ya que él se encargaría de tergiversar todo lo que pudiera decir y se regodearía en su desgracia. Así pues, debía conformarse con lo que pudiera escuchar.

Para su desdicha, los cocheros solo hablaban entre sí de sus preocupaciones cotidianas y de las novedades oídas por el camino. La conversación se desvió enseguida hacia temas políticos, y uno de los hombres se puso a hablar sobre un concilio que quería convocar el Papa Gregorio, residente en Roma, sin haber obtenido la aprobación del Emperador. Los otros siguieron explicando que los tres Papas se habían excomulgado unos a otros e incluso enviaban a sus partidarios con ejércitos de mercenarios para atacar a los seguidores de los demás y así debilitar sus posiciones, sin tener en cuenta que con esa actitud sumían a los creyentes en una confusión absoluta. El tema no le interesaba nada a Marie, y por un momento temió que no escucharía ninguna noticia sobre su padre. Estaba a punto de abandonar su puesto para buscarse un lugar medianamente seguro donde pasar la noche cuando el hombre que se había ido con Hiltrud regresó, se sentó a la mesa con los cocheros de Constanza y brindó con ellos por el éxito de su viaje de negocios. Debido a la ropa que llevaba, a Marie le pareció que el comerciante era dueño de parte de la caravana procedente de Stuttgart, y tuvo la esperanza de que le diera un giro a la conversación. Al principio, el hombre participó de la discusión acerca de los tres Papas y de cuáles eran los dos que había que expulsar. Sin embargo, en algún momento pareció perder interés en el tema y se dirigió hacia Utz, que era el líder de la otra caravana.

—Vosotros venís directamente de Constanza, así que tú seguramente conocerás al comerciante Matthis Schärer, ¿verdad?

Utz murmuró algo a través de su barba mal cuidada y asintió de mala gana.

El comerciante no pareció advertir la actitud de rechazo de Utz, ya que sonrió aliviado.

—Matthis Schärer me ha solicitado varios cargamentos de tela de Flandes y dijo que me enviaría parte del dinero en cuanto la mercancía me llegara. Pero ya le he enviado dos mensajes y no he obtenido respuesta. ¿Podrías decirme…?

—Ya no podéis contar con ese hombre, señor —intervino riendo otro de los cocheros—. Los negocios de Matthis Schärer se han terminado desde que su única hija fue desterrada de la ciudad por prostitución y otros crímenes. Schärer se lo tomó tan a pecho que vendió todo cuanto poseía y se marchó de la ciudad. Dicen que cruzó el lago Constanza para unirse a una peregrinación a Roma o a Tierra Santa.

Pero otro de los cocheros hizo un gesto de incredulidad.

—¿Qué dices? Eso no es más que un cuento que echó a rodar alguna gente bienintencionada. Por lo que yo sé, Schärer se arrojó al río y se ahogó el mismo día en que condenaron a su hija.

Un cochero más viejo meneó la cabeza en señal de duda.

—Yo no sé qué pensar de esos rumores. También hay quienes dicen que Schärer le vendió todo cuanto poseía a quien estuvo a punto de ser su yerno y partió en busca de su hija.

Al oír eso, Marie quiso soltar un suspiro de alivio, pero entonces un viajero que acompañaba a la caravana de Constanza y que, a juzgar por su vestimenta, parecía ser un letrado de Lucerna, sacudió la cabeza de mala gana.

—Eso no puede ser. Yo participé junto con el licenciado Ruppertus Splendidus y con su progenitor, el conde Heinrich, en un pleito judicial. Ruppert es más pobre que un ratón de iglesia y ni siquiera está en condiciones de adquirir un traje de abogado. ¿Cómo podría haber comprado la hacienda de un comerciante rico de Constanza entonces?

La voz del hombre sonaba llena de odio.

El cochero más viejo lo contradijo con vehemencia.

—Seguramente habréis oído algo equivocado. El licenciado está viviendo en la casa de Matthis y siempre aparece muy bien vestido. Eh, Utz, di algo tú también. Tú estabas presente cuando sucedió todo lo de la hija y Schärer desapareció.

Todas las miradas se posaron sobre Utz. Marie sentía latir tan fuerte su corazón que pensó que la gente lo oiría. Se apretó las manos contra el pecho y contuvo el aliento para no perderse un solo detalle de la respuesta.

Utz se encogió de hombros, hizo un gesto de rechazo y escupió en el fuego.

—¿A qué viene todo este estúpido interrogatorio? Yo tampoco sé más que vosotros. La hija de Matthis Schärer fue condenada por realizar actos deshonestos y expulsada de la ciudad. Qué sucedió después con ella o con Schärer, de eso no tengo ni idea.

—¡Pero si tú seguías entrando y saliendo de su casa cuando el licenciado Ruppertus ya estaba viviendo allí! Seguramente habrás escuchado algo más —exclamó uno de los cocheros lleno de curiosidad.

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