Finalmente me condujo a una silla alta o taburete, de piel o imitación de piel, que giraba sobre su base y daba una agradable sensación de comodidad. Me senté, Chang hizo lo mismo a mi lado, y comprendí que estábamos en una especie de bar: delante de una barra esmaltada, de forma oval, que ocupaba la parte central de la sala. Ya empezaba a percibir el contorno de las cosas. Distinguía a varias personas sentadas un poco más allá, dos hombres con traje y corbata, un asiático con lo que parecía una camisa hawaiana, y dos o tres mujeres, ninguna de las cuales parecía llevar prenda de ropa alguna. Ah, dije para mis adentros, así que eso es este sitio. Un club de alterne. Por extraño que parezca, sólo entonces me di cuenta de que sonaba música de fondo: una melodía suave y retumbante que procedía de algún invisible sistema de sonido. Agucé la oreja para ver si reconocía la canción, pero fue imposible. Era una versión «ambiental» de un antiguo rock and roll, una canción de los Beatles, pensé, aunque a lo mejor no.
—Bueno, señor Sid —dijo Chang—. ¿Qué le parece?
Antes de que pudiera contestarle, apareció un camarero delante de nosotros y nos preguntó qué queríamos tomar. Podía ser el viejo que nos había abierto la puerta antes, pero no estaba seguro. Quizá fuese su hermano, o tal vez algún otro pariente con intereses en la empresa. Chang se inclinó hacia mí y me musitó al oído:
—Nada de alcohol —me advirtió—. Cerveza sin alcohol, Seven Up, Coca-Cola. Muy arriesgado servir bebidas alcohólicas en un local como éste. No tienen permiso.
Informado de todas las posibilidades, opté por una Coca-Cola. Chang pidió lo mismo.
—Local totalmente nuevo —prosiguió el ex propietario de la papelería—. Abrió el sábado pasado. No acaban de arreglar problemas, pero veo mucho potencial. Me preguntan si quiero invertir como socio minoritario.
—Es un burdel —le advertí—. ¿Está seguro de que quiere meterse en un negocio ilegal?
—No burdel. Club de esparcimiento con mujeres desnudas. Para consuelo de trabajadores.
—No se lo discuto, aunque me parece que eso es hilar muy fino. Si usted tiene tanto interés, adelante. Pero creía que estaba arruinado.
—Dinero nunca problema. Pido préstamo. Si beneficios de inversión son mayores que intereses de préstamo, todo bien.
—Si lo son.
—Lo son fácil. Traen chicas estupendas a trabajar aquÍ; Miss Universo, Marilyn Monroe, la playmate del mes. Sólo las mujeres más sensacionales, más atractivas. Ningún hombre puede resistirse. Venga, lo enseño.
—No, gracias, estoy casado. En casa tengo todo lo que necesito.
—Todos dicen lo mismo. Pero picha siempre más fuerte que deber. Ahora voy a demostrar.
Antes de que pudiera impedírselo, Chang giró en el taburete e hizo una seña a alguien con la mano. Miré en aquella dirección y vi cinco o seis reservados con mesas a lo largo de la pared, algo que no había observado antes. En tres de ellos había mujeres desnudas que, al parecer, estaban sentadas a la espera de clientes, pero los demás tenían una cortina echada, presumiblemente porque las ocupantes de esos habitáculos se encontraban en plena faena. Una de las mujeres se levantó del asiento y vino hacia nosotros.
—Ésta es la mejor —aseguró Chang—, la más guapa de todas. Se llama Princesa de África.
Una negra de elevada estatura surgió de entre las sombras. Llevaba una gargantilla de perlas y diamantes de imitación, botas blancas hasta la rodilla y un tanga blanco.Tenía el pelo recogido en complejas y finas trenzas, con aros en los extremos que tintineaban a su paso como campanillas al viento. Poseía unos andares elegantes, lánguidos, erguidos: un porte majestuoso que sin duda explicaba por qué la llamaban Princesa. Cuando estuvo a unos dos metros de la barra, vi que Chang no había exagerado. Era de una belleza deslumbrante, tal vez la mujer más hermosa que había visto en la vida. Y no tendría más de veinte o veintidós años. Su piel era tan suave y tentadora a la vista, que despertaba unos irresistibles deseos de tocarla.
—Saluda a mi amigo —le pidió Chang—. Luego arreglo cuentas contigo.
Ella se volvió hacia mí y sonrió, descubriendo una dentadura asombrosamente blanca.
—Bonjour, chéri —me dijo—. Tu parles français?
—No, lo siento. Sólo hablo inglés.
—Me llamo Martine —prosiguió, con un fuerte acento criollo.
—Y yo, Sidney —contesté, y entonces, intentando entablar conversación, le pregunté de qué país africano era. Soltó una carcajada.
—Pas d'Afrique! Haití. —Pronunció la última palabra en tres sílabas bien diferenciadas:
Ha-i-tí
—. Mal sitio —añadió—. Duvalier es muy méchant. Aquí se está mejor.
Asentí con la cabeza, sin saber qué decir. Quería levantarme del taburete y marcharme antes de meterme en algún lío, pero fui incapaz de moverme. Aquella chica era demasiado, no podía quitarle los ojos de encima.
—Tu veux danser avec moi? —me preguntó—. ¿Quieres bailar conmigo?
—Pues no sé. Supongo. El caso es que no se me da muy bien.
—¿Otra cosa?
—No sé. Bueno, quizá sí… ¿Te importaría mucho si te tocara?
—¿Tocarme? Pues claro. Lo que quieras. Tócame donde más te guste.
Extendí el brazo y le pasé la mano a lo largo del brazo desnudo.
—Eres muy tímido —observó—. ¿Es que no te has fijado en mis pechos? Mes seins sont très jolis, n'est-ce pas?
Me encontraba lo bastante sereno para comprender que iba camino de la perdición, pero no por eso paré. Alcé las manos, le cogí los pequeños y redondos pechos y los sostuve durante un tiempo; el suficiente para sentir cómo se erizaban sus pezones.
—Ah, eso está mejor —afirmó ella—. Ahora deja que yo te toque a ti, ¿vale?
No dije que sí, pero tampoco que no. Supuse que estaría pensando en un gesto sin malicia: pasarme un dedo por los labios, darme una palmadita en la mejilla, un apretoncito en la mano. Nada comparado con lo que realmente hizo, en cualquier caso, que fue frotarse contra mí, introducir su fina mano en mis vaqueros y calibrar la erección que estaba teniendo desde hacía dos minutos. Al notar lo tiesa que la tenía, sonrió.
—Me parece que ya podemos bailar —dijo—. Ahora ven conmigo, ¿eh?
Dicho sea en su honor, Chang no se rió ante aquel triste espectáculo de debilidad masculina. Había demostrado su punto de vista, y en vez de regodearse con su triunfo se limitó a guiñarme un ojo cuando me introduje en el reservado detrás de Martine.
Todo el asunto no pareció durar más tiempo del que se tarda en llenar una bañera. Martine echó la cortina del reservado e inmediatamente me desabrochó los pantalones. Luego se puso de rodillas, me cerró la mano derecha en torno al pene, y tras unas suaves caricias, seguidas de unas sabias pasadas con la lengua, se lo metió en la boca. Empezó a mover la cabeza y, mientras yo escuchaba el tintineo de sus trenzas y contemplaba su extraordinaria espalda desnuda, sentí una cálida oleada que me subía por las piernas hasta la ingle. Deseé prolongar la experiencia y saborearla durante un buen rato, pero no pude. La boca de Martine era un instrumento mortal y, como un adolescente impetuoso, me corrí casi al instante.
El arrepentimiento empezó a asaltarme en cuestión de segundos. Y cuando me subí los pantalones y me abroché el cinturón, los escrúpulos se habían convertido en vergüenza y remordimiento. Lo único que quería era salir de allí cuanto antes. Pegunté a Martine cuánto le debía, pero ella desechó mi ofrecimiento con un gesto diciendo que mi amigo ya se ocupaba de eso. Me besó cuando le dije adiós, un pequeño besito amistoso en la mejilla, y luego descorrí la cortina y salí al bar en busca de Chang. No lo vi. A lo mejor también se había ido con una mujer y estaba con ella en otro reservado, examinando las cualificaciones profesionales de su futura empleada. No me molesté en quedarme más tiempo por allí para averiguado. Di una vuelta por el bar, sólo para asegurarme de que Chang no estaba, y luego me dirigí a la puerta que llevaba al taller de costura y emprendí el camino de vuelta a casa.
A la mañana siguiente, miércoles, serví a Grace el desayuno en la cama. Esta vez no hablamos de sueños, y tampoco mencionamos su embarazo ni lo que ella pensaba hacer al respecto. La cuestión seguía en el aire, pero después de mi imperdonable conducta en Queens el día anterior me daba vergüenza sacar a relucir el tema. En el breve lapso de treinta y seis horas había pasado de ser un farisaico defensor de los principios morales a un marido abyecto, atormentado por los remordimientos.
Sin embargo, intenté poner buena cara, y aun cuando aquella mañana estaba más callada que de costumbre, no creo que Grace sospechara que pasaba algo malo. Insistí en acompañarla al metro, llevándola de la mano a lo largo de las cuatro manzanas hasta la estación de la calle Bergen, y durante casi todo el camino fuimos hablando de todo un poco: la cubierta que estaba preparando para un libro sobre fotografía francesa del siglo XIX, la adaptación cinematográfica que yo había entregado la víspera y el dinero que esperaba sacarle, lo que íbamos a cenar aquella noche. Al llegar a la última manzana, sin embargo, Grace cambió bruscamente el tono de la conversación. Apretándome la mano con fuerza, me dijo:
—Nosotros tenemos confianza el uno en el otro, ¿verdad, Sid?
—Pues claro que sí. De otro modo no podríamos vivir juntos. La idea del matrimonio se basa en la confianza.
—Todo el mundo pasa por momentos difíciles, ¿no es así? Pero eso no significa que las cosas no se acaben arreglando.
—Éste no es un momento difícil, Grace. Acabamos de pasar uno, y ya estamos empezando a salir del paso.
—Me alegro de que digas eso.
—Me parece muy bien que te alegres. Pero ¿por qué?
—Porque yo también lo creo. Pase lo que pase con el niño, todo irá bien entre nosotros. Lo vamos a lograr.
—Ya lo hemos logrado. Vamos por el buen camino, nena, y nada va a apartarnos de él.
Grace dejó de andar, me puso la mano en la nuca, me atrajo hacia ella y me besó.
—Eres el mejor, Sidney —declaró, dándome otro beso de propina—. Pase lo que pase, no lo olvides nunca.
No comprendí lo que quería decir, pero antes de que pudiera preguntárselo, se soltó de mis brazos y salió corriendo hacia el metro. Me quedé donde estaba, parado en medio de la acera, viendo cómo recorría los últimos diez metros. Luego llegó al primer escalón, se agarró a la barandilla y desapareció escaleras abajo.
De vuelta en casa, me dediqué a hacer cosas para matar el tiempo hasta las nueve y media, hora en que abría la Agencia Sklarr. Fregué los platos del desayuno, hice la cama, arreglé el cuarto de estar y luego volví a la cocina y llamé a Mary. El pretexto de la llamada era asegurarme de que Angela le había dado mis páginas, pero, teniendo la certeza de que así era, en realidad llamaba para conocer su opinión.
—Buen trabajo —afirmó, en un tono que no denotaba ni gran entusiasmo ni tremenda decepción.
Sin embargo, el hecho de que hubiera escrito la sinopsis con tal rapidez, le había permitido realizar un milagro en el ámbito de las comunicaciones a gran velocidad, y estaba que no cabía en sí de gozo. En aquella época, anterior al fax, al correo electrónico y a las cartas urgentes, ella había enviado mi adaptación a California por servicio de mensajería, lo que significaba que mi trabajo había atravesado el país en el último avión de la noche.
—Tenía que enviar un contrato a otro cliente de Los Ángeles —prosiguió Mary—, de modo que di instrucciones a la empresa de mensajería para que pasaran por la oficina a las tres de la tarde. Leí tu adaptación nada más almorzar, y media hora después aparece el tío para recoger el contrato. «Esto también es para Los Ángeles», le dije, «de manera que te lo puedes llevar también». Así que le entregué tu manuscrito, y para allá fue, como si tal cosa. Dentro de unas tres horas estará en la mesa de Hunter.
—Estupendo —respondí—. Pero ¿qué te parece la idea? ¿Crees que tiene alguna posibilidad?
—Sólo lo leí una vez. No tuve tiempo de estudiarlo, pero me pareció bien, Sid. Muy interesante, bien desarrollado. Sólo que con esa gente de Hollywood nunca se sabe. Yo creo que es demasiado complicado para ellos.
—De manera que no debo hacerme muchas ilusiones.
—Yo no diría eso. Simplemente no cuentes con ello, eso es todo.
—No contaré con ello. Pero ese dinero no me habría venido nada mal.
—Bueno, en ese aspecto tengo buenas noticias para ti. En realidad estaba a punto de llamarte, pero te me has adelantado. Una editorial portuguesa me ha hecho una oferta para tus dos últimas novelas.
—¿Portuguesa?
—
Autorretrato
se publicó en España cuando tú estabas en el hospital. Eso ya lo sabes, te lo dije. Tuvo muy buenas críticas. Y ahora interesa en Portugal.
—Pues qué bien. Calculo que estarán ofreciendo alrededor de trescientos dólares.
—Cuatrocientos por cada libro. Pero no me será difícil subirlo a quinientos.
—A por ello, Mary. Tras descontar los honorarios de los agentes y los impuestos del extranjero, acabaré ganando unos cuarenta centavos.
—Cierto. Pero al menos habrás publicado en Portugal. No está mal, ¿verdad?
—Nada mal. Pessoa es uno de mis escritores preferidos. Los portugueses han echado a Salazar y ahora tienen un gobierno como es debido. Voltaire se inspiró en el terremoto de Lisboa para escribir
Candide
. Y Portugal ayudó a miles de judíos a salir de Europa durante la guerra. Es un país fantástico. Nunca he puesto los pies en él, desde luego, pero allí es donde vivo ahora, me guste o no. Portugal es perfecto. En vista de cómo van las cosas últimamente, tenía que ser Portugal.
—Pero ¿de qué estás hablando?
—Es una larga historia. Te la contaré en otra ocasión.
Llegué a casa de Trause a la una en punto. En cuanto llamé al timbre, se me ocurrió que podría haberme parado en algún sitio del barrio a comprar comida preparada para que almorzáramos juntos, pero me había olvidado de Madame Dumas, la señora de la Martinica que se ocupaba de los quehaceres domésticos. El almuerzo ya estaba preparado, y nos lo sirvieron en la segunda planta, en la estancia que John había convertido en su cubil y donde habíamos tomado la cena china el sábado por la noche. He de observar que Madame Dumas tenía el día libre. Fue su hija, Régine, quien me abrió la puerta y me condujo a la segunda planta, donde se encontraba
Monsieur John
. Recordé que Trause había dicho de ella que estaba «de buen ver», y ahora que la tenía delante de los ojos me vi obligado a reconocer que era sumamente atractiva: una chica alta, bien proporcionada, de luminosa piel de caoba y mirada atenta y perspicaz. No iba en tanga, claro está, ni llevaba los pechos al aire ni calzaba botas blancas de cuero, pero era la segunda negra de veinte años y francófona que conocía en el lapso de dos días, y esa repetición me pareció irritante, casi insoportable. ¿Por qué no podía ser Régine Dumas una chica bajita y fea, de piel áspera y con una joroba en la espalda? Quizá no tuviese la despampanante belleza de la Martine de Haití, pero a su modo también era una criatura hermosa, y cuando me abrió la puerta con una sonrisa cordial y llena de confianza, lo sentí como un reproche, una réplica burlona de mi conciencia atribulada. Había estado haciendo todo lo posible para no pensar en los acontecimientos de la víspera, para olvidar mi lamentable desliz y relegarlo al pasado, pero no había modo de escapar a lo que había hecho. Martine había aparecido de nuevo en mi vida en la forma de Régine Dumas. Ahora estaba en todas partes, incluso en el piso de mi amigo, en la calle Barrow, a medio mundo de distancia de aquella sórdida casa de bloques de hormigón del barrio de Queens.