Hacía bueno aquel día, con una temperatura que rondaba los quince grados, pero habían vuelto las nubes, y cuando salí del apartamento a las once y media parecía que iba a ponerse a llover en cualquier momento. Pero no me molesté en subir otra vez para coger el paraguas. Volver a subir y bajar los tres tramos de escalera me habría costado demasiadas energías, de manera que decidí arriesgarme, contando con la posibilidad de que aguantara sin llover hasta que volviera a casa.
Recorrí a paso lento la calle Court; y empecé a flaquear por los efectos de mi sesión de trabajo hasta altas horas de la madrugada, con aquella vieja sensación de mareo y aturdimiento. Tardé más de quince minutos en llegar a la manzana comprendida entre Carroll y President. La zapatería estaba abierta, como lo estaba el sábado por la mañana, lo mismo que la tienda de comestibles de dos portales más allá, pero el local del medio estaba vacío. Sólo cuarenta y ocho horas antes, la papelería de Chang estaba abierta con toda normalidad, con el escaparate magníficamente adornado y el interior rebosante de existencias, pero ahora, para mi absoluta perplejidad, todo había desaparecido. Un cierre metálico con candado cubría la fachada, y cuando miré entre las aberturas romboidales vi que en el escaparate habían puesto un pequeño cartel escrito a mano: SE ALQUILA LOCAL COMERCIAL. 858-1143.
Estaba tan desconcertado que me quedé un buen rato mirando el local vacío. ¿Iba tan mal el negocio que Chang había decidido dejarlo de improviso? ¿Había desmantelado la tienda en un incontenible arranque de dolor y frustración, cargando con todas sus existencias en un solo fin de semana? No parecía posible. Durante unos instantes, me pregunté si no había imaginado la visita al Palacio de Papel el sábado por la mañana, o si no reinaba en mi cerebro cierta confusión en torno a la cronología de los acontecimientos, con el resultado de que recordaba algo que había sucedido mucho antes: no dos días sino dos semanas o dos meses atrás. Entré en la tienda de comestibles y hablé con el empleado de detrás del mostrador. Afortunadamente, estaba tan desconcertado como yo. La papelería de Chang estaba abierta el sábado, me dijo, y allí seguía cuando él se fue a casa a las siete de la tarde.
—Debió de pasar esa misma noche —prosiguió—, o ayer, quizá. Yo libro los domingos. Hable con Ramón; él es quien hace el turno del domingo. Cuando yo he llegado aquí esta mañana, la papelería estaba completamente vacía. Para cosas raras, amigo, ésa sí que es rara. Como si un mago de esos va y agita la varita mágica y, puf, el chino desaparece.
Conseguí el celo en otra parte y luego fui a Landolfi's a comprar un paquete de tabaco (Pall Mall, en honor al difunto Ed Victory) y unos periódicos para leer durante el almuerzo. A media manzana de la tienda de caramelos había una cafetería llamada Ritas, un local pequeño y bullicioso donde había pasado agradablemente el rato durante casi todo el verano. Hacía casi un mes que no aparecía por allí, y me gustó que la camarera y el que atendía la barra me saludaran calurosamente cuando me vieron entrar. Como no me encontraba bien aquel día, resultaba grato saber que no me habían olvidado. Pedí mi habitual sándwich de queso a la plancha y me puse a leer la prensa. Primero el
Times
, luego el
Daily News
para los deportes (los Mets habían perdido los dos partidos, el de ida y el de vuelta, con los Cardinals), y por último una ojeada al
Newsday
. Por entonces ya era un veterano en aquello de perder el tiempo, y con el trabajo en punto muerto y ningún asunto urgente que exigiera mi vuelta al apartamento, no tenía prisa por marcharme, sobre todo ahora que había empezado a llover y por pereza no había querido subir la escalera para coger un paraguas antes de salir a la calle.
Si no hubiera permanecido tanto tiempo en Ritas, pidiendo otro sándwich y una tercera taza de café, nunca habría visto el artículo impreso al pie de la página treinta y siete del
Newsday
. Justo la noche anterior había escrito varios párrafos sobre las experiencias de Ed Victory en Dachau. Aunque Ed era un personaje de ficción, la historia que contaba acerca de dar leche al niño muerto era real. La tomé prestada de un libro que leí una vez sobre la Segunda Guerra Mundial,
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y mientras las palabras de Ed aún resonaban en mis oídos «Aquello era el fin de la humanidad»), me topé con una noticia torpemente escrita sobre otro niño muerto, otra información salida de las entrañas del infierno. La arranqué del periódico aquella tarde de hace veinte años y la he llevado en la cartera desde entonces.
TIRA AL NIÑO A LA BASURA
TRAS DAR A LUZ EN EL RETRETE
Según informó ayer la policía, una presunta prostituta de 22 años, bajo los efectos del
crack
, dio a luz en el cuarto de baño de la habitación de un hotel del Bronx y luego salió a la calle y tiró a su hijo muerto a un cubo de basuta.
Según fuentes policiales, la mujer estaba manteniendo comercio carnal con un cliente hacia la una de la madrugada de ayer, cuando salió de la habitación del hotel que ocupaban, en Cyrus Pl. 450, y se dirigió al cuarto de baño para fumar
crack
. Sentada en el retrete, la mujer «siente que rompe aguas, nota que le sale algo», informó el sargento Michael Ryan.
Pero la policía añadió que la mujer —drogada de
crack
— no se percató de que estaba dando a luz.
Veinte minutos después, según dijo Ryan, la mujer vio al niño muerto en la taza, lo envolvió en una toalla y lo tiró a un cubo de basura. Luego volvió a la habitación para seguir manteniendo relaciones sexuales con su cliente. Pero poco después se suscitó una disputa relacionada con el pago y, según la policía, la mujer apuñaló en el pecho a su cliente alrededor de la una y cuarto de la madrugada.
Las mismas fuentes policiales afirmaron que la mujer, identificada como Kisha White, se dio a la fuga y se dirigió a su apartamento, en la calle Ciento ochenta y ocho. Más tarde, White volvió a recoger a su hijo de la basura. Pero un vecino la vio volver y avisó a la policía.
Cuando acabé de leer ese artículo por primera vez, dije para mis adentros:
Ésta es la historia más horrible que he leído en la vida
. Si ya era bastante difícil asimilar la información sobre el niño, cuando llegué al episodio del apuñalamiento en el cuarto párrafo, comprendí que estaba leyendo una historia sobre el fin de la humanidad, que aquella habitación del Bronx era el sitio exacto de la tierra donde la vida humana había perdido su significación. Me detuve unos momentos, intentando recobrar el aliento, tratando de dejar de temblar, y luego leí el artículo de nuevo. Esta vez los ojos se me llenaron de lágrimas. Fue algo tan súbito, tan inesperado, que inmediatamente me tapé la cara con las manos para que no me vieran llorar. Si la cafetería no hubiera estado llena de clientes, probablemente me habría derrumbado en un verdadero acceso de llanto. No llegué a ese extremo, pero tuve que emplear todas mis fuerzas para contenerme.
Volví a casa bajo la lluvia. Una vez que me despojé de la ropa mojada y me puse algo seco, me dirigí a mi cuarto de trabajo, me senté al escritorio y abrí el cuaderno azul. No en la historia que estaba escribiendo antes, sino en la última hoja, en la página anterior a la cubierta. El artículo me había dejado con tal nudo en el estómago que sentí la necesidad de escribir una especie de respuesta, de enfrentarme cara a cara al dolor que me había causado. Seguí en ello alrededor de una hora, escribiendo hacia atrás en el cuaderno, empezando en la página noventa y seis, pasando después a la noventa y cinco, y así sucesivamente. Cuando terminé mis pequeñas diatribas, cerré el cuaderno, me levanté de la mesa, salí al pasillo y me dirigí a la cocina. Me serví un vaso de zumo de naranja, y cuando volví a guardar el envase de cartón en la nevera, dirigí casualmente una mirada al teléfono que estaba sobre una mesita en un rincón de la estancia. Para mi sorpresa, la luz del contestador parpadeaba. Cuando volví de almorzar en Rita's no había ningún mensaje, pero ahora había dos. Qué raro. Un hecho insignificante, quizá, pero extraño. Porque el caso era que no había oído sonar el teléfono. ¿Había estado tan absorto en lo que estaba haciendo como para no oír nada? Probablemente. Pero, de ser así, era la primera vez que me pasaba eso. Nuestro teléfono tenía un timbre especialmente sonoro, y siempre se oía por el pasillo y en mi cuarto de trabajo, incluso con la puerta cerrada.
El primer mensaje era de Grace. Tenía que terminar un trabajo a tiempo y no podía salir de la oficina hasta las siete y media o las ocho. Si tenía hambre, me decía, podía cenar sin esperarla, ya se calentaría ella los restos cuando llegara.
El segundo era de mi agente, Mary Sklarr. Al parecer, la acababan de llamar de Los Ángeles para preguntarle si me interesaría escribir otro guión, y quería hablar conmigo para explicarme los detalles.
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La llamé, pero dio un rodeo antes de entrar en materia. Como cualquiera de mis amistades, Mary empezó la conversación interesándose por mi salud. Todos mis amigos me habían dado por muerto, y aun después de salir del hospital y llevar ya cuatro meses en casa seguían sin creer que estaba vivo, que no me habían enterrado a principios de año en algún cementerio perdido.
—De primera —contesté—. Con algún que otro altibajo de vez en cuando, pero en general, bien. Mejor cada día.
—Por ahí corre el rumor de que has empezado a escribir algo. ¿Verdadero o falso?
—¿Quién te ha dicho eso?
—John Trause. Me ha llamado esta mañana, y tu nombre ha salido a relucir.
—Es verdad. Pero todavía no sé adónde vaya ir a parar. A ningún sitio, podría ser.
—Esperemos que no. He dicho a los del cine que habías empezado otra novela y que a lo mejor no te interesaba.
—Pues claro que me interesa. Y mucho. Sobre todo si hay buen dinero de por medio.
—Cincuenta mil dólares.
—¡Joder! Con cincuenta mil dólares Grace y yo podríamos salir de apuros.
—Ese proyecto es una tontería, Sid. No es lo tuyo, en serio. Ciencia ficción.
—Ah, ya veo lo que quieres decir. No es exactamente mi especialidad, ¿verdad? Pero ¿estamos hablando de ciencia ficticia o de ficción científica?
—¿Es que no es lo mismo?
—No sé.
—Están pensando en hacer una nueva versión de
La máquina del tiempo
.
—¿De H. G. Wells?
—Exacto. Para que la dirija Bobby Hunter.
—¿El que hace esas películas de acción de elevado presupuesto? ¿Y ése qué sabe de mí?
—Es admirador tuyo. Al parecer ha leído todos tus libros y le encantó la película de
Tabula rasa
.
—Supongo que debería sentirme halagado. Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué yo? ¿Por qué yo para esto, quiero decir?
—No te preocupes, Sid. Los llamaré y les diré que no.
—Dame primero un par de días para pensarlo. Leeré el libro y veré lo que pasa. Nunca se sabe. A lo mejor se me ocurre alguna idea interesante.
—Vale, tú mandas. Les diré que lo estás pensando. Nada de promesas, pero quiero que te lo pienses bien antes de tomar una decisión.
—Estoy casi seguro de que hay un ejemplar de ese libro en casa. Una vieja edición de bolsillo que compré en tercer año de instituto. Me pondré a leerlo inmediatamente y te llamaré dentro de un par de días.
El libro había costado treinta y cinco centavos en 1961, e incluía dos novelas tempranas de Wells,
La máquina del tiempo
y
La guerra de los mundos
. La primera no llegaba a las cien páginas, y la terminé en menos de una hora. La encontré absolutamente decepcionante: una obra floja, mal escrita, crítica social disfrazada de relato de aventuras, y torpe en los dos sentidos. No me cabía en la cabeza que alguien quisiera realizar una adaptación fiel de aquel libro. Ya se había hecho una versión así, y si el tal Bobby Hunter conocía tan bien mi obra como afirmaba, entonces eso quería decir que aquel individuo pretendía que yo llevara la historia por otro lado, apartándome de la novela y encontrando la manera de hacer algo nuevo con los mismos elementos. Si no, ¿por qué pedírmelo a mí? Había cientos de guionistas profesionales con más experiencia que yo. Cualquiera de ellos podría haber plasmado la novela de Wells en un guión aceptable; y el producto, según imaginaba yo, habría acabado siendo semejante a la película de Rod Taylor e Yvette Mimieux que vi de niño, aunque con unos efectos especiales más deslumbrantes.